AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
9
13 abril 2022
… Al visir le urgía regresar cuanto antes a
Qanunistán con algún resultado tangible en la mano acerca de sus conversaciones
con Qadir Khan, para así ayudar al sultán Nuriddin a tomar sus decisiones
frente a esa crisis tan grave a la que se enfrentaba su país.
Dos hijos varones del rey Qadir Khan, Khorshid y
Qandar, y el hijo de Parvaz Pachá, pasaron juntos el resto del día. Los
príncipes le enseñaron la ciudad de Zulmabad y sus alrededores a su huésped,
tal como les había pedido el rey. La principal visita concertada fue a un gran
campamento militar donde miles de soldados se entrenaban de cara a la inminente
guerra.
Mientras, el tirano rey pasó
el resto de la mañana paseando por los jardines de su palacio con Parvaz Pachá,
hablando con él de todo, excepto de la guerra, del rey Nuriddin o de
Qanunistán. Parvaz apenas podía articular palabra ante la verborrea del
monarca, que parecía continuamente exaltado, no importaba el tema del que se
trataba, pues iba saltando de la gloriosa historia de sus antepasados a la astronomía
y a lo grandioso de los astrónomos y de los sabios que estaban a sus órdenes y
de allí a la inmensidad y belleza de sus palacios y de sus jardines, por uno de
los cuales iban paseando rodeados de guardias reales, sin la presencia de
ninguno de los soldados de Parvaz, que montaban guardia en el palacio de
huéspedes.
Ambos comieron a solas en el gran salón del palacio,
rodeados de servidumbre, retirándose después el monarca a descansar mientras
Parvaz Pachá regresaba al palacio de huéspedes escoltado por guardias reales.
Nada más llegar allí, llamó al caudillo de su tropa, Sunjoq, y le ordenó enviar
a tres jinetes a Dahab en una misión muy urgente para informar al rey Nuriddin
de que el rey Qadir Khan decidió retenerle allí a lo largo de tres días antes de
iniciar las conversaciones y que él pensaba que se trata de una maniobra para
retrasar que el monarca qanunistaní supiera a qué atenerse para tal vez
sorprenderle con un ataque de gran envergadura.
Los tres jinetes abandonaron el palacio al galope
rumbo a Dahab, mientras el rey Qadir Khan era informado al instante de los
hechos. Este, sonriendo, ordenó dejar que los jinetes de Parvaz galoparan todo
un día y que luego fueran detenidos y llevados de nuevo a Zulmabad, para
obligarles a revelar el mensaje que llevaban de Parvaz a Nuriddin,
manteniéndolos vivos y sin dejar que el embajador se enterara de su detención.
Por la
noche, el rey Qadir Khan, a solas con su esposa la reina Sirin, la pidió que le
acompañara de cacería al día siguiente, junto a todos sus hijos varones y
hembras. Ella se extrañó mucho de tal petición, pues nunca antes había
acompañado a su marido en sus cacerías.
—Nunca me has pedido que te acompañe —dijo ella
extrañada—. ¿Qué está pasando? Te veo comportarte con excesivo cariño con
nuestros huéspedes que a la vez son nuestros enemigos y que no vienen de visita
de cortesía, sino para negociar.
—Querida
esposa, ¿acaso no te has dado cuenta de las miradas de admiración entre
Gayatari y el joven Bahman durante el desayuno?
—Sí, me di
cuenta perfectamente y ya hablé con nuestra hija de este asunto aconsejándola
que se olvide de Bahman, pues pronto se enfrentará a ti en el campo de batalla.
La quise convencer de que se trataría de un amor imposible que ella ha de
descartar por completo.
El rey escuchó aquellas palabras de su esposa y a
duras penas pudo controlar sus nervios y calmar su enfado.
—¿Y qué te respondió Gayatari al respecto? —preguntó
el rey con tono sarcástico, pues la experiencia de la vida le enseñó que esta
clase de amor que él vio asomarse en los ojos de su hija y de Bahman era
imposible de arrancar con simples consejos de madre.
—Me prometió que lo pensaría —respondió la reina.
—Escucha, Sirin, querida esposa, este amor, de
existir realmente, nos interesa mucho que siga adelante e incluso que acabe en
casamiento —dijo el rey controlándose y procurando hacer todo el esfuerzo
posible para que su esposa entendiera la importancia del plan que él le iba a
explicar.
—¡¿Cómo?!
