Amarzad, el mago Flor y los cinco reinos
En entregas semanales
PRIMERA ENTREGA (16 febrero 2022):
Capítulo 1. De
cómo reapareció el mago Flor
Eran
aquellos tiempos remotos una época en la que era posible la existencia
de
fabulosos magos, hasta que llegó el mago Flor y ya no se habló de otro
tema en
aquel mundo salvo de él.
Todo sucedió en el año
1295 después de Cristo, aunque, antes,
veamos los lugares, el ambiente y las
circunstancias en los que transcurrió
nuestra increíble historia hace tantos
siglos.
Hubo por aquel tiempo en
Oriente un reino que, aunque relativamente pequeño, albergaba inmensas
riquezas, llamado Qanunistán. staba gobernado por un hombre valeroso,
bondadoso y justo, el sultán Nuriddin, junto a su esposa, la sultana
Shahinaz,
una mujer que reunía las misma cualidades que su marido, aunque
lo superaba en
paciencia.
El matrimonio real tenía una sola hija de catorce años de edad, la
princesa Amarzad, una niña preciosa, de tez blanca, cabellos negros y
largos, y
ojos color miel.
En
cuanto al pueblo de Qanunistán, disfrutaba de la prosperidad que le
brindaban las
ricas minas de oro del reino y el buen gobierno del sultán, por
lo que no
padecía de graves problemas internos, a pesar de que se enfrentaba
a continuos
conflictos con dos de los cuatro reinos que rodeaban
sus fronteras. Debido a su
riqueza, sus enemigos lo invadían con afán de
saquearlo o conquistarlo. Sin
embargo, la fortaleza de las gentes de
Qanunistán, la sabiduría de su sultán, así
como la de su padre y la de su abuelo
antes que él, además del apoyo que
recibía de los reinos amigos, mantenían
al reino a salvo, aun ante el constante
peligro de ser invadido.
Nuestra
historia empieza en un paraje paradisíaco donde se levantaba un
imponente
palacio. Era el palacio de retiro de la familia real de Qanunistán,
donde el
sultán y su familia se refugiaban de vez en cuando.
Durante
una de estas estancias, en plena primavera, la princesa Amarzad
salió por la
mañana a pasear por la extensísima pradera, pletórica de vivos
colores, que
lindaba con el palacio, más allá de la cual se iniciaba un cerrado
bosque de
vasta superficie, al que la princesa Amarzad nunca se atrevió a
acercarse,
puesto que sus padres la habían advertido una y mil veces de que
no lo hiciera
por temor a los tremendos peligros que el terrible bosque
albergaba, desde
amenazantes animales y plantas hasta fangosos y
movedizos suelos capaces de
tragarse a un elefante en un abrir y cerrar de
ojos. Precisamente por ello, un
guardián vigilaba a la princesa cuando salía
al campo. Este se limitaba a
observarla, siguiéndola a distancia.
A
medida que iba creciendo Amarzad, también lo hacía en su interior el
irresistible deseo de adentrarse en aquel bosque cuya avanzadilla de árboles
gigantescos llevaba observando de lejos año tras año desde que era muy pequeña,
sin atreverse a acercarse a ellos.
Aquella
mañana radiante de sol, con los campos bullendo de hermosura y deleitando la
vista, y unas brisas suaves que acariciaban el rostro de Amarzad, la princesa
corría y corría alegre y contenta, como queriendo abrazar todo lo que abarcaba
su vista, parándose aquí y allá, contemplando flores, amapolas, margaritas y
azucenas, a las que acariciaba con sus manos y olía sus fragancias,
persiguiendo mariposas de fascinantes colores.
De repente, la princesa
vio que se encontraba justo en el la linde del bosque. Nunca se había alejado
tanto del palacio, al que aún podía ver en la lontananza. Buscó con su mirada
al guardián, que estaba sentado no muy lejos de ella, apoyado en el tronco de
un árbol, seguramente durmiendo, como tantas veces había ocurrido. Miró bien a
su alrededor, por si alguien la veía, pero no había nadie a la vista, excepto
el durmiente guardián, por lo que se atrevió a dar unos pasos más hacia el
bosque, que le producía en aquellos momentos tal impresión que casi la dejaba
sin respiración, agudizando al máximo el oído y la vista en medio de un
silencio y una quietud solo ligeramente perturbada de vez en cuando por el
aleteo o el canto de los pájaros.
El bosque se extendía
ante su vista, oscuro y tenebroso, infundiéndole tanto miedo, que se echó atrás
decidida a no seguir avanzando y a regresar a palacio. Pero, mientras
retrocedía, escuchó una voz que susurraba:
—Por favor..., por
favor.
La
niña se detuvo en seco, en estado de alerta, sin salir de su asombro. ¿Quién la
estaría llamando en aquel sitio tan solitario y tan apartado? Se quedó quieta,
expectante por si volvía a escuchar aquella voz... ¿O es que había sido una
imaginación suya? Pero no, no se trataba de imaginación; enseguida volvió a
escuchar aquella voz, esta vez más fuerte:
—Por favor..., por
favor.
Amarzad echó a correr
presa del pánico.
«¡No
puede ser! ¡No puede ser!», se decía mientras corría, pero cuando consideró que
ya estaba a salvo y fuera del bosque, se detuvo de nuevo, y se puso a observar
el lugar donde ella había estado hacía unos momentos, en el límite del bosque,
pensando que por allí iba a aparecer la persona que la llamaba. Sin embargo, no
llegó nadie.
Una poderosísima curiosidad se apoderó de todos los
sentidos de la princesa. Buscó con su vista al guardián y le encontró dormido
en el mismo sitio. No quería despertarle porque le impediría adentrarse en el
bosque. De nuevo, y casi de manera involuntaria, la niña regresó, cauta y
lentamente sobre sus pasos, caminando con la punta de sus pies hacia donde
estuvo minutos antes, y nada más acercarse al lugar oyó otra vez aquella voz,
pero ahora con palabras nuevas. Parecía la voz de un chico joven:
—No temas... Por favor, no temas. No te voy a hacer
ningún daño.
La niña balbuceó
atónita:
—Pero ¿quién eres?
¿Dónde estás?
La
princesa miraba en todas direcciones: entre los troncos de los árboles y hacia
arriba, a las miles de frondosas ramas por donde se filtraban los rayos del
sol, pero no veía a nadie... Ni ser humano ni animal alguno. Pensó que la voz
tal vez provenía desde dentro del bosque, pues ella aún se encontraba en el
límite del mismo donde había bastante claridad. La voz, como adivinando sus
pensamientos, volvió a surgir de la nada y le decía, cada vez más alta y más
clara:
—Mira
al suelo, soy una de las flores que están a tus pies.
—¡¿Cómo?!
—exclamó Amarzad sobresaltada y con los ojos desorbitados de la sorpresa—.
¡¿Una flor que habla?! —repetía una y otra vez, como si conversara consigo
misma mientras escudriñaba el suelo con su vista—. Pero ¡si aquí hay muchas
flores! ¿Cuál de ellas eres? —exclamó espontáneamente.
La
flor hablante empezó a menearse y se agitaba con sus pétalos a la derecha y a
la izquierda, para detrás y para delante, mientras exclamaba en voz alta:
—Soy la flor que se está moviendo mucho... Estoy
cerca de tus pies.
Efectivamente.
La princesa pudo ver a una flor, entre tantas en el suelo, que se estaba
meneando mucho más que ninguna otra, a pesar de que no soplaba viento alguno.
Amarzad se acercó temerosa de aquella flor, observándola, absolutamente
atónita, mientras la voz, ya grave y resonante, aunque con tono suave y
cariñoso, repetía una y otra vez:
—Acércate a mí, no
temas nada, necesito tu ayuda.
La princesa siguió
mirando a aquella flor, de color púrpura, sin llegar a inclinarse aún. Esta
había dejado de balancearse desde que se percató de que Amarzad la había
reconocido entre tantas flores. Las dos, niña y flor, se quedaron como
mirándose conteniendo la respiración una y quedándose totalmente quieta la
otra. La niña, que intentaba serenarse, se puso de rodillas frente a la
preciosa flor, se inclinó sobre ella, la tocó con la punta de su dedo índice, y
balbuceó como si susurrase al oído:
—¿Eres tú?
A lo que la flor
respondió en voz baja:
—Sí, soy yo. Necesito
que me ayudes, por favor.
La
princesa tragó saliva, presa del impacto, aunque había empezado a liberarse del
pánico que hasta hacía poco casi la paralizaba.
