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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 

(2)

—Todo lo contrario, estaré a tu entera disposición a lo largo de tu vida. Es una promesa solemne.

Lo primero que pensó la niña fue que, de ser verdad lo que decía la flor, y se tratara de un mago tan importante, le vendría muy bien a su padre, el sultán, que tan necesitado estaba de ayuda para enfrentarse a las continuas agresiones y odiosas conspiraciones de sus enemigos. «Un mago eficiente sería la salvación del reino de Qanunistán y un gran alivio para papá», meditó inteligentemente.

 

Con la mano temblorosa y un esmerado cuidado, la niña fue arrancando, suavemente, la flor del suelo, cavando a su alrededor con su otra mano para asegurarse de sacar la planta entera, incluida la raíz. La operación transcurría en medio de un completo silencio. No se sentía brisa alguna ni se percibía el canto de un solo pájaro ni el murmullo de las hojas en sus ramas. Parecía que el bosque entero, con todas sus criaturas y aquellas inmensas praderas, con su multitud de colores, detuviera la respiración a la espera de que el gran mago de todos los tiempos volviera a ser lo que había sido durante más de dos siglos.

En el mismo instante en el que la niña terminaba de sacar la flor del suelo, incluida la raíz, la flor desapareció de su mano, esfumándose en el acto, como por ensalmo, y un hombre corpulento, alto, de tez blanca, poblados bigotes y cejas, ojos color miel, y cabello negro y largo se mostraba ante ella. Vestía majestuosamente, cubierto parcialmente con una túnica verde y tocado con un turbante blanco bordado de oro al realce.

La niña, al verlo aparecer de la nada frente a ella, se puso de pie de un salto quedándose del todo muda; su respiración se aceleró enormemente y su corazón golpeaba veloz y fuerte mientras no hacía más que ir con la vista, con los ojos desorbitados, desde su mano vacía, sin flor ninguna, a aquel hombre imponente que se erguía delante de ella. «¿De dónde habrá salido?», se preguntaba atónita. El hombre la sonreía con la cara radiante de felicidad y, tras unos momentos de silencio, le habló. No era la misma voz que la niña había escuchado antes de arrancar la flor del suelo, ahora era una voz grave y solemne.

—Gracias, alteza, no existe manera alguna para poder agradecer el inmenso favor y la inapreciable ayuda que me habéis prestado —dijo aquel hombre con un tono cariñoso que infundió tranquilidad y sosiego en el corazón de la princesa, volviendo su respiración, gradualmente, a ser pausada.

—¿Quién sois, señor? —preguntó la princesa.

—Como os dije, alteza, instantes antes de salvarme; yo era el mago más importante del mundo, hasta que una malvada bruja me hechizó a traición convirtiéndome en una débil, inmóvil y desamparada flor que solo existe en primavera y desaparece el resto del año —respondió el hombre sin perder la sonrisa que iluminaba su rostro.

—Debe de haber sido una bruja muy astuta y maligna como para poder hacerle daño a tan distinguido y poderoso mago —dijo la niña.

—Aún sois muy joven, princesa, pero en venideros días y años sabréis y veréis cómo la vileza es a veces capaz de vencer a la nobleza, mediante múltiples artimañas y ardides.

—¿Y cómo os llamáis, señor mago flor? —se atrevió a preguntar la niña, adquiriendo cada vez más confianza ante aquel imponente personaje, envuelto por un aura de infinito misterio.

—A lo largo de mi anterior vida, antes de ser hechizado, me llamaba Svindex, por este nombre me conoce todo el mundo.

—¿Svindex?, qué nombre más raro —murmuró la niña—. Nunca conocí a nadie con tal nombre.

—Ahora empiezo una nueva vida —prosiguió el mago— y no veo mejor nombre que el que me acabáis de poner vos misma, princesa.

—¿Yo? —preguntó ella extrañada—. ¿Cuándo?

—Sí, alteza, hace un momento me llamasteis, con toda la razón del mundo, mago Flor. Pues este será mi nombre a partir de ahora. Vos me habéis conocido siendo simplemente una indefensa flor y así quiero que me recordéis siempre —dijo el mago, irradiando su rostro felicidad y agradecimiento—. Todo lo que soy ahora —prosiguió—, y todo lo que seré a lo largo de mi nueva vida, se lo debo a vos. Así que, a partir de ahora seré, además de Svindex, el mago Flor. Solo un malnacido sería capaz de olvidar la mano que un día cuidó de él, princesa Amarzad.

La niña iba de sorpresa en sorpresa, pues el mago conocía su nombre. Pero sus palabras se iban apoderando de ella, de sus sentimientos y de su corazón. «Y cómo no, siendo él así de noble y de agradecido», pensaba Amarzad.

