AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
10
20 abril 2022
.......Ambos
hombres, con sus hijos varones, se alejaron del Palacio Real hasta que llegaron
a un campamento que había sido levantado el día anterior para la cacería, donde
había un lujoso pabellón dedicado a la reina Sirin y a sus hijas, quienes llegaron al
campamento más tarde.
A solas, antes de
salir de palacio, Qadir Khan tomó entre sus brazos a su hija Gayatari y le
susurró al oído que él se daba cuenta de que el joven fuerte y bien parecido,
Bahman, le gustaba, y que él como padre no tenía objeción alguna a que se
casara con él, pero que mantuviera en secreto esas palabras que acababa de
decir, animándola así a seguir interesándose por él durante los dos días que
duraría la cacería. La bella Gayatari, enormemente satisfecha por las palabras
de su padre, no salía de su asombro escuchando cómo la animaba a enamorar a
Bahman, pues ella tenía entendido que Parvaz y su hijo eran enemigos de su
padre, aunque se sentaran a comer alrededor de la misma mesa. La princesa
sintió que su padre le daba permiso porque le interesaba relacionarse estrechamente
con la familia de Parvaz Pachá, más razón si cabía para decidirse muy en sus
adentros a hacer todo lo que estuviera en sus manos para lograr que Bahman
fuera su marido, el desenlace que ella más deseaba en la vida en aquellos
momentos.
Qadir Khan, Parvaz
Pachá, Bahman, Khorshid y Qandar salieron a caballo del campamento al poco de
llegar allí y siguieron cabalgando por un camino trazado en pleno bosque,
precedidos y rodeados por soldados rujistaníes seguidos por una veintena de
caballeros qanunistaníes, de la Guardia Personal de Parvaz, encabezados por
Sunjoq, quien iba a caballo justo detrás de Bahman que, a su vez, cabalgaba al
lado de los dos hijos de Qadir Khan. Parvaz y el rey iban en primera línea
junto al jefe del ejército rujistaní, Diauddin, y el gran visir, Sayed Zada.
A Parvaz le extrañaba
mucho el hecho de tener que cabalgar durante tanto tiempo en busca de un sitio
idóneo para apostarse a la espera de presas que cazar, como le había dicho el
rey. Tan inquieto empezaba a sentirse que cruzó unas miradas muy significativas
con Bahman, a quien también se le veía cara de disgusto. Qadir Khan se percató
del malestar de sus huéspedes.
—Querido Parvaz —dijo
el rey en voz alta inclinándose hacia Parvaz que cabalgaba junto a él—, he
pensado que, ya que estamos cerca de uno de los tres campamentos principales de
mis tropas, sería conveniente que echara su excelencia un vistazo, a modo de
punto de arranque de las negociaciones que mantendremos y por cuyo motivo su
excelencia y su ilustre hijo están aquí.
Parvaz
hizo un ademán de haber comprendido y aceptado, mientras giraba la cabeza e
intercambiaba miradas de extrañeza con su hijo y con Sunjoq, quien estaba
constantemente pendiente de él.
—Sería un placer,
majestad —respondió Parvaz sonriente y más tranquilo, pues ya sabía a qué se
debía toda esa cabalgata lejos del campamento de caza.
Minutos después, los
caballeros llegaron a una atalaya, donde el terreno se extendía bajo sus pies
hasta donde alcanzaba la vista, no importa dónde dirigiesen la mirada. Parvaz y
su hijo se quedaron estupefactos, mientras el rey estiraba el cuello y se
inclinaba ligeramente, a lomos de su caballo, al lado opuesto al que estaba
Parvaz, a quien miraba por encima del hombro con una sonrisa de oreja a oreja.
A Parvaz y a su hijo se les iban cambiando las caras, hasta volverse sombrías,
pues el vasto llano que se extendía a sus pies estaba cubierto por entero de
caballeros montados y de soldados de infantería, que, seguramente, avisados
previamente, estaban esperando que su rey se asomara desde aquella atalaya. El
monarca, embriagado de orgullo y satisfacción, invitó a Bahman y a Sunjoq a que
avanzasen hasta colocarse en primera línea, paseando su vista, sin perder esa
enorme sonrisa que tenía, entre Parvaz y su hijo y el inmenso e incalculable
ejército que se extendía bajo sus pies. No decía nada, estaba disfrutando del
momento: quería que Parvaz y Bahman entendieran ellos solos el mensaje, que no
era otro que el de la desesperanza; debían descartar que pudieran enfrentarse a
un ejército así, que ante sus ojos mostraba la más alta disciplina,
organización y prestancia. Era un ejército perfectamente desplegado, en filas
exactas, ya fueran de caballería o de infantería, y todos mirando hacia el rey
Qadir Khan. Además, coreaban cánticos patrióticos que llenaban el espacio y
llegaban hasta la atalaya con el estruendo profundo de sus gargantas
convertidas en una sola. Parvaz sintió que se le ponía el pelo de punta
escuchando aquel inmenso y estruendoso griterío, que para él no era más que
eso.
