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Relatos de Saiid Alami 2

DOS NOCHES CON MALIKA

Un relato de Saïd Alami


 DOS NOCHES CON MALIKA

Saïd Alami

(Traducido del árabe por el autor)

    Ni la atronadora voz del abogado, ni el murmullo de los presentes, ni el mazo del juez abatiéndose sobre la mesa, eran suficientes como para sacarle de su ensimismamiento. Ni siquiera estaba consciente de los cuatro ojos que no dejaban de fijarse en él, empapados de lágrimas, de tanto pánico que sentían por el futuro de su único hijo. Estaba totalmente absorto, centrado en repasar de nuevo los acontecimientos, máxime cuando todo lo que pasaba delante de él en la sala del juzgado le recordaba los detalles de lo que le había acontecido aquella noche. ¡Cuántas veces su imaginación había hecho desfilar ante sus ojos lo acontecido aquella noche sin poder creerse que era él quien estaba viviendo aquella pesadilla. Y aquí está de nuevo, perdido en un laberinto de humillación, tanteando en su oscuridad cualquier atisbo de luz, a la vista de sus padres, sus conocidos y algunos curiosos y aficionados a los juicios.   

    Nabil se fue sumergiendo en las profundidades de sus pensamientos,  que nuevamente le arrastraron hacia los hechos acaecidos aquella maldita noche. Aquí está viéndose a sí mismo, por enésima vez, dentro de la sala de espectáculos “Jay Alay”, en la calle José Antonio, en el corazón de la ciudad de Madrid. ¡Cuántas veces había pasado delante de aquél local nocturno, deseando ardientemente atravesar su puerta de madera, iluminada de lucecillas de colores, y adornada a ambos lados con vitrinas repletas de fotografías de bellas mujeres casi desnudas, enseñando sus habitualmente ocultos encantos en posiciones provocativas que tanto habían asaltado su imaginación y cosquilleado sus sentidos en sus años de mocedad y adolescencia, en los que había sufrido de una represión sexual dolorosa y amarga. Sin embargo, se negaba siempre, cada vez que paraba ante aquella puerta anhelando atravesarla, a ser débil hasta tal grado, socorriéndole cada vez los dichos y consejos que tantas veces había escuchado de su padre y de su madre, antes de que hiciera la maleta, aún siendo jovencito, preparando su viaje a esta ciudad para continuar sus estudios.    

    Aún no sabe como terminó cruzando aquella puerta, que hasta entonces le parecía mágica, materializando todo lo desconocido y deseado, ubicado detrás de sus dos grandes hojas. Parecía como si sus piernas le llevaron forzosamente a atravesar aquel umbral… a pesar suyo y de su voluntad que él había creído hasta aquel momento que controlaba enteramente.

   Al entrar en el local, le fascinaron las luces centelleantes y la música estridente, deleitándole la escena que tantas veces había visto en la oscuridad de las salas de cines, en Amman, antes de viajar a Europa. Hombres y mujeres bailando al ritmo de una pequeña orquesta. Tomó asiento en una mesa apartada, asombrado de lo que veía de cerca, de mujeres de tiernos cuerpos, asomándose de sus ojos, y de las aperturas de sus vestidos. todo lo prohibido y suave.  

    Un camarero se acercó a él y le habló con sumo respeto, ante lo cual el chico estiró el cuerpo en su asiento, erguió la cabeza, y le contestó con un tono con el que quiso hacerle creer que superaba con creces las veinte primaveras que tenía en realidad. Sin embargo, se encontró balbuciendo al no haber pensado aún en la bebida que iba a pedir ni le había pasado por la cabeza tal cuestión antes de entrar en el local. Después de vacilar por unos momentos decidió ir lejos en liberarse de sus ataduras, pidiendo una cerveza, pero pronto se arrepintió cuando no vio a su alrededor una sola mesa con cerveza encima, sino que estaban abarrotadas de copas y botellas llenas de bebidas a las que no había conocido en su país, donde había vivido hasta los dieciocho años, y de las que nunca se había acercado en su expatriación en Madrid; por lo que estaba seguro de que el camarero no había tragado su argucia, y que seguramente había percibido que se trataba simplemente de un chico ingenuo, que no había pisado salas de espectáculo antes, ni conocía los “modales” que se gastan en estas.

     Pronto desechó estos pensamientos que giraban sobre una cuestión que realmente no le preocupaba lo más mínimo. El ambiente del local impregnados de enigmáticos olores…sus clientes, todos hombres en busca de algo que les faltaba sin que sepan su exactamente lo que era…sus mujeres, especializadas en una clase de femineidad lujuriosa que anula la voluntad de los hombres… sus luces, que revestía todo esto con un envoltorio dorado y brillante…su música, que se apartaba a solas con la mente del oyente, aislándolo de la realidad… Todo esto había cautivado por entero la mente  y los sentidos del chico, Nabil. Eso sin mencionar las hermosas artistas de esa sala de espectáculos que se turnaban sobre el escenario, exhibiendo sus encantadores cuerpos, una vez con el pretexto de cantar flamenco, y otra vez, y más veces, con otros pretextos que no eran flamenco, además de otras veces sin recurrir a ningún pretexto, siempre al ritmo de una música sugestiva y debajo de unas luces de multicolores que añadían llamaradas a sus encantos femeninos.

   Aún ahora siente aquel escalofrío que recorrió su cuerpo cuando una mano tierna palpó su cuello. Entonces miró hacia arriba a su izquierda encontrándose enfrente de una bella mujer de blanco cutis, de grandes ojos y negro cabello que caía sobre sus hombros, rondando los treinta y cinco años. La mujer le estaba mirando con mimo, con una amplia sonrisa de bienvenida, antes de inclinarse hasta rozar su oreja con sus carnosos labios.

-       Hola, muy bienvenido –susurró ella en su oído, en un árabe perfecto–. ¿Quieres que me siente contigo? –le preguntó–.

  Ella le sorprendió, pero fue una sorpresa que le gustó, y de qué manera, hasta hacerle balbucear por segunda vez aquella noche cuando se apresuró a darla la bienvenida a su vez. ¡Y cómo iba a él a rechazar que se sentara con él, siendo el árabe gallardo que es! Y en el instante antes de sentarse ella en una sella que puso pegada a la suya, tuvo él la ocasión de observar su esbelta figura y su cuerpo enfundado dentro de un vestido que enseñaba más de lo que ocultaba, e insinuaba más de lo que callaba. El chico se removió en su asiento bastante confundido, sin saber qué hacer con su vista, ni hacia dónde dirigirla, mientras que toda la gravedad terráquea le atraía hacia los ojos y el cuerpo de aquella mujer. Sintió una desbordante felicidad, pero pronto percibió en ella el olor de un indefinido miedo.

    Ambos quedaron en silencio por un minuto, en medio del estruendo de la música, las resonantes risas femeninas, y el ir y venir de los camareros entre las meses sirviendo a los clientes. Mientras, ella no quitaba los ojos de él, hasta que su mirada se posó sobre los ojos de ella después de haberla paseado por todo el local, lejos de ella, encontrándola sonriente, mirándole con una ternura que centelleaba en sus ojos de color miel.

-       ¿No te gusta mi belleza árabe? – le preguntó con su cálida voz– ¿Tal vez prefieres a una chica española?