—Flor es un precioso nombre, sin duda. Veo que conocéis cómo me llamo. ¿Eso quiere decir que seguís siendo el mago que fuisteis?

—Sí, princesa, sigo siendo el mago que fui, pero no puedo volver a ejercer mis plenos poderes hasta que no tenga de nuevo el permiso del mago supremo galáctico —dijo el mago Flor—. Debo ir y entrevistarme con él y pedirle perdón por el error que cometí al dejar que aquella bruja me arruinara la vida de esa manera, a lo largo de decenas de años —concluyó.

—O sea, hay un mago más importante que vos que debe daros permiso para seguir ejerciendo de mago. ¿Quién es ese señor? —preguntó la niña con toda naturalidad, como si estuviera hablando con un amigo de toda la vida, extrañándose ella misma de haber adquirido tanta confianza en sí misma, tan pronto, y en aquel hombre tan extraño.

Al escuchar su pregunta, el mago se rio.

—No, no es eso —contestó mientras sonreía—. El mago supremo galáctico está en otro planeta muy alejado del nuestro, pero es quien otorga poder y autoridad al gran mago en cada planeta habitado de nuestra galaxia, la Vía Láctea, que al fin y al cabo es nuestro reducido universo.

—¿Cómo?¿Tenéis que ir a otro planeta de la vía esa?

Amarzad rompió en una risa incontenible, se reía a carcajadas, aun a sabiendas de que aquel hombre no bromeaba, pero el mero hecho de mencionar un viaje al cielo provocó su risa. El mago la miraba complacido, sonriente, esperando a que terminara de reírse, pues él guardaba para ella, aún, la sorpresa más grande que iba a experimentar a lo largo de toda su vida, más grande que cualquier otra vivencia que pudiera tener un ser humano de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros.

 —La Vía Láctea es una multitud inmensísima y sin fin de estrellas y de planetas que se puede ver en las noches sin luna dibujada en el cielo, blanca y muy larga, como un chorro de leche. Nuestro sol y nuestro planeta son parte de este infinito chorro de estrellas.

Al escucharle decir aquello, la niña se recompuso, recuperando su serenidad, pues había sido muy profundamente instruida en la manera en la que debe comportarse una princesa, heredera del trono de su padre, que carecía de más hijos.

—Sí, lo sé, de ello me hablaron mis maestros, que son muy sabios.

—Ah, me alegra saberlo —respondió satisfecho.

El mago, que tenía a la niña justo en frente de él, a un brazo de distancia, carraspeó una y otra vez, como avisando a Amarzad de que iba a decirle algo difícil de confesar.

—Hay una cosa más que debe saber, alteza —dijo finalmente, y siguió carraspeando, a la espera de que le prestase toda la atención de la que fuese capaz.

La niña le miró, seria, pues percibió que había algo grave que el mago quería decirle.

—Alteza —comenzó el mago pausadamente—, debe acompañarme en esta visita al mago supremo galáctico    —soltó con una voz cuidadosamente modulada, queriendo evitar la tremenda sacudida que tal enunciación podía provocar en la mente y en el corazón de la niña.

Amarzad palideció al instante al oír aquello, y se le secó la garganta de golpe, pues ella leía en el rostro de aquel hombre que todo lo que decía era verdad y que todo lo que anunciaba se iba a llevar irremediablemente a cabo, pues la sonrisa radiante que nunca se apartaba de su rostro no restaba ni un ápice de la seriedad y sabiduría que transmitían sus ojos.

—¿Yo? ¿Acompañaros? —tartamudeaba la princesa, muy preocupada—. ¿A dónde? —inquirió con tono tembloroso.

—Al planeta Kabir, princesa —respondió el mago, impasible—. Es una condición inapelable, para los magos en mi situación, ir a ver al mago supremo galáctico acompañados de la persona, animal o planta que les haya salvado y devuelto a ser quienes eran. Si no me acompaña, se me ordenará regresar a la Tierra y volver con vos al planeta Kabir, alteza, no tenemos elección.

La princesa, estupefacta y callada, empezaba a pensar que estaba soñando: dudaba seriamente de que estuviera despierta. Miraba a su alrededor en busca de pruebas de que aquello no era un sueño. A lo lejos, vio a su guardián dormido como estaba. Volvió con la vista hacia el mago Flor, sin saber qué decirle: «¡Este hombre habla de trasladarse a otro planeta como si hablara de pasar de una habitación a otra dentro de la misma casa!», pensaba Amarzad mientras se esforzaba por mantenerse tranquila y no salir corriendo. Permaneció en silencio, como si hubiera perdido el habla.