—¿Ayudarte? ¿Cómo?
—preguntó la niña a la flor.
—Solo tienes que
arrancarme del suelo, pero tienes que procurar hacerlo desde la raíz —respondió
la flor.
—¿Cómo? ¿Arrancarte del
suelo con tu raíz? ¿Y qué ganas tú con esto? Mientras estás en el suelo sigues
viva y si te arranco, morirás —soltó Amarzad con desparpajo, ya habiendo
recobrado su serenidad del todo.
—Es que yo no soy una
flor, ni siquiera soy una planta.
La niña al escuchar eso
se levantó del suelo de un salto.
—Pero ¿qué dices? ¿Te
avergüenzas de ser una flor? —espetó la
niña a la flor, perdiendo ya totalmente el miedo y olvidándose siquiera de que
se dirigía a una planta.
La
reacción de Amarzad fue tan inesperada para la flor que esta se quedó durante
unos instantes sin saber qué decir.
—Le he oído a papá
decir en varias ocasiones que aquellas personas que se avergüenzan de su
condición o de sus orígenes no son merecedoras de respeto ni de confianza —dijo
la princesa ante el silencio de la flor.
—No.
¡No es eso! —exclamó la flor—. Yo no me avergüenzo de nada, es que en realidad
no soy una planta. Una bruja me convirtió en flor, hace muchos años, y cada
primavera crezco y vuelvo a ser lo que ves, y la única solución que tengo para
que vuelva a ser lo que era es que alguien me arranque del suelo junto a mi
raíz... Si la raíz queda en el suelo, entonces no vale, volveré a ser flor de
nuevo —explicó la flor hablando deprisa antes de que la niña cambiase de
opinión y la dejase allí sin prestarle la anhelada ayuda.
Al oír aquello, la
niña, nuevamente atónita, volvió a ponerse de rodillas y, casi sin poder
articular palabra, tartamudeaba:
—¡Cómo! ¿Estás
embrujada?
—Sí, tienes que
creerme, ¿cómo si no iba a hablar contigo una planta?
—Es verdad, claro —murmuró la niña para sí—. Una
flor que habla no es en realidad una flor —concluyó pensativa.
—Ya veo que me crees.
Muchas gracias. Pues hazlo, por favor. No tienes más que arrancarme con
cuidado. Afortunadamente, la tierra está húmeda y no te será difícil extraer mi
raíz.
La niña se quedó como
paralizada. «¡Pues vaya sorpresa! ¿Sorpresa? Esto es muchísimo más que una
sorpresa cualquiera». Pensó por un instante echarse a correr, despertar a su
guardián y decírselo, correr a palacio y contárselo a sus padres. Pero pensó
también que nadie la iba a creer y que, posiblemente, cuando sus padres se
enteraran de que había penetrado en el bosque, la prohibirían volver a salir al
campo. Pensó también en el tremendo castigo que le esperaría al guardián por
haberle permitido entrar en el bosque y por haberse quedado dormido.
—No temas nada,
princesa. Tú eres la única persona en el mundo que me puede salvar, pues la
bruja que me hizo este hechizo añadió, al pronunciar sus palabras mágicas, que
solo una niña, de cabellos negros y ojos color miel, podía deshacer el hechizo.
Amarzad se percató con
sorpresa, al oír estas palabras, de que la flor le adivinaba los pensamientos
y, además, conocía bien quién era ella.
—¿Cómo
sabes que soy una princesa? —preguntó boquiabierta.
—Antes de convertirme
en flor, yo era el mago más importante del mundo,
pero eso no ha impedido que
una bruja, muy malvada y astuta, me hechizara
a traición. Cuando ella lo hizo,
yo tenía 258 años de edad y ella era casi un
siglo mayor que yo.
—¡Nadie puede tener
tantos años! —exclamó incrédula, pero pronto recordó
que se encontraba ante una
flor que hablaba, que era un mago, así que
¿cómo se le ocurría extrañarse de
que tuviera tantos años?
La flor permanecía
callada, a la expectativa:
—¿Dices que eres mago?
¡Vaya! ¿Y si te libero no me harás daño? —
preguntó la chica con voz algo
temblorosa.
—Todo lo contrario,
estaré a tu entera disposición a lo largo de tu vida. Es
una promesa solemne.
continuará...