    La pregunta le extrañó a la vez que le sacaba de su aturdimiento. Y de nuevo percibió el olor del miedo.

-       ¿Cómo dices esto? Tu belleza es extraordinaria y tú lo sabes.

    La sonrisa de ella volvió más amplia aún.

-       ¿Entonces por qué evitas mirarme? –le dijo mientras tomaba sus manos entre las suyas, abordándole como si les uniera una relación de muchos años–. Sé franco conmigo –continuó-, pues yo sé que a los hombres árabes os apasionan las españolas, y seguro que no has venido aquí en busca de una mujer árabe.

   Él, con un descaro que no sabía de done le venía, fijó la vista por unos momentos en sus hermosas piernas, que su estrecho vestido las había dejado al descubierto, sintiendo el impulso de abrazarla al instante, pero en lugar de esto la sonrió, intentando así ocultar lo que debatía en su pecho.

-       ¿Quién te ha dicho que evito mirarte? –la preguntó intentando revestir sus palabras con un tono de gravedad-. Además –continuó-, yo no he venido aquí en busca de una mujer. Lo que ocurre, simplemente, es que estoy notando que decenas de miradas están puestas en nosotros desde que te sentaste conmigo, lo que resulta algo embarazoso. ¿No te parece?

    Él se da cuenta ahora de la clave de todo lo que ocurrió a partir de entonces, pues aquellas escogidas palabras suyas no eran más que expresiones huecas que hacían muy fácil reconocer al carácter ingenuo de sus dueño, que representa la presa que buscaba aquella mujer profesional que había conocido antes que él a decenas de otros ingenuos como él. Así, aún recuerda como resonó alta su risa al escuchar sus últimas palabras, antes de decirle, con una desbordante ternura que él imaginó, metido como estaba en el vórtice de su estupidez, que era un cariño auténtico:

-       Ya sabes cómo son los españoles, todos vigilan a todos, y cada uno de ellos se autoerige como lugarteniente de su caudillo, Franco, quien les tiene acostumbrados a espiarse los unos a los otros. Por todos modos no te preocupes. No me cabe duda de que es la primera vez que vienes a este local. La gente aquí es mucho más curiosa que el resto de los españoles. Ven conmigo a donde no nos vea nadie.

   Ella se levantó sin soltar su mano, mientras él vaciló un poco, pero, sin poder resistir su sonrisa y el tono imperioso con el que le hablaba, se levantó en seguida y la siguió caminando entre las mesas, desde donde los hombres giraban la cabeza lanzando lujuriosas miradas a aquella magnífica hembra que pasaba entre ellos tan ligera como una brisa y tan ágil como una tigresa. Un fuerte sentimiento de vergüenza se apoderó de él mientras andaba detrás de ella hacia no sabía dónde, imaginando todas aquellas miradas posándose sobre él como moscas que se posan sobre una porquería, deseando que le tragara la tierra de lo extremadamente confuso que se sentía. Sin embargo, su vista perdida se clavó, involuntariamente, en el trasero de su amiga que caminaba delante de él, observando cómo se meneaban sus caderas que parecían a punto de soltarse de su ropa, asaltándole una sensación de éxtasis que le hizo recuperar el control de sus nervios, volviéndose su vergüenza engreimiento, mientras se estaba convenciendo de que aquellas miradas dirigidas a él no eran más que miradas de envidia que ardía en los corazones de aquellos hombres al ver que él había obtenido el premio de la mujer más hermosa de entre las bellas de aquél local. Sin embargo, también recuerda muy bien que en el auge de aquella sensación de éxtasis sintió tal miedo que casi hizo castañearle los dientes, sin llegar a saber de donde procedía aquel sentimiento.

   El joven se mordió con fuerza su labio inferior hasta casi hacer que sangrara. ¡Qué estúpido había sido! ¡En verdad creía que una mujer como aquella iba a ser suya! ¿Y, por qué? ¿Acaso es él un hombre de extraordinaria atracción hasta el punto de hacer que una mujer como ella perdiera la cabeza por él, ella qué había conocido a decenas de hombres, y no a insignificantes chiquillos cómo él, que aún no han pasado de sus veinte años de edad? El remordimiento se agolpaba en su pecho cada vez que volvía a repasar aquellas imágenes, hasta llegar a sentir un tremendo nudo en la garganta a punto de explotar. Continuó sumido en sus pensamientos, ajeno a lo que pasaba a su alrededor de enconadas discusiones entre los representantes de la justicia, fijando su vista de vez en cuando en unos ojos debilitados que apenas apartaban su mirada de él. Mientras, se sentía tan avergonzado que evitaba mirar a sus padres.

     Recordó como habían terminado, él y su bella árabe, en un rincón apartado, en un extremo de la sala, iluminado tan tenuemente que al principio pensó que estaba sumido en una cerrada oscuridad. Ella le indicó que se sentara en una mesa separada del resto de la sala por una celosía cuyas aberturas en formas geométricas permitían observar lo que ocurría en la sala y sobre el pequeño escenario, sin que nadie del resto del local pudiera ver lo que ocurría detrás de la celosía. El joven, con el corazón tan acelerado que parecía a punto de escapársele del pecho, se dio cuenta que había no lejos de él otras mesas ocultas, todas sumidas en una negrura retocada con aquella luz tenue.

    Esta vez no se habían sentado en sendas sillas, sino en un mullido sofá que más parecía a una cama que a un asiento. El chico sintió el relajo y el calor correr por sus venas, imaginando por un momento que controlaba totalmente la situación, y que tenía a aquella sala de espectáculos en su puño, y que esa clase de locales, sobre la que tantas veces le habían advertido sus padres, no tenían secretos para él, él que no llevaba más de media hora en el primer local de esta clase que pisaba en su vida. 

-       ¿Cómo te llamas? –le preguntó con mimo, en voz baja, mientras le rodeaba con sus brazos–.

-       Nabil. ¿Y tú?

-       Malika.

Se quedaron en silencio por un momento, intercambiando una mirada de muchas dimensiones.

-       ¡Qué contenta estoy de conocer a un joven árabe tan atractivo como tú!, aquí no veo más que a españoles y ya estoy harta de ellos, pues no hay en el mundo como el hombre árabe. ¿Sabes? Aquí he conocido a hombres de todas las partes del mundo, ya que aquí hay muchos turistas, pero tú eres el primer árabe que veo aquí, y estaría orgullosa de presentarte a mis compañeras para que vieran el atractivo del hombre árabe y su virilidad.

   Dijo esta última palabra guiñándole un ojo para que entienda lo que quiso insinuar.

    Ella hablaba apasionada e impetuosamente, mientras clavaba sus ojos en los  de él y sus labios carnosos casi rozaban los de él, hasta el punto de que él percibía su cálido aliento en su cara mezclado con su perfume parisino, lo que le llevaba a tal grado de éxtasis que sentía la tierra moverse debajo de él. Ella, con su manera de arroparle con su conversación espontánea y su franqueza, pudo eliminar todos los temores de él, haciendo que el chico sienta como si la conociera de hacía mucho tiempo, atrayéndole aún más hacia ella toda aquella añoranza que sentía hacia su país y las mujeres de su país. 