—No temáis nada, vuestra alteza —dijo el mago adivinando la gran confusión que embargaba a Amarzad—, confiad en mí, regresaréis a palacio convertida en otra persona, con grandes poderes, y estaréis a partir de entonces bajo protección de nuestra Hermandad Galáctica de Magos, lo que nos permitiría aunar nuestros esfuerzos en beneficio no solo de Qanunistán, sino de toda la humanidad. Para eso tenéis que acompañarme, para que os sea concedido el gran premio que habéis merecido al salvarme.

Amarzad escuchaba embelesada al mago Flor, pero no pensaba ni remotamente en irse con él a otro planeta. Sin embargo, se sentía incapaz de moverse del sitio donde se encontraba de pie hablando con aquel hombre fascinante, como si se tratara de un familiar suyo. Pensaba que si se echaba a correr hacia su guardián, no serviría de nada porque estaba segura de que el mago Flor la alcanzaría con suma facilidad y que su guardián sería incapaz de enfrentarse a tan majestuoso caballero. Aunque, en lo más profundo de su corazón, ella no temía al mago Flor, pues la infundía paz y tranquilidad, pero otra cosa era irse con él a Dios sabe dónde.

El mago no dejaba de observar a la niña percatándose perfectamente de su perplejidad. Sentía hacia ella un gran cariño y un profundo agradecimiento, por lo que se abstenía de presionarle, dejándole pensar tranquilamente.

—¿Cómo pensáis viajar a otro planeta, mago Flor? ¿Sabéis volar? —preguntó de repente la niña, presa de la curiosidad.

Al oír esto, el mago Flor estalló en una carcajada que retumbó por todo el bosque, ahuyentando a muchos pájaros de sus tranquilas ramas y nidos.

—¿Volar? —exclamó—. Sí, volar es uno de mis poderes, sin embargo, no iremos volando al planeta Kabir, pues queda a una gran distancia galáctica de nosotros, pertenece al sistema planetario de la estrella Alderamin.

El mago Flor comentó aquello y se calló, esperando que la niña dijera algo. No obstante, al oír aquellos nombres que no conocía, se quedó con la boca abierta, no la cabía duda ya de que el mago que la hablaba no dejaba la más mínima posibilidad de echarse atrás en sus planes de realizar aquel viaje celestial con ella. Le miraba, incrédula e incapaz de articular palabra.

—Su alteza, ni se va a enterar del viaje, será como un abrir y cerrar de ojos, se lo aseguro —sentenció el mago, volviéndose a quedar callado, pero siempre sonriente y afable.

—No lo entiendo. No lo puedo entender. ¿Y mis padres? Es imposible que permitan semejante locura —dijo Amarzad, como zanjando el asunto, sin estar segura del todo de que lo zanjaba.

     —Ellos no sabrán nada, no se van a enterar. Nadie en el mundo se va a          

enterar de vuestra ausencia ni a percatarse de ella. Nuevamente la niña se

sentía enormemente confusa y no dejaba de mascullar:

       —Pero ¡¿qué decís?! ¿Cómo que no se va a enterar nadie de mi     

     ausencia  en  un viaje tan largo?

           —Solo nos ausentaremos un día, princesa, nada más —siguió  

      explicándole el gran mago—. Toda la gente de este reino y de todos los  

     reinos de su alrededor se quedarán dormidos desde el instante de iniciar    

     nuestro viaje hasta nuestro regreso, y cuando se despierten ni se darán  

     cuenta de que habían dormido a lo largo de un día y de una noche, 

     ininterrumpidamente. Así, nadie se percatará de su ausencia, alteza —

     concluyó el mago Flor, hablando siempre con tono cariñoso, muy 

     consciente en todo momento de lo impactante que era cada palabra de 

     aquella conversación para la niña.


    A Amarzad todo aquello le parecía tan absurdo, sin embargo, el mago Flor   

 empezaba a inspirarle mucha confianza, a la vez que la embargaba un deseo 

irresistible de probar si lo que decía era verdad, y si era así, quería 

conocerlo, 

descubrir algo tan increíble e inimaginable como lo que le estaba contando 

su nuevo y muy insólito amigo. Tampoco dejaba de pensar en sus padres, en 

el reino de Qanunistán y en los peligros que lo acechaban, así como en lo 

beneficiados que resultarían, de ser cierta la aventura que les deparó el 

destino, por la inmensa suerte que les había tocado. La verdad es que la 

pequeña princesa llevaba días meditando y algo angustiada debido al estado 

de desasosiego y profunda preocupación que padecían sus padres a causa de 

las últimas noticias llegadas recientemente sobre la formación de una alianza 

de tres grandes reinos fronterizos con su país para invadirlo. En aquellos 

momentos, escuchando atentamente lo que le decía el mago, la acarició la 

imagen de convertirse ella en la salvadora de Qanunistán.

Continuará... 

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