—Como le dije a su
excelencia, este es uno de los tres campamentos principales de mis ejércitos
—dijo el rey en voz alta, para que todos lo oyeran.
Parvaz,
falto de palabras, se limitó a sacudir la cabeza, en señal de haber visto,
escuchado y entendido. Sin embargo, al embajador del sultán Nuriddin, que había
observado muy detenidamente aquel inmenso ejército, no le convencía nada
aquello de que se trataba de uno de tres campamentos principales, inclinándose
a pensar que en realidad aquello era todo el ejército de Qadir Khan y desde su
vasta experiencia militar estimó su número en unos ciento cincuenta mil
soldados, bien armados y pertrechados. Sunjoq había observado toda aquella
escena en silencio, intercambiando miradas de vez en cuando con Parvaz y Bahman.
En esos fugaces contactos visuales con sus jefes él intentaba quitarle
importancia a todo aquel espectáculo militar rujistaní.
El
rey ordenó el regreso al campamento de caza. Por el camino, no dejó de hablar
con Parvaz. Intentaba indagar lo que pensaba o lo que sentía. Sin embargo, el
embajador era lo suficientemente hábil y astuto y procuraba llevar la
conversación del modo menos profundo posible, rozando a veces el humor; esta
actitud preocupaba al rey ya que parecía que a Parvaz no le había impresionado
lo suficiente el espectáculo que suponía todo aquel ejército desplegado ante
sus ojos.
El
camino de regreso al campamento de caza transcurrió en medio de la incontenible
verborrea y fanfarronería del monarca, que Parvaz soportaba como podía, fingiendo
participar en la conversación esporádicamente. El embajador percibió de todo
aquel discurso torrencial del monarca la insistencia de este en hacerle
comprender que era tan poderoso que no había manera de que Qanunistán pudiera
enfrentarse a él. La llegada al campamento se produjo ya a la puesta del sol,
por lo que el rey ordenó poner la cena, en la que participaron, a la luz de
muchas antorchas y candiles, todos los invitados de Qadir Khan, la mayoría
miembros de la familia real y otros nobles. Acabada la cena, el monarca declaró
inaugurada una gran fiesta en honor de Parvaz Pachá y su hijo Bahman, quienes
agradecieron de viva voz aquella gentileza. Así, la primera mitad de la noche
transcurrió muy amena y alegre, con la participación de danzarines, músicos y
cantantes de ambos sexos, a la luz de una preciosa luna llena y un cielo
cuajado de estrellas. En Bahman ardía el deseo, a lo largo de la cena y luego
en la fiesta, de encontrarse con Gayatari, a la que no veía entre los
asistentes, sin embargo, él no podía levantarse de su sitio para buscarla a
escondidas, dado que estaba sentado con su padre a su izquierda, que, a su vez,
se hallaba situado junto al monarca. No tenía escapatoria.
A la mañana siguiente,
después del desayuno, el rey invitó a Parvaz a charlar con él a solas antes de
que se dedicaran de lleno a la caza. Ambos tomaron asiento a la sombra de un
gigantesco árbol en un amplio claro del bosque, uno enfrente del otro, mediando
entre ellos una distancia de casi dos metros, medio tumbados sobre mullidas y
lujosas colchonetas, apoyados sobre preciosos cojines adornados con hilos de
seda y motivos de caza, rodeados a distancia por la Guardia Real, y más allá,
por la guardia de Parvaz, que se mantenía vigilante.
El
rey, en silencio, dirigía una mirada fría, quieta y casi inquisitiva a Parvaz,
dibujando sobre sus labios esa sonrisa que casi nunca los abandonaba. Parvaz
miraba al rey, a su vez, esperando a que hablase…, que dijera algo. Ante la
prolongada mirada del rey, en silencio, el visir embajador empezó a
inquietarse, pues intuía que la conversación iba a ser tensa y que las
negociaciones iban a empezar de súbito en ese momento y no después del tercer
día de su llegada a Zulmabad, como le había anunciado Qadir Khan.
Bahman, aprovechando
que su padre estaba ocupado con el rey y que este último quería hablar con él a
solas, se alejó del lugar al divisar de lejos a Gayatari, caminando entre los
árboles con una de sus sirvientas. Vio que ella le estaba mirando a él, a pesar
de la distancia que los separaba. A lomos de su caballo y sin amilanarse un
ápice, se fue acercando, sintiendo que esa era su ocasión irrepetible, para
hablar con ella a solas, ya que todo el mundo allí estaba pendiente del rey y
del visir.
Gayatari,
al percatarse de la presencia de Bahman, ordenó a su sirvienta alejarse del
lugar, pero permaneciendo a la vista. Bahman la saludó muy gentilmente y se
apeó de su caballo mientras ella le recibía con una esplendorosa sonrisa y un
rostro que irradiaba felicidad y satisfacción. Ambos quedaron en silencio, el
uno frente al otro, mirándose sin saber qué decir. El joven caballero tenía la
ocasión por primera vez de contemplar a sus anchas la extraordinaria belleza y
la esbelta figura de su amada, cosa que no pudo hacer durante el desayuno familiar
que les brindó la ocasión de conocerse y enamorarse.
Ambos jóvenes miraron
casi a la vez a la sirvienta que, de lejos, los estaba observando y, de mutuo
acuerdo, sin intercambiar palabra alguna, se movieron juntos unos pasos hasta
ocultarse detrás de unos arbustos, donde la sirvienta no podía divisarlos.
Bahman, un joven
fuerte, de buen porte, valiente, astuto y muy ambicioso, tomó las manos de
Gayatari entre las suyas, mientras esta mantenía su mirada colgada de los ojos
de su amado, que la superaba en estatura.
—No puedo creer que
estemos a solas —acertó a decir Bahman, tras el largo silencio.
—Es verdad —balbució
ella, bajando la vista.
—No tenemos tiempo
—dijo él levantándola suavemente la cara con la punta de sus dedos para que le
siguiera mirando.
—¿Tiempo para qué? —preguntó ella, frunciendo el
ceño.
—¡Qué bonita eres...!
Eres preciosa. —Ella permaneció en silencio, sonrojándose—. Yo no estoy casado
—dijo él tras coger de nuevo sus manos y sin que ella se resistiera o las
retirara.
—Yo tampoco, ni estoy
comprometida —respondió Gayatari sonriendo mientras agachaba la cabeza.
—¿Aceptaría el rey
casarnos? —preguntó él dando por descontado que ella sí lo aceptaría.
—Antes deberías
hacerme a mí esta pregunta —dijo ella levantando la cabeza de nuevo y clavándolo
una dulce mirada que le hizo temblar al joven.
—Pensaba que tú y yo
ya nos lo habíamos dicho todo durante el desayuno, y que ambos estábamos de
acuerdo, y ahora tus manos y las mías acaban de confirmarlo. ¿Me equivoco?
—preguntó él, mientras ella apretaba su mano y le miraba tiernamente.
—No. No te equivocas en absoluto. Debería hablar con
su majestad, mi padre.
—Esta noche hablaré
con él, aunque en las circunstancias presentes me temo que no sea este el
momento más adecuado. Pero quién sabe, igual puede que el amor que nos une
traiga la paz definitiva entre nuestros dos países.
—Ojalá así sea.
Háblale —dijo ella retirando sus manos de entre las suyas como dando por
finalizada la conversación, pero sin apartar sus ojos de los suyos.
—Te lo prometo. Pediré
a mi padre que hable con su majestad.
—Bueno,
me tengo que marchar, antes de que se percaten de mi ausencia —dijo ella
empezando a retirarse de detrás de los arbustos, divisando a lo lejos a su
sirvienta, que seguía esperándola.
—Me casaré contigo,
aunque me cueste la vida —dijo Bahman cuando ella se alejaba del lugar sin
dejar de mirar atrás para no perder el contacto visual con él, llevándose
consigo tanto el corazón como la razón de Bahman.
Bahman se quedó
absorto, sintiéndose inmensamente feliz y muy infeliz a la vez. Feliz por
saberse amado por Gayatari y por la promesa que se acababan de hacer
mutuamente, e infeliz porque sentía que se trataba de un amor imposible, pues
él y el rey Qadir Khan eran prácticamente enemigos, y pronto se enfrentarían en
el campo de batalla. Poco a poco, y mientras volvía a montar a su caballo,
Bahman pasó a sentir como si una enorme losa le aplastara el pecho, y con este
sentimiento se encaminó a paso lento a donde había dejado a su padre
conversando con el rey, pero sin poder acceder a ellos, por orden real.
El rey Qadir Khan, durante
todo el tiempo que transcurrió desde que Bahman se alejó en busca de su amada,
se afanaba en relatar a los oídos de Parvaz Pachá, con todo lujo de detalle,
las dimensiones del poder militar de su propio ejército y de los ejércitos de
sus dos reinos aliados, Sindistán y Nimristán. El visir de Qanunistán escuchaba
atentamente, pero sin gustarle ni un pelo todo aquel monólogo al que le estaba
sometiendo el monarca de Rujistán, que prácticamente era una repetición del
contenido de la larga verborrea que el rey había soltado el día anterior.
«¡¿Por qué me está
contando todo esto de nuevo?! ¡¿Cómo puede este hombre revelarme todos esos
secretos militares de su propio ejército?!», se extrañaba Parvaz una y otra
vez. «¡¿Me estará engañando, dándome informaciones falsas, o es que tiene
decidido matarme?!».
La preocupación de
Parvaz iba intensificándose. Qadir Khan no dejaba de clavarle la mirada
mientras hablaba y hablaba. Los sirvientes se acercaban de vez en cuando para
ofrecerles distintas bebidas frescas, frutas y frutos secos. Parvaz apenas
probaba nada, aunque el rey le insistía de vez en cuando, muy amable y atento,
en que comiera esto o bebiera aquello.
Continuará