—exclamó la reina muy sorprendida. Pero no…
—Sin peros,
Sirin. Mi plan consiste en que ganemos a nuestro lado, al precio que sea, a
Parvaz y a su hijo. Ellos son muy poderosos y el rey Nuriddin no podrá librar
batalla alguna contra nosotros sin la decisiva ayuda de Parvaz, su hijo y sus
tropas. Si yo logro que Parvaz retire sus tropas, en medio de la batalla, de
las filas del rey Nuriddin y que se una a las nuestras, ganaríamos la batalla
con suma facilidad, con lo que podremos someter a Qanunistán sin gran esfuerzo.
Los ojos de la reina Sirin se volvieron como platos mientras
sus pupilas casi saltaban de su sitio de tanto asombro que le provocaban las
palabras de su esposo.
—Pero esto
es inmoral —exclamó ella sin poderse controlar.
—¿Inmoral, dices? —cuestionó el rey mientras lanzaba
una sonora carcajada—. ¿Acaso atacar a Nuriddin, arrasar y conquistar su reino
no es inmoral? —preguntó el rey con sorna—. En la guerra hay que hacer lo que
sea para preservar la vida de mis hombres y no dejar la más mínima posibilidad
de victoria a mis enemigos.
—Pero si tienes a otros dos reinos aliados contra
Qanunistán, ¿aún temes salir derrotado?
—No es eso, Sirin. El caso es que tú debes animar a
nuestra hija a enamorar a Bahman, para que su casamiento con ella sea posible.
Yo ofreceré a Parvaz ser el gobernador de Qanunistán cuando la hayamos
conquistado y le ofreceré muchas más tierras y poblados en propiedad que podría
unir a los que tiene ahora.
—Lo tienes todo previsto —dijo la reina muy seria
tras haber captado bien la idea de su marido.
—Pues sí querida. Parvaz y su hijo serán los amos
indiscutibles de Qanunistán convertido en parte inseparable de nuestro reino,
ya que seremos familia, ellos y nosotros.
—¿Y si Parvaz se niega a seguirte el juego?
—inquirió ella—. Pues tú sabes muy bien que fue fiel servidor del sultán
Nuriddin, y antes lo fue también de su padre el sultán Namir, a lo largo de
muchos años.
—Dudo que rechace mi oferta, pues él y yo nos caemos
bien y ni siquiera la enemistad que existe desde hace muchos años entre su
monarca y yo pudo afectar a esta relación de mutua simpatía y la amistad que
nos une.
—Sabes de sobra, querido, que esta relación de
amistad de la que hablas existe porque Nuriddin quiere que exista, porque le
conviene. Así que yo no estaría tan segura de que Parvaz quiera entrar en este
juego tuyo.
—Pues te equivocas, querida, y mañana lo vas a ver.
Tú haz lo que te dije y déjame el resto a mí. Mientras, mantén en secreto esta
conversación y no mientes este asunto ante nadie, ni siquiera a nuestros hijos.
Al día siguiente,
poco después del amanecer de un día veraniego y despejado, salieron todos de
cacería, sin que Qadir Khan mencionara en ningún momento el asunto de los tres
jinetes enviados por Parvaz Pachá a Dahab. Ambos hombres, con sus hijos
varones, se alejaron del Palacio Real hasta que llegaron a un campamento que
había sido levantado el día anterior para la cacería, donde había una lujosa pabellón
dedicada a la reina Sirin y a sus hijas, quienes llegaron al campamento más
tarde.
A solas, antes de salir de palacio, Qadir Khan tomó
entre sus brazos a su hija Gayatari y le susurró al oído que él se daba cuenta
de que el joven fuerte y bien parecido, Bahman, le gustaba, y que él como padre
no tenía objeción alguna a que se casara con él, pero que mantuviera en secreto
esas palabras que acababa de decir, animándola así a seguir interesándose por
él durante los dos días que duraría la cacería. La bella Gayatari, enormemente
satisfecha por las palabras de su padre, no salía de su asombro escuchando cómo
la animaba a enamorar a Bahman, pues ella tenía entendido que Parvaz y su hijo
eran enemigos de su padre, aunque se sentaran a comer alrededor de la misma
mesa. La princesa sintió que su padre le daba permiso porque le interesaba
relacionarse estrechamente con la familia de Parvaz Pachá, más razón si cabía
para decidirse muy en sus adentros a hacer todo lo que estuviera en sus manos
para lograr que Bahman fuera su marido, el desenlace que ella más deseaba en la
vida en aquellos momentos.
Qadir Khan, Parvaz Pachá, Bahman, Khorshid y Qandar
salieron a caballo del campamento al poco de llegar allí y siguieron cabalgando
por un camino trazado en pleno bosque, precedidos y rodeados por soldados
rujistaníes seguidos por una veintena de caballeros qanunistaníes, de la
Guardia Personal de Parvaz, encabezados por Sunjoq, quien iba a caballo justo
detrás de Bahman que, a su vez, cabalgaba al lado de los dos hijos de Qadir
Khan. Parvaz y el rey iban en primera línea junto al jefe del ejército
rujistaní, Diauddin, y el gran visir, Sayed Zada.