     Ella era la primera mujer árabe que había conocido desde que abandonó su país, dos años antes, y en cuestión de media hora, y aunque ella es de un país que dista miles de kilómetros del suyo, se había convertido en una persona mucho más cercana a su corazón que cualquier otra persona que hubiera conocido en aquel largo período. Así, ardían en su interior diferentes hogueras, llevándole todas a fundirse en su refinada personalidad y en la profundidad de sus ojos. Sintió, siendo ella alrededor de quince años mayor que él, como si fuera su madre a la que tan intensamente echaba de menos. A la vez sentía que ella era su amada árabe por la que gemía en su cama todas las noches, afligido por estar separado de ella, a pesar de que nunca le había dado cariño alguno. Sintió también que ella era una de las mujeres de su gran familia, pues tenía el mismo timbre de voz, el mismo bamboleo de sus orientales cejas, los mismos gestos de las manos, el mismo color de sus cabellos, el mismo brillo en los ojos y la misma manera de hablar sin rebuscamiento.

    En plena palabrería suya, a la que él no prestaba toda su atención, sintió el impulso de echar la cabeza sobre su pecho, sin saber si era para descansar de la marcha de dos años en el desierto de la expatriación, o si era para sorber de sus turgentes pechos la miel que tanto había deseado desde sus años mozos, mezclado con el calor del amor y la ternura.

    Le sacó de sus pensamientos el estallido de una botella de champán que abría un camarero quien inmediatamente llenó sendas copas antes de desaparecer dejando la botella sobre la mesa dentro de un recipiente con hielo. El chico no entendía nada. Él no había vuelto a pedir ninguna bebida.

-       ¿La has pedido tú? –preguntó con suma amabilidad–.

-       Naturalmente, mi amor.

   La expresión, mi amor, le cayó como bálsamo sobre una herida sangrante, lo que hizo que tomara la copa de su mano, dejarla sobre la mesa, en medio de una irresistible fuerza que le empujaba hacia ella y que le hizo tomarla con fuerza entre sus brazos. Ella, percibiendo al parecer lo que se debatía de sensaciones en su corazón, le correspondió, abrazándole y estrechándole con cariño, reinando entre ambos un profundo silencio. Nabil hubiera querido permanecer en aquella posición el resto de su vida, mientras que ella no mostraba ningún deseo de escurrirse de entre sus brazos, sino todo lo contrario, dócilmente echó su cabeza sobre el pecho del chico, durante largos minutos, en los que él había alcanzado el apogeo de su felicidad, y cuando se hubieron enderezado sus ojos estaban clavados los unos en los otros, como si ambos hubieran hallado en aquel instante lo que llevaban buscando largo tiempo.

-       Creía que las españolas son las mujeres más bellas del mundo entero, pero tú me has hecho recordar esta noche que su belleza no es más que un arroyo nacido del río de tu belleza árabe.

        Al escucharlo, pareció que la habían gustado sus palabras, pasó su mano tiernamente sobre la cabeza de él, y con las yemas de sus dedos le acarició la cara delicadamente.

-       ¡Vaya, que poeta eres! –le dijo, con un brillo en los ojos que le hechizó-. Nadie me había dicho un piropo tan delicado ni tan bello. Te aseguro que pensé que no iba nunca a encontrar a un hombre como Dios manda hasta que te conocí esta noche.

    ¡Qué estúpido es! ¡Cómo pudo creer que de verdad había encontrado a su hombre en su imbécil persona cuando no había dicho más que unas pocas palabras. ¡Cómo entonces pudo reconocer en él al hombre que buscaba! Con el puño de una mano golpeó la palma de la otra, mordiéndose los labios, mientras la voz del abogado defensor hacía vibrar la sala del juzgado, al tiempo que se daba cuenta de que los dos ojos debilitados no se desviaban de él, encontrándose por un instante su mirada con la suya, leyendo en ellos una dolorosa interrogación que para él era un enigma. Se apresuró a huir de aquellos ojos, inclinándose hacia delante, agarrando su cabeza con sus manos esposadas. Y mientras su mirada errática se clavaba en el suelo, entre sus pies, volvió a aquella noche de su vida. Esta vez sintió que quería que la memoria le otorgara el recuerdo de aquel éxtasis que le había poseído en el microscópico mundo de sala de espectáculos, entre los brazos de una hermosa mujer en la que se habían hecho corpóreos todos sus anhelos acerca de la mujer, llevándole ella sobre las palmas de sus manos a un mundo impregnado de amor, ternura, entrega y paz interior, hasta hacerle creer que su expatriación había terminado para siempre, y que había regresado a los brazos de su país y su gente, recuperando de nuevo su entidad, sus raíces y su valía.

     Dos lágrimas escaparon de sus ojos y cayeron al suelo entre sus pies mientras recordaba como la preguntó, estando ambos sumidos en el súbito pasmo de un ardoroso amor, y cuando su mente empezaba a rechazar que aquella fascinante mujer que se había apoderado de su mente y de su corazón, a la vez, fuera como el resto de las mujeres que trabajaban en aquel local:

-       ¿Hace mucho tiempo que trabajas aquí?

   La pregunta que realmente quería hacerla era: ¿Trabajas en este local? Pero apenas pudo controlarse antes de pronunciarla, al darse cuenta, en el último instante, de cuan ingenua iba a ser aquella pregunta. La respuesta de ella le vino con su voz cálida y su timbre firme, sin un atisbo de vacilación o indecisión, mientras una de sus manos jugueteaban con un flequillo de pelo que le caía a él sobre la frente y la otra dormía entre sus manos, a la vez que el camarero les abría la segunda botella de champán, o tal vez era la tercera.

-       Trabajo aquí desde hace dos años, y anteriormente trabajé en París, Lyon, y Bruselas.

-       ¿En salas de espectáculos como esta? –volvió a preguntarla anhelando que la respuesta sea negativa–.

-       Claro.

    Su respuesta le resultó muy frustrante. Tragó saliva y quedó cabizbajo, sin saber que decir.

   Ella, con su mano izquierda le levantó la cabeza hasta que sus ojos se encontraron de nuevo.

-       Soy una de decenas de miles de marroquíes que tuvieron que abandonar su país en busca de un trabajo en el extranjero –continuó ella sin dejar de juguetear con los mechones de cabello del chico, como percibiendo lo que le rondaba por la cabeza–.

   Ella dejó de hablar, escrutando su semblante al tiempo que tragaba lo que había quedado de champan en su copa.

-       Como sabes, Marruecos exporta mano de obra a Francia y otros países europeos –volvió a decir al ver que él no hacía ningún comentario–.

-       Sin embargo, no conocí a marroquíes en Madrid salvo una reducida minoría de pequeños comerciantes y algunos estudiantes universitarios –respondió él, que desconocía, al igual de los árabes de oriente, casi todo sobre Marruecos-. Vosotros soléis emigrar a Francia y a las potencias industriales de Europa, pero no a España, que exporta mano de obra al igual que vosotros.

   Con esas palabras quiso exhibir ante ella algo de su cultura que él consideraba buena, máxime habiendo empezado a conocer algo sobre Marruecos gracias a su estancia en España. Y nuevamente detectó que ella había escuchado sus palabras con agrado, pues demostraban su interés por lo que ella había dicho, pues parecía que cuando ella se quedó callada quería saber hasta qué punto seguía él sus palabras. Ella seguía acariciando con sus dedos su cabello y su frente, lo que le animó a tomarla nuevamente entre sus brazos, rindiéndose ella a su abrazo, estrechándose ambos y besándose. Él estaba deseoso de conocer de su boca la historia de su vida, mientras una sensación persistente en su corazón le decía que ella no era una más de las chicas del local, a las que despreciaba y temía sus artimañas sobre las que tanto había escuchado y leído sobre ellas. 

