LA MUCHACHA DE
LIVERPOOL
Said Alami
Liverpool, 5 julio 1969
Querido amigo mío
Es
verdad que no nos vemos desde hace tres años y que no te he escrito carta
alguna durante todo este tiempo en respuesta a las muchas cartas que recibí de
ti. Pero, espero que me disculpes y que esperes a terminar de leer esta carta,
pues en ella encontrarás el motivo por el que me abstuve de escribirte a lo
largo de este período.
Permíteme retroceder contigo en el tiempo al verano de 1966,
concretamente a un día de agosto.
Aquel
día contemplaba el mágico paisaje que forma la desembocadura del río Mersey en
el mar de Irlanda en la ciudad de Liverpool. Intensificaba aun más el encanto
del paisaje aquella tranquilidad que envolvía el lugar en un momento en que el
disco del sol aun no se había formado del todo en el horizonte, aunque su luz
teñía las cosas con un tinte rojizo. No me olvido de aquella sensación de paz
que me embargaba mientras contemplaba las blancas gaviotas volando sobre la
superficie del agua y aquel enorme transbordador que se balanceaba sobre ella,
llevando a los trabajadores del puerto de una orilla del río a otra mientras
que el monótono traqueteo de su motor vertía en mis oídos una música
nostálgica. Estaba seguro de que aquel paisaje tenía mucho más encanto del que
mis sentidos podían captar en aquél momento, pues era aquella la primera vez
que lo contemplaba, y las cosas, por muy bellas que nos parezcan en el primer
momento, su belleza se multiplica en nuestra vista si volvemos a contemplarlas
en otras ocasiones.
No
podía imaginar en aquellos momentos que el fluir de las aguas del Mersey ante mí, con aquella
suavidad y mansedumbre, sería el preludio de la felicidad que envolvería mi vida
durante un tiempo, a partir de aquél día. Sin embargo, recuerdo perfectamente
cómo me asaltaba un temor, cuyo origen ignoraba, cuando miraba las aguas del
mar que se extendían a mi izquierda hasta el infinito, lo que me hacía
retroceder la vista hacia el manso estuario para recobrar la dulzura de aquellos
apacibles momentos en los que parecía que el
destino enfundaba su espada que siempre tenía en alto, al acecho de
hombres desarmados, como yo, a cada hora de sus vidas.
Continué entregado a aquella contemplación durante un buen rato, pues
todo lo que se extendía a mí alrededor... incluso el gran puerto y las
monstruosas fábricas... me hizo olvidar por completo la fatiga del viaje. No
había pasado aún una hora desde mi llegada a Liverpool, sin embargo, antes de buscar un hotel donde alojarme, no quería
desperdiciar la oportunidad de contemplar el amanecer, siendