AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(3)
La verdad es
que la pequeña princesa llevaba días meditando y algo angustiada debido al
estado de desasosiego y profunda preocupación que padecían sus padres a causa
de las últimas noticias llegadas recientemente sobre la formación de una
alianza de tres grandes reinos fronterizos con su país para invadirlo. En
aquellos momentos, escuchando atentamente lo que le decía el mago, la acarició
la imagen de convertirse ella en la salvadora de Qanunistán.
—¿Seguro que
nadie se va a enterar de mi ausencia? —preguntó ella, pensativa, como hablando
consigo misma, en un último intento de cerciorarse de la veracidad de las
promesas del mago, aunque creía de antemano en cada una de sus palabras.
—Seguro, alteza. Ni siquiera se
va a enterar su guardián que duerme debajo de aquel árbol. Cuando regresemos,
lo encontraréis en esa misma postura, sin haberse movido de su sitio.
Un breve silencio reinó entre ambos, sin dejar de
mirarse a los ojos, pero esta vez, con sendas sonrisas iluminando sus rostros.
—De
acuerdo. Iré con vos —exclamó Amarzad, muy animada y segura de la decisión que
acababa de tomar—. ¿Cuándo partimos?
El mago Flor se sentía muy
feliz por la decisión de la niña, quien a partir de ese momento estaría siempre
bajo su protección. Amarzad se percató de la enorme felicidad del mago.
—Ahora mismo, princesa, ¡no hay
tiempo que perder! —tronó poderosamente por todo el bosque la voz del mago
Flor, levantando sus brazos al cielo y alzando su vista hacia el infinito,
mientras tendía su mano derecha a la niña, apresurándose esta a agarrarla al
instante.
El eco de la última palabra del mago no dejaba de
resonar por los cuatro puntos cardinales de aquel bosque, cuyo suelo de repente
sufría una fuerte sacudida a lo largo y ancho de su superficie, haciendo que
sus árboles temblaran y ahuyentando a pájaros y animales, que se echaron a
volar y a correr sin rumbo, mientras que la princesa, boquiabierta y con los
ojos desorbitados, empezaba a levitar, despegándose del suelo
involuntariamente, subiendo y subiendo, lentamente, de la mano del mago Flor.
No chilló ni gritó, solo se sentía maravillada de lo que le estaba sucediendo y
ya empezaba a creer plenamente en eso del viaje al otro planeta del que le hablaba
su nuevo y magnífico amigo, el mago Flor.
El mago, con su rostro
resplandeciente, no dejaba de fijar sus ojos en los de Amarzad, sonriente y
seguro de sí mismo, lo que infundía gran seguridad en la niña que ya divisaba
los árboles del bosque desde arriba, sintiéndose más libre, más feliz y más
exultante que nunca. De repente, empezó a chillar como loca, de feliz que se
sentía, a la vez que escuchaba las palabras de ánimo de su amigo, que le
transmitían a ella y a todos los habitantes del bosque, tanta alegría, paz y
satisfacción que hacía que todos los pájaros del bosque, miles de pájaros,
intentaran seguirlos para participar de tanta dicha. Verse rodeada de tantos y
tantos pájaros, de todos los colores, que la acompañaban en su vuelo aumentaba
aún más su alborozo. El bosque, la pradera y el palacio aparecían allá, debajo
de ella, diminutos, rodeados de llanos, valles y montañas. Empezó a sentir que
le costaba respirar, así como que un profundo sueño se apoderaba de ella, por
lo que se aferraba más a la mano del mago Flor. De este modo, la niña se quedó
profundamente dormida y el mago Flor ya la llevaba en brazos, desapareciendo en
el infinito espacio a una velocidad que supera todo lo imaginable.
Allí abajo, en la pradera junto al palacio, el
guardián de Amarzad se había despertado, y al abrir los ojos vio el cielo, azul
y resplandeciente. Y allí arriba, a lo lejos, vio a su ama cogida de la mano de
un hombre corpulento, elevándose ambos hacia el firmamento. El guardián pensó
que estaba viendo alucinaciones y que en realidad seguía durmiendo. Sin
embargo, frotaba sus ojos una y otra vez, y volvía a mirar arriba. «¡Es la
princesa! ¡Sí, es la princesa!», repetía el pobre hombre tartamudeando en voz
baja, como susurrando, pasmado, con los ojos desorbitados, muy alarmado. Y en
esas, quiso ponerse de pie, pero no pudo, y se quedó dormido de nuevo,
profundamente.