   Y cuando ella estuvo a punto de seguir contando la historia de su vida se dio cuenta de que él no estaba compartiendo la bebida con ella.

-       ¿Qué te pasa? –le preguntó con mimo– ¿Por qué no sigues bebiendo?

-       He bebido un poco por ti –respondió balbuciendo un poco–. No había bebido esto en mi vida, no olvides que soy estudiante–.

-       ¡Estudiante! –exclamó ella, como si hubiera sorprendido por su respuesta–. ¿Qué estudias?

-       Medicina, como todos los estudiantes árabes que hay en España.

Ella se quedó absorta por unos momentos, acariciando sus manos con las suyas, después le apretó más con su cuerpo cubriéndole de caricia de sus labios, anulando su voluntad, mientras le susurraba al oído:

-       Déjate de todas tus preocupaciones, estudiante mío, pues aquí nos hemos encontrado,  Al-Mashreq y Al-Magreb (1).

Nabil se deshacía del todo entre los brazos de ella, sino embargo, pudo reunir lo que le quedaba de valentía y la susurró al oído:

-       ¿Y luego qué, Malika, mi amor? Yo no quiero alejarme de ti ni por un solo instante.

-       No seas así de impaciente, ¿No te parece suficiente que estoy siendo tuya ahora? –le respondió, susurrando, con su cálido aliento soplándole en el cuello–.

Al escucharla decir eso, el chico siguió surcando los cielos de éxtasis.

-       Por supuesto que no me es suficiente, pues no sé que puedo a hacer sin ti a partir de hoy.

Ella, al escucharle, se enderezó quedándose absorta de nuevo, mientras Nabil no dejaba de rozar con sus labios los de ella, rezumando lujuria, sin entender el motivo de su silencio y sin prestarlo mayor atención.

-       ¿Quieres venir a mi casa esta noche? –le preguntó mirándole con ojos enrojecidos–.

-       ¿Acaso eso se pregunta? –la contestó con vehemencia y una amplia sonrisa– ¿Es que no crees que te quiero, mi reina?(2)

-       Deja el amor a un lado. No es posible que me hayas querido tanto cuando acabamos de conocernos –le respondió sonriente, deleitándola lo que acababa él de decir–. Dime, Nabil –continuó hablando- ¿Qué años tienes? ¿Quizás veintidós años?

No quiso decirla la verdad, que no pasaba de los veinte años.

-       Más bien, veinticinco años –respondió, con la esperanza de que su bigote y la luz tenue que les envolvía, ayudaran a ocultarla la verdad–.

     Ella se rió, acariciándole el cabello y contemplando su cara, para después abalanzarse sobre sus labios en un largo y ardiente beso, dejándole al chico aturdido, elevándole hasta un cielo nunca antes había alcanzado en su vida. Y cuando sus labios se separaron, ambos se enzarzaron en una mirada limpia en la que Nabil percibió en sus ojos un apasionado amor. Y tras un nuevo silencio, envuelto por el estruendo de la música, el alboroto de los que bailaban, y las carcajadas de los borrachos, Malika le dijo mientras le apretaba sus manos con las suyas:

-       Vale. Esta noche te llevaré a mi casa, está cerca de aquí.

    Se volvió a callar, mientras él no daba crédito a lo que acababa de escuchar.

-       Pero no olvides que tengo una condición –prosiguió ella–.

-       ¿Qué condición? –respondió, acelerándose los latidos de su corazón– Cumpliré todas tus condiciones.

-       Entonces, deja el amor a parte, porque complica las cosas y estropea la vida.

     Sus palabras le disgustaron, sin embargo la estrechó aún más entre sus brazos y rozó con sus labios su cuello.

-       ¿Desde cuándo el amor estropea la vida? –susurró él en su oído– ¿Acaso hay otro alimento para la planta de la vida salvo el amor?

-       Tus palabras son muy dulces –le dijo ella mientras le correspondía abrazándole y rozándole con sus labios–. Me estás llamando a un mundo de ensueño, pero yo aprendí, tras grandes lasitudes, a no soñar, por eso quiero que aceptes esta condición antes de acompañarme esta noche.

   El chico se estremeció al imaginar que pasaría la noche en su alcoba, y contempló por unos momentos toda aquella hermosura, y toda aquella femineidad retorciéndose entre sus manos, y no pudo más que decir:

-       Te quiero. Te juro que te quiero, pero aún así,  acepto tu condición y cualquier otra condición que quieras.

    Ella le dirigió una mirada de reproche.

-       Eres testarudo –le dijo divertida y sonriente-. Por todos modos, efectivamente, tengo otra condición.

-       ¿Cuál es?

-       Que esta noche no me preguntes por mi edad.

   Ambos rompieron riéndose.

-       ¿Acaso estoy loco? –dijo sintiendo que ella ya estaba del todo a su disposición–. ¿No te has dado cuenta que no te había hecho semejante pregunta?

  Volvió ella a agarrar calurosamente ambas manos suyas, dirigiéndole una mirada que delataba el deseo de hembra.

-       Entonces, como quieras –le dijo–.

   Y de nuevo se sumieron en el silencio, con sus miradas bullendo, hasta que ella miró detenidamente su reloj.

-       Ahora permíteme que te deje por unos minutos, ya es mi turno.

Él no comprendió.

-       ¿Ya es tu turno? ¿Qué turno? –la preguntó–.

   Tomó las manos del chico entre las suyas, cálidamente, acercándolas hasta sus labios.

-       Aún no sabes nada de mí –le dijo mientras bajaba sus negras pestañas–. Yo no soy una simple chica de sala de espectáculos… soy artista.

-       ¡Artista!

   Eso le gustó mucho, ya que había resultado cierta su intuición, pues ella no es como el resto de las mujeres del local. Se quedó boquiabierto, con una amplia sonrisa, mientras ella se escabullía de entre sus manos.

-       Observa el escenario, apareceré dentro de unos minutos –le dijo con su penetrante voz-. Cuando haya terminado nos encontramos fuera del local.

   Su última frase le cogió por sorpresa, pero no pudo más que preguntarla, ansioso, mientras se alejaba de él:

- ¿Dónde?

-       A la puerta del local, amor mío.

    ¡Vaya sorpresa! ¡Artista! Es verdad que sabe muy poco sobre ella, a pesar de las tres horas que transcurrieron desde que la conoció. Sin embargo, recordó que ella tampoco sabía nada de él, salvo que es estudiante. Ella no le había dirigido ninguna pregunta sobre su vida. Sintió encogérsele el corazón, pero pronto se ocupó del todo de observar la sala a su alrededor y otear el escenario desde su mesa.

    En el curso de aquellos minutos de espera el chico empezó a volver en sí, pues había bebido un poco solo… sin embargo, ella sola se había ingerido botellas enteras… ¡Absurdo!… ¿Acaso hacía lo que tantas veces escuchó acerca de las prostitutas de los locales nocturnos? ¿Acaso vertía sus copas en una maceta o algo así, fingiendo que las bebía? Miró a su alrededor, buscando un macetero o cualquier otro recipiente que estuviera cerca de su sofá, sin encontrar nada, y se quedó sin comprender nada.