A Parvaz le extrañaba mucho el hecho de tener que
cabalgar durante tanto tiempo en busca de un sitio idóneo para apostarse a la
espera de presas que cazar, como le había dicho el rey. Tan inquieto empezaba a
sentirse que cruzó unas miradas muy significativas con Bahman, a quien también
se le veía cara de disgusto. Qadir Khan se percató del malestar de sus
huéspedes.
—Querido Parvaz —dijo el rey en voz alta
inclinándose hacia Parvaz que cabalgaba junto a él—, he pensado que, ya que
estamos cerca de uno de los tres campamentos principales de mis tropas, sería
conveniente que echara su excelencia un vistazo, a modo de punto de arranque de
las negociaciones que mantendremos y por cuyo motivo su excelencia y su ilustre
hijo están aquí.
Parvaz hizo un ademán de haber
comprendido y aceptado, mientras giraba la cabeza e intercambiaba miradas de
extrañeza con su hijo y con Sunjoq, quien estaba constantemente pendiente de
él.
—Sería un placer, majestad —respondió Parvaz
sonriente y más tranquilo, pues ya sabía a qué se debía toda esa cabalgata
lejos del campamento de caza.
Minutos después, los caballeros llegaron a una
atalaya, donde el terreno se extendía bajo sus pies hasta donde alcanzaba la
vista, no importa dónde dirigiesen la mirada. Parvaz y su hijo se quedaron
estupefactos, mientras el rey estiraba el cuello y se inclinaba ligeramente, a
lomos de su caballo, al lado opuesto al que estaba Parvaz, a quien miraba por
encima del hombro con una sonrisa de oreja a oreja. A Parvaz y a su hijo se les
iban cambiando las caras, hasta volverse sombrías, pues el vasto llano que se
extendía a sus pies estaba cubierto por entero de caballeros montados y de
soldados de infantería, que, seguramente, avisados previamente, estaban
esperando que su rey se asomara desde aquella atalaya. El monarca, embriagado
de orgullo y satisfacción, invitó a Bahman y a Sunjoq a que avanzasen hasta
colocarse en primera línea, paseando su vista, sin perder esa enorme sonrisa
que tenía, entre Parvaz y su hijo y el inmenso e incalculable ejército que se
extendía bajo sus pies. No decía nada, estaba disfrutando del momento: quería
que Parvaz y Bahman entendieran ellos solos el mensaje, que no era otro que el
de la desesperanza; debían descartar que pudieran enfrentarse a un ejército
así, que ante sus ojos mostraba la más alta disciplina, organización y
prestancia. Era un ejército perfectamente desplegado, en filas exactas, ya
fueran de caballería o de infantería, y todos mirando hacia el rey Qadir Khan.
Además, coreaban cánticos patrióticos que llenaban el espacio y llegaban hasta
la atalaya con el estruendo profundo de sus gargantas convertidas en una sola.
Parvaz sintió que se le ponía el pelo de punta escuchando aquel inmenso y
estruendoso griterío, que para él no era más que eso.
—Como le dije a su excelencia, este es uno de los
tres campamentos principales de mis ejércitos —dijo el rey en voz alta, para
que todos lo oyeran.
Parvaz, falto de palabras, se
limitó a sacudir la cabeza, en señal de haber visto, escuchado y entendido. Sin
embargo, al embajador del sultán Nuriddin, que había observado muy
detenidamente aquel inmenso ejército, no le convencía nada aquello de que se
trataba de uno de tres campamentos principales, inclinándose a pensar que en
realidad aquello era todo el ejército de Qadir Khan y desde su vasta experiencia
militar estimó su número en unos ciento cincuenta mil soldados, bien armados y
pertrechados. Sunjoq había observado toda aquella escena en silencio,
intercambiando miradas de vez en cuando con Parvaz y Bahman. En esos fugaces
contactos visuales con sus jefes él intentaba quitarle importancia a todo aquel
espectáculo militar rujistaní.
El rey ordenó el regreso al
campamento de caza. Por el camino, no dejó de hablar con Parvaz. Intentaba
indagar lo que pensaba o lo que sentía. Sin embargo, el embajador era lo
suficientemente hábil y astuto y procuraba llevar la conversación del modo
menos profundo posible, rozando a veces el humor; esta actitud preocupaba al
rey ya que parecía que a Parvaz no le había impresionado lo suficiente el
espectáculo que suponía todo aquel ejército desplegado ante sus ojos.
Continuará