En el planeta Kabir
Amarzad
abrió los ojos y lo primero que vio fue al mago Flor, sonriente y radiante.
—¡Princesa!
—exclamó el gran mago—, bienvenida al planeta Kabir.
—¡¿Cómo?! —tartamudeó Amarzad, un poco aturdida y
aún no del todo despejada—. ¡¿El planeta Kabir?!
Amarzad, de
pie, con una mano apoyada en el mago Flor para evitar caerse al suelo, no
dejaba de mirar a su alrededor, percatándose de que se encontraba en medio de
un bello y hermoso jardín, con un sinfín de flores de todos los colores y de
árboles muy variados, que no se parecían en nada a los árboles que ella
conocía.
Junto al mago Flor de pronto aparecieron muchos
otros hombres con rostros idénticos al del mago. Amarzad cerraba los ojos y los
abría una y otra vez pensando que su vista le estaba jugando una mala pasada,
pero aquellos hombres, todos radiantes de felicidad, seguían allí, mirándola
con sumo interés y dándole la bienvenida en el idioma qanunistaní.
También extendían sus manos para saludarla y expresarla su afecto.
La princesa no quería perder de vista
el
rostro de su amigo, el mago Flor, entre tantísimos rostros idénticos. A él
podía reconocerle únicamente por su vestimenta, ya que los demás compañeros de
él se vestían de distinta manera, todos igual.
—¿Quiénes
son todos estos hombres? —por fin pudo articular Amarzad tras largo rato de
tener la lengua como atrapada ante la inconcebible escena a la que abrió sus
ojos dejándola casi enmudecida.
—No. No son todos hombres, mi princesa, también hay
muchas mujeres entre ellos. Son mis compañeros y compañeras de otros planetas y
han sido todos convocados por el mago supremo galáctico para conocerte y
participar en la ceremonia en la que se nos va a brindar un homenaje,
especialmente a su alteza.
El tumulto de magos desapareció
y unas doncellas de gran belleza aparecieron ante la princesa y la rogaron, en
su idioma de ella, que las acompañase. La princesa miró al mago Flor, que
seguía junto a ella, y este la guiñó un ojo animándola a que las acompañara.
Amarzad caminó flanqueada por dos filas de doncellas a lo largo del jardín. La
comitiva se dirigía hacia un gran y fascinante palacio, a cuya puerta,
imponente y de extraordinaria belleza, miraba embelesada, esperando que se
abriera de par en par, pero la puerta no se abría y las doncellas la
atravesaban como si no existiera tal puerta, y cuando le tocó a ella
atravesarla, se detuvo en seco, temerosa, entonces el mago Flor la cogió de la
mano y avanzó con ella, atravesando la puerta juntos, poniéndosele el pelo de
punta a la princesa, que casi se desmayaba ante tan alucinante experiencia.
Amarzad vio
que se extendía ante ella un inmenso salón, cuyo suelo parecía agua, y sus
paredes, oro. Y mientras se detenía, contemplando, boquiabierta, lo que veía,
sin haber dado aún su primer paso para atravesar aquel salón, el mago Flor se
inclinó y la susurró al oído:
—Sí, tal como pensáis, princesa, las paredes están
hechas de oro macizo, pero son efímeras.
Amarzad, absorta, no entendía bien lo que le decía
su protector, pues no paraba de recorrer con su vista todos los rincones del
salón, incluido el techo, dándose cuenta de que no había ventanas ni
iluminación de ninguna clase, aunque la luz lo inundaba todo y una brisa suave,
de aire puro y refrescante, lo recorría de un extremo a otro. La niña bajó la
vista hacia el suelo, que era idéntico al techo, de un color azulado totalmente
transparente, y no se atrevía a pisar por temor a hundirse en lo que le parecía
agua, ante lo cual el mago Flor, muy jovial, volvió a susurrar:
—Muchas
veces, princesa, vemos las cosas muy diferentes de lo que son en esencia, pues
su aspecto ofusca nuestras mentes. No es agua, princesa, sino diamante de
extraordinaria pureza. Todo el suelo que veis es un solo diamante, igual que el
techo, y ambos son efímeros.