   ¡¡Es inconcebible que ella sola haya bebido cuatro o cinco botellas de champán, máxime cuando él no había notado en ella señal ninguna de embriaguez!!

    Entonces se dio cuenta de lo peor. Empezó a sopesar cuánto costaría una botella de champán en un lugar como aquel. Metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que estaba lleno del dinero que aquella mañana había recibido de su padre por correo, y resonaron de nuevo en sus oídos los consejos de sus bondadosos padres, sintiendo una arrasadora añoranza hacia ellos.

    De los megáfonos resonó música árabe, apareciendo Malika sobre el escenario ataviada con el tradicional traje de bailarinas orientales haciendo que Nabil estuviera a punto de bailar, alborozado y alegre al oír aquellos acordes y de ver a su amada mientras se meneaba y se contoneaba al son de aquella música hacia la cual él sentía reverencia y percibía dimensiones ilimitadas, como si fuera un árbol de sublime altura, cuya copa está en el cielo y sus raíces en las profundidades de su corazón.

  El chico contempló el cuerpo de la bailarina absolutamente fascinado, y ya no se acordaba ni de su padre ni de su madre. Se levantó de su asiento en el rincón oscurecido y se acercó al escenario para poder deleitarse la vista de su hermosura, dirigiéndole ella una mirada tras otra, y un gesto tras otro, lo que hizo que la mayoría de los que se encontraban en la sala se volvían para mirarle, por lo que se sintió muy avergonzado, volviendo a su mesa desde donde podía contemplarla sin llamar la atención de nadie.

   El camarero se acercó y le entregó la factura, la cual pudo a duras penas leerla a causa de la tenue luz, y en cuanto vio la cifra escrita al pie de la hoja tragó saliva, dirigiendo una mirada de protesta al camarero, quien la ignoró. Nabil le pagó la suma y volvió a contemplar el botín que se movía sobre el escenario y que tan caro había pagado.

   Una duda le asaltaba y que no le había abandonado ni por un momento desde que la conoció. La duda de que fuera a ser suya aquella noche siendo él tan joven y no conociendo aún la vida ni sus recovecos. Así, cada vez que tenía una ocurrencia que le calmaba, le sorprendía otra que le arrancaba la certeza de su corazón. “¿Acaso es creíble que un chico como yo, de veinte años de edad, que no pisó una sala nocturna en su vida y que no tiene en el bolsillo más de lo necesario para su comida, su bebida y sus libros, consiga una hermosa mujer como esta, que sin duda los hombres hechos y derechos, y ricos, la disputan y la colman de lo más caro y valioso de los regalos? Recordó que ella le había asegurado que pasaría la noche con él y que tenía cita con ella dentro de un rato, por lo que su corazón se tranquilizó por un momento.

   La observaba yendo y viniendo bajo los focos, una hábil bailarina. Observó como los hombres, en la sala, la devoraban con sus miradas, sintiendo que todos ellos estaban disputándosela y que los repentinos celos le empezaban a morderle el corazón. Así, muy impaciente ya, esperaba el final del espectáculo que presentaba ella.

   Un nuevo interrogante le asaltó ante el cual se le ensombreció el semblante: “¿Y si resulta que ella se ha reído de ti? Pues no olvides que estás en una sala de espectáculos?”, y no hallaba respuesta ante esta obsesión, recordando, por enésima vez, de golpe, todo lo que había oído acerca de estos antros nocturnos y acerca de la clase de gente que suele haber en ellos, sintiendo un mortal nudo en su garganta ante esta nueva ocurrencia.

    Malika terminaba su baile, con sucesivos movimientos de su vientre, seguidos de otros rápidos de su trasero, para inclinarse después, echando la cabeza hacia delante, dejando caer su negro cabello hasta tocar el suelo, al tiempo que retumbaba con fuerza el tambor árabe, estallando la pequeña sala en aplausos y gritos de admiración. La bailarina saludó al público de extasiados, borrachos y mujeres de la noche, desapareciendo a continuación.

   Así, empezó la cuenta atrás,  volviéndose el miedo que sentía a lo largo de la noche en humo negro que le asfixiaba y le tapaba los ojos. Se precipitó de inmediato hacia fuera para esperarla a la puerta del local, como habían quedado.

    Eran ya casi las cuatro de la mañana, con las calles desiertas salvo de unos coches que pasaban veloces por la calle José Antonio, además de algunos transeúntes y otros deambulando como él. Sintió un profundo sosiego mientras respiraba las brisas frías y frescas de la madrugada que le parecieron un don divino después de haber estado encerrado a lo largo de horas en aquel ambiente viciado dentro del sótano en el que estaba ubicada la sala de espectáculos.

   Había allí otros hombres esperando como él a la puerta del local, paseando, yendo y viniendo, en un estado de manifiesta inquietud, no habiendo entre ellos nadie menor de cuarenta años. Pensó que su inquietud se debía a su temor a que sean vistos por alguien de sus conocidos o familiares a la puerta de aquel local a aquella hora de la noche.

   No había conocido antes a Madrid a una hora tan tardía de la noche, sin embargo no albergaba ninguna sensación de peligro al estar parado en la calle a tales horas, pues la ciudad tenía fama, mientras se preparaba para recibir la década de los setenta, por la seguridad que reinaba en sus calles bajo la sombra de su anciano dictador.

    El tiempo pasó pesadamente mientras los latidos de su corazón se aceleraban al ver que no quedaba nadie más que él en el lugar. De pronto descubrió que el local tenía otra salida que daba a la calle Libreros, contigua a José Antonio, por lo que se dio cuenta de la nada envidiable realidad en la que se encontraba. Vio salir al último de los empleados del local le preguntó si aún había alguien dentro, a lo que el hombre, de avanzada edad, le preguntó, apenado, mientras cerraba la puerta principal del local con una gran llave:

-       ¿Acaso esperas a la bailarina árabe, te he visto con ella dentro?

-       Sí –contestó el chico con algo de temor, percibiendo en la voz de su interlocutor un tono paternal–.

  El hombre canoso palmoteó el hombro de Nabil y le preguntó con el cariño de un padre:

-       ¿Es la primera vez que entras en un local como este, hijo?

   La última palabra le estremeció y miró de lleno la cara de aquel buen hombre hallando en ella ojos cansados y semblante bondadoso.

-       Sí, es la primera vez –dijo, abstraído, resonando en su oído el eco de “hijo” –.

    El hombre volvió a darle palmaditas en el hombro, como si le conociera de hacía mucho tiempo.

-       Vete a casa, hijo –le dijo-. No eres español ¿Verdad?

-       No.

-       Eres árabe. ¿Verdad?

-       Sí.

-       Intuyo que eres estudiante universitario e hijo de una respetable familia. ¿Verdad?

   Los ojos del chico se enrojecían a consecuencia de lo que se debatía en su interior de sentimientos encontrados que la zarandeaban entre el recuerdo de su familia y la aciaga noche que había empezado a saborear su amargor perpetuo.

-        Sí. Soy estudiante universitario –contestó mientras se fijaba en los ojos de aquel hombre, como si se aferraba a ellos, al sentir pánico ante lo que estaba seguro de que se avecinaba, irremediablemente–.

   El hombre cogió al chico de ambos hombros afectuosamente.

-       Entonces, vete a casa inmediatamente y olvídate de todo lo que te ha ocurrido esta noche –le dijo en tono serio y cariñoso, a la vez–. Yo trabajo en esta sala de espectáculos desde hace quince años, enteros. Es como me gano la vida. Y a lo largo de estos años he sido testigo de tristes historias en este local, cuyas víctimas muchas veces fueron jovencitos como tú, extranjeros y españoles pueblerinos. Te aconsejo que olvides del todo lo que te ocurrió esta noche y que no vuelvas más a este local ni entres en ningún otro. Y no te olvides, hijo, que has venido de un país lejano para estudiar, así que no eches a perder tu futuro frecuentando lugares como este.

   Dicho esto, sus facciones se distendieron, enseñando una dentadura entera, mientras proseguía diciendo:

-       Hay muchas chicas en España, especialmente en la universidad, y no tienes más que elegir la que te cae bien y te haga más llevadera tu soledad.

    El portero de la sala de espectáculos se dio cuenta de grandes signos de interrogación en el rostro de Nabil ante tal cúmulo de consejos y todo lo que mostraba de interés, por lo que continuó hablando, sin que el chico articule palabra ninguna:

-       Soy padre de seis hijos, dos de los cuales tienen tu edad y trabajan en el extranjero, uno en Alemania y el otro en Suiza, y muchas veces me escriben sobre su padecimiento en la expatriación, lejos de mí y de su madre, y temo por ellos allí de mujeres parecidas a tu bailarina árabe.

-       ¿Suele esta bailarina engañar a los clientes del local? –preguntó el chico, balbuceando, mientras el hombre se disponía a marcharse.

   El hombre volvió a cogerle de los hombros, mirándole como exhortándole a no ser ingenuo.

-       Es una sala de espectáculos, y ella es simplemente una fulana que trabaja en ella desde hace dos años. Ella elige de entre los ricos a los hombres con quienes se acuesta, y claro que engañó a muchos, exactamente como hizo contigo esta noche. Escucha mi consejo, muchacho, y olvídala, si no vas a arrepentirte amargamente. Lo que pasó esta noche no es más que una anécdota de entre muchas anécdotas que sin duda vas a vivir en tu vida y que no debes prestarlas gran atención. Las fulanas de esta sala han engañado a cientos de hombres que te doblan en edad y te doblan muchas veces en experiencia. Así que, tómatelo con calma. Buenas noches.

   El hombre se alejó mientras decía, sonriendo, su última frase, al tiempo que el chico permanecía de pie, absorto, despidiéndole con la mirada, hasta ver como volvía a mirarle, sin dejar de caminar, saludándole con su mano derecha, mientras decía en voz alta:

-       A casa. No te quedes parado así. Mañana será otro día.

    Nabil le vio como se metía las manos en los bolsillos de su pesado abrigo, y se alejaba bajando hacia la Plaza de España, sintiendo una profunda envidia hacia aquel hombre de avanzada edad, deseando que los años de su vida vayan pasando deprisa hasta situarse en la edad de los sesenta años, para que entonces empiece él a mirar al mundo desde la cumbre de la cual le miraba el portero de la sala de espectáculos hacía unos momentos.

   Nabil permaneció en su sitio, sin fuerzas para moverse, y sin quitar la vista de aquel hombre bondadoso hasta que desapareció de su vista. Miró a su alrededor no hallando a nadie sobre la acera a parte de él. El nudo que tenía en la garganta explotó convirtiéndose en gemido ahogado, pero manteniendo las lágrimas presas en sus ojos mientras arrastraba sus pies como podía hacia su casa, ceca de allí. Tenía la absoluta certeza de que no había manera de seguir el consejo de aquel bondadoso y viejo hombre, ya que lo exorbitante de la herida que había sufrido en lo más profundo de su orgullo le predecía que no iba a olvidar, ni por un instante, lo que le ocurrió en la sala de espectáculos,  y que lo va recordar a lo largo de su vida.

    Otra vez, el chico volvió en sí por el golpe del mazo del juez español, que pedía silencio a los presentes. Miró a hurtadillas a sus padres y vio a su madre enjuagando sus lágrimas con un pañuelo blanco, mientras que su padre estaba cabizbajo, mirando el suelo, como si estuviera ajeno a lo que ocurría en la sala. Sabía que el padecimiento de sus padres era enorme, máxime al no comprender lo que transcurría de discusión en español. Volvió a mirar a la de los ojos debilitados, que estaba sentada en una silla de ruedas, hallándola sin apartar la vista de él, por lo que se sintió algo desconcertado, volviendo a mirar, cabizbajo, el suelo.

   Nabil temía el enorme dolor que le arrasaba cada vez que repasaba la última parte de esos recuerdos, especialmente aquellas horas en las que estaba tendido sobre su cama con la mirada fija en el techo de su habitación, tras haber regresado de la sala de espectáculos. Pasó lo que quedaba de la noche dando vueltas a una misma idea, cual mariposa que no deja de revolotear alrededor de una lámpara en la que le acecha su propia muerte. Los consejos de su madre y de su padre retumbaban en su en cabeza de una manera espantosa…especialmente aquellas expresiones que le inculcaron desde pequeño, rellenándole la cabeza de ellas…eres un hombre… ya eres un hombre…sé un hombre… no dejes que nadie se burle de ti… Un hombre nunca es juguete de nadie… un hombre no permite nunca que nadie le arrebate lo que es suyo aunque le cueste la vida… sé digno hijo de tu padre y da a todo el que te haga daño una lección que no ha de olvidarla jamás…No permitas que ninguna mujer se ría de ti…  guárdate de las mujeres en tu expatriación, hijo, pues las artimañas de las mujeres son enormes…guárdate…sé…no permitas…el hombre…el hombre… el hombre.

   El sol arrojó sus primeros rayos rojizos sobre el rostro del chico, quien miró hacia el pequeño balcón a su izquierda y se levantó de inmediato para abrir ambas hojas de cristal con sus marcos de madera antigua. Salió al balcón a respirar el aire de la mañana como le gustaba hacer a lo largo de los muchos días que había pasado en aquella habitación. Desde el balcón se asomó a la calle Silva, que en aquellos momentos bostezaba despertándose, y vio al dueño del café ubicado justo debajo de su habitación abriendo la puerta de su negocio para un nuevo día de trabajo.

    Nabil se había propuesto firmemente llevar a cabo un asunto muy grave, que se había apoderado de su mente, por lo que en aquellos momentos no le había llamado la atención ni las brisas de la mañana ni al intenso frío que traían, ni aquellas luces que aún brillaban confusas entre la oscuridad que se disipaba y la luz que se aproximaba. Sintió en lo más profundo de su ser que iba avanzando hacia una lóbrega noche. Sintió una intensa envidia hacia el dueño del café de abajo y hacia los dueños de las decenas de coches que dormían a ambos lados de la calle, debajo de él, y aquellos que pasaban a su derecha por la calle José Antonio en su cruce con la calle Silva. Los envidiaba por lo que le pasaba por la mente acerca de la rutina de sus vidas y acerca de cómo recibían aquel día con anhelo y esperanza, entre sus familias y sus amigos, al tiempo que le embargaba un terrible sentimiento de descarrío y de soledad.