Amarzad, deslumbrada, no podía creer lo que veían
sus ojos, pero al escuchar las palabras de su amigo se tranquilizó y recordó
que estaba en otro planeta que nada tenía que ver con el suyo, con lo cual se
atrevió a caminar de la mano del mago Flor sobre aquel colosal diamante,
flanqueados ambos por las dos filas de doncellas. Fue entonces cuando ella se
dio cuenta de que los magos que había dejado a su espalda, en el jardín, ya la
estaban esperando en sendas hileras a ambos lados del salón. Todos la sonreían
y se inclinaban a su paso, a la vez que la hacían ademanes para que siguiera
caminando hacia el fondo.
De repente, Amarzad se vio
reflejada en la superficie de aquel diamante. Estaba transformada de arriba
abajo, con un nuevo vestido, nueva túnica. Deteniéndose, tocó su vestido
repetidamente con las manos cerciorándose de que todo lo que veía era
verdadero. Incluso dobló las rodillas y acarició el suelo, comprobando así su
extraordinaria dureza y extrema suavidad. El mago Flor, las doncellas y los
otros magos la observaban jubilosos al verla tocarlo todo, incrédula. Algunos
magos aplaudieron regocijados al ver que la princesa se tranquilizaba y que el
mago Flor, cariñosamente, la ayudaba a levantarse y la invitaba a reanudar la
marcha.
Al fondo del salón, los esperaba
el mago supremo galáctico en persona, sentado en lo que parecía un trono.
Cuando ambos estuvieron ya cerca de él, las dos filas de doncellas se detuvieron,
dejando que Amarzad, de la mano del mago Flor, siguiera avanzando. El salón de
repente se quedó en el más absoluto silencio mientras la niña miraba a aquel
majestuoso hombre sentado en el trono y cuyo rostro era también idéntico al del
mago Flor. Al ver su rostro, ella dirigió la mirada a su amigo y protector, que
no se separaba de ella, quien nuevamente la susurró al oído:
—Es el mago supremo galáctico del que os hablé en la
Tierra, princesa.
Cuando Amarzad y el gran mago terrestre estuvieron
ya al pie de los tres peldaños que había que subir hasta llegar al trono, el
mago supremo galáctico se había levantado, esperándola a que subiera junto a
él. Ella, asombrada, se percató de que ni detrás ni junto a él había silla ni
trono alguno, quedándose nuevamente perpleja, pues juraría que, instantes
antes, lo había visto sentado en un gran trono transparente de color verde, que
parecía una gran piedra preciosa tallada.
—Todo es efímero, hija —susurró el mago Flor, que
había leído su mente.
Una vez Amarzad había subido los tres peldaños, el
mago supremo galáctico la acogió entre sus brazos besándola tranquilamente en
la frente, mirándola después con cariño y admiración, mientras todos, incluido
el mago Flor, los observaban entusiastas y alegres, en un ambiente donde la
niña era el centro de la atención de todos los presentes.
—¡Bienvenida al planeta Kabir,
princesa! —exclamó el mago supremo galáctico, haciéndose oír por todos—. Hoy es
un día feliz para todos nosotros —continuó— por tenerla aquí junto a nuestro
hermano, el gran mago, Svindex.
—¿Svindex? —balbuceaba la niña mirando al mago Flor,
recordando enseguida que ese era el nombre auténtico de su amigo—. Ah… Sí…
Muchas gracias… —decía muy contenta de verse tan bien recibida por todos.
Amarzad se dio cuenta mientras subía, por primera
vez, que arrastraba la cola de su vestido y que una docena de doncellas la
sostenían. Era un vestido todo de color blanco, de una blancura tan pura como
no había visto antes en su vida, adornado con un sinfín de incrustaciones de
piedras preciosas y diamantes de múltiples colores. Le extrañaba enormemente lo
ligero que le resultaba aquel vestido, hasta el límite de que ella no notaba
que lo llevaba puesto, si no fuera porque lo veía con sus propios ojos.
Continuará…