    Deseó desde lo más profundo de su corazón, mientras dirigía su mirada hacia el cielo encapotado, poder hacer lo que le había dicho el portero de la sala de espectáculos, olvidar del todo aquella mujer que había poseído su mente, y con la que, por un corto tiempo, había estado a la puerta de un frondoso jardín de ternura y sexo que no había conocido antes.  Sintió que unas puñaladas le ensangrentaban el corazón de nuevo mientras la recordaba e imaginaba los encantos de su rostro y de su cuerpo, su fragante perfume, como le abrazaba, como fijaba su mirada en sus ojos, como le dirigía palabras que él, en su ingenuidad, pensaba que eran espontáneas y verídicas, y como le dijo que había encontrado en él a su hombre que tanto había buscado.

    Reunió todas sus fuerzas y golpeó repetidas veces con su puño la pared del balcón mientras repetía en voz alta, hablando consigo mismo, a su alma herida… “¡Cómo se ha reído de mí! … ¡Cómo se burló de mí hasta este punto! … Yo le demostraré como efectivamente encontró a su hombre que tanto había buscado…Sabrá hoy que soy el hombre que no había conocido a ninguno antes como él… echará su último aliento a mis pies… esta ramera sabrá que soy un hombre del que no se puede burlar una fulana como ella”. Empezó a golpear la pared con la mano con fuerza y furia, perdiendo la noción de lo que le rodeaba, hasta que estalló llorando amargamente después de haber reprimido sus lágrimas a lo largo de horas.

    La obsesión de venganza de la bailarina se había apoderado de la mente de Nabil de forma que no podía pensar en ninguna otra cosa. Era un chico falto de experiencia, inmaduro, que había sido criado lejos de la vida, en el seno de padres autoritarios, en una sociedad que inculca a sus hijos que están por encima de sus semejantes; y que deben crecer infalibles, que no hay lugar para el fracaso en sus vidas, Y que son tan importantes que ninguna creatura puede burlarse de ellos o ponerse en sus caminos. Así, crecen convirtiéndose en jóvenes cuya ingenuidad supera a su experiencia, y su convencimiento supera a sus conocimientos, su orgullo supera a sus aspiraciones y su soberbia supera a su inteligencia, en lugar de ser formados en lo opuesto a todo esto. De este modo ocurre que ante un fracaso se precipitan al abismo, y si su orgullo sufre un rasguño se convierten en fieras salvajes infligiendo tal daño a ellos mismos y a quien les rodea que supera en creces al que les tocó sufrir en principio; y si se equivocan creen que han acertado, no habiendo fuerza terrenal capaz de convencerles de lo contrario. La experiencia de dos años de expatriación en España, lejos de su familia y su sociedad, no había sido suficiente como para ayudar a Nabil a deshacerse de toda aquella ingenuidad enraizada en su carácter,  y a entrenarse en la medición de las cosas conforme a su verdadero tamaño, sin agigantarlas.

   Nabil no supo en que había gastado su tiempo después. Todo lo que recuerda es que se compró en una tienda de recuerdos para turistas, ubicada en José Antonio, cerca del cruce con Silva, una navaja de largo filo, que solía ver siempre que se detenía delante de su escaparate contemplando lo que se exhibía allí de bonitas mercancías destinadas a recordar a los turistas sus visitas a España.

    A lo largo del día no probó bocado, y fracasó varias veces en escribir una sola página de una carta para sus padres. Pasó el día deambulando en su habitación, observando las manecillas del reloj o vagando cerca de la sala de espectáculos vigilando su puerta principal y su puerta lateral, contemplando la fotografía de la hermosa mujer árabe que pendía de su puerta junto a otras fotografías obscenas de las otras artistas del local.

    Llegó la noche y avanzaron sus horas, y sus murciélagos salieron de sus antros en busca de otros; y chico, que nunca antes había tenido nada que ver con la vida nocturna hasta que, en un descuido, se metió en aquel antro, sintió como se intensificaban los latidos de su corazón. Intentó con todas sus fuerzas convencerse a sí mismo de las palabras del portero de la sala de espectáculos, olvidarse de aquella mujer, meterse en la cama y dormir a pierna suelta, preparándose para una nueva jornada de estudios en el que continuara su marcha hacia el futuro; pero era inútil, pues las riendas de su mente estaban en la mano de su ultrajado orgullo, lo que hacía que su voluntad no tuviera poder alguno sobre su mente.

    Nabil reunió toda su valentía y salió de su habitación a la calle con un plan en la cabeza y en el bolsillo una navaja que tenía agarrada con la mano. Y no habían pasado más que unos minutos cuando ya estaba sentado en aquel rincón oscuro con una hermosa española que con su desbordante femineidad y sus estudiados mimos, casi le hizo olvidar el objetivo por el que había vuelto a aquel sótano. Él no quitaba la vista, acostumbrado ya como estaba a la luz tenue, de una mesa próxima donde estaba sentada la mujer que le había arrebatado la razón a lo largo de horas el día anterior, pareciéndole más bella y más esplendorosa que la noche anterior. A su lado había un hombre mayor, presumiblemente de unos sesenta años.

   La vio abrazando a aquel hombre, quien parecía tener el control enteramente en su mano, de modo que no era ella la que hablaba todo el tiempo como en la noche anterior, sino que estaba escuchando a su acompañante y lanzando resonantes carcajadas, mientras las manos de aquel hombre se entretenían recorriendo su cuerpo, sin respetar ninguno de sus recovecos. Y si no fuera porque su bella española le consolaba habilidosamente, sin saber lo que le afligía; y si no fuera por su hermosura, los flechazos de sus ojos, lo cálido de su aliento y la exuberancia de sus pechos, no hubiera podido resistir los celos que le carcomían el corazón, y se hubiera lanzado de inmediato hacia aquella mesa, dando al traste con su plan.

    Se había cerciorado desde su lugar, sin dejar lugar a dudas, de que su bailarina no era más que la ramera de la que le había hablado el portero de la sala de espectáculos. Sin embargo, seguía aferrándose firmemente a su plan… tenía que esperar a que saliera del local, interponerse él en su camino y librar al mundo de su maldad. Así las cosas, se abrazó y se besó con su la hermosa mujer que le acompañaba, e, indiferente, se bebió de golpe otra copa de champán.

   Y de repente ocurrió lo que no estaba previsto. Y es que ocurre que los planes suelen venirse abajo cuando no se toman en cuenta los súbitos imprevistos. Pues sonó una fuerte bofetada que la mano de Malika dejó caer sobre la mejilla de su viejo acompañante, lo que hizo que vuelvan a mirarle los pocos clientes que había sentados en el rincón oscuro. Nabil no se creía lo que acababa de ver. A continuación la vio a ella ponerse de pie de un salto mientras gritaba a aquel hombre, enérgica y firmemente.

-       No te permito de ninguna manera burlarte de mi religión, viejo sinvergüenza –tronaba su voz–.

     Su acompañante quedó estupefacto y sorprendido en extremo, miró a su alrededor, se topó con las miradas clavadas en él desde todas partes, a través de la tenue luz que envuelve el lugar, se puso de pie de un salto, e intentó abofetearla mientras gritaba enloquecido:

-       Hija de puta. Mora asquerosa. Me cago en ti y en todos los moros.

    Nabil se quedó clavado en su asiento, aturdido por la sorpresa. No estaba del todo consciente por efecto de la bebida, pero los insultos de aquel hombre retumbaron en sus oídos y estallaron en su corazón como una bomba, no pudiendo más que saltar hacia el hombre y empujarlo lejos de Malika, quien al verle se apresuró a separarle del viejo.

-       ¡¿Qué haces tú aquí!? –le gritó ella a Nabil violentamente–. ¡¿Qué te ha traído  otra vez a este sitio!?

   El hombre fue a caer al suelo cuando Nabil le empujó de nuevo, volviendo este hacia la bailarina, gritándola a su vez, habiendo perdido el control de la situación y viendo como se desbarataban los eslabones de su plan:

-       Te has reído de mí ayer y yo creía que eras sincera…

    Malika le interrumpió exclamando en voz alta mientras algunos clientes y empleados del local se precipitaban hacia ellos al oír toda aquella algarabía y griterío:

-       Vete a casa inmediatamente. No vuelvas a este sitio que no es apropiado para un estudiante como tú. Yo no te mentí ayer, pero me dolía que echaras a perder tu futuro.

     Sus palabras le sorprendieron y le apuñalaron a la vez. Ella le tomaba por un simple estudiante de corta edad y no ve en él a un hombre, por lo que la gritó a su vez:

-       Desde luego que es verdad lo que el portero dijo de ti anoche, que eres…

-       Sé lo que te dijo el portero –le interrumpió, respirando agitadamente, y incrementando el griterío a su alrededor-. Fui yo quien le pedí que te diga lo que te dijo de mí, para que te olvides de mí y te salves tu pellejo de la vida nocturna y sus horrores. Vuelve a tu casa y céntrate en tus estudios, y deja las degradadas como yo para los degradados. No seas tonto. Vete ahora antes de que sea tarde.

     Nabil iba de sorpresa en sorpresa, siendo la más grande las últimas palabras que acababa de escuchar, hasta dejarle enmudecido sin saber que decir. Percibió, en su fuero interno, que ella decía la verdad. La algarabía y el vocerío alrededor de ambos habían incrementado en exceso, sin que nadie entendiera la discusión que mantenían en árabe.

-       Son moros. Han pegado a don Manuel –dijo uno de los presentes-.

-       Que se vaya al infierno don Manuel –dijo otro, trabándosele la lengua de lo borracho que estaba–. Él no conoce a Malika –continuó diciendo–, y quien no sabe cómo tratar a Malika se merece una paliza. ¡Qué me lo digan a mí!

-       ¡Vete deprisa! ¡Sal de este lugar deprisa! –exclamaba la bailarina presintiendo un inminente peligro–.

   Y antes de contestarla, el chico fue arrojado al suelo por un fuerte puñetazo de Manuel, quien se había levantado del suelo ayudado por otras dos personas. Y mientras Manuel se lanzaba contra Malika, golpeándola e insultándola soezmente, sin que nadie de los presentes interviniera para ayudarla, Nabil saltó sobre él y le arrastró lejos de ella. En este momento, dos de los empleados del local agarraron al chico y se dedicaron a darle puñetazos y patadas, mientras que él se defendía enfurecido, al tiempo que Manuel peleaba con Malika y otra de las mujeres del local que salió en defensa de su compañera.

   La situación se iba complicando peligrosamente, ya que el chico, Manuel y la mayoría de los presentes allí en aquellos momentos se encontraban en distintos estados de embriaguez y borrachera, creciendo cada vez más el alboroto que armaban y tensándose sus nervios. Mientras, Nabil, en medio de su pelea contra sus dos contrincantes, no perdía de vista a Malika, y vio como esta, con ayuda de su compañera, habían arrojado a Manuel al suelo, hartándose de golpearle y morderle, sin que nadie interviniera de entre aquel público jaranero reunido allí y cuyo bullicio había enmudecido la orquesta del local. Sin embargo, Nabil se sobresaltó al ver que Manuel, tirado en el suelo, esgrimía una pistola, apuntando a Malika. En cuanto las dos mujeres y el tumulto vieron la pistola salieron todos huyendo sin mirar atrás, y en el momento en el que sonó un disparo que alcanzó a Malika en la espalda, Nabil se abalanzaba sobre Manuel clavándole la navaja en el pecho.

    Un cerrado silencio reinó sobre aquel lugar. Nabil se levantó mirando con los ojos desorbitados la navaja clavada en el pecho de Manuel, quien gemía y no dejaba de lanzar insultos con una voz ahogada. El chico se inclinó sobre Malika que estaba tirada en el suelo boca arriba, la cogió de la mano, mientras su compañera española se precipitaba hacia el teléfono para pedir una ambulancia. El chico seguía mirando a Malika, callado y atónito.

-       Perdóname –le dijo ella, con voz jadeante-. Te he metido en un problema que te supera con creces. ¿Por qué has venido esta noche? ¿Por qué no te has olvidado de mí como te dijo el portero?

-       Yo soy el que me he metido en el problema. No te preocupes. Ayer me enamoré de ti y esta noche vine aquí para vengarme de ti. ¿Por qué me engañaste?

   Ella se quejó del intenso dolor que sufría.

-       Es cierto que te engañé, pues así es mi profesión –dijo lentamente, con sus ojos colmados de cariño–. Pero también sentía fuerte atracción  hacia ti, que eres una persona allegada a mí, y si no fuera por la diferencia de edad entre nosotros, hubiera…

  Y se calló, frenándola el dolor, o tal vez la vergüenza.

-       No quería hacerte daño ni arrastrarte a mi mundo inferior –continuó diciendo-, por eso le pedí al portero que te aconseje, pero tú no seguiste su consejo. Estos locales se han hecho para hombres como el cerdo de Manuel, y los que son como tú no deben acceder a ellos.

   La apretó la mano sintiéndose muy avergonzado al darse cuenta de golpe que aún no había pasado de los veinte años. Quiso decirla muchas cosas, sin embargo dos manos fuertes le agarraron de ambos brazos. Una fuerza policial le llevó esposado, al tiempo que veía a los sanitarios precipitándose hacia el interior del local.

    El mazo del juez retumbó anunciando que se levantaba la sesión para deliberar sobre la sentencia que había que dictar sobre Nabil, quien en aquel momento se volvía en sí de su ensimismamiento en el que había visionado de nuevo las imágenes de aquellas dos malditas noches. El chico se levantó para salir de la sala del juzgado sujeto por los dos policías que le habían custodiado a lo largo de la sesión.

   Antes de abandonar la sala lanzó una mirada inexpresiva a Malika, sentada inmóvil en su silla de ruedas, sin apartar la vista de él ni por un instante, hallándola sonriéndole, dándole ánimos. Volvió la vista hacia donde estaban sentados sus padres, encontrándolos de pie, observándole con ojos desbordados de pena y de lágrimas.

   Se extrañó de sí mismo al darse cuenta que les estaba dirigiendo una mirada también inexpresiva, rebuscó en su interior alguna expresión con que recargar su mirada y transmitirla a su madre y a su padre, encontrando que su interior estaba hueco y que su vacío llenaba el universo.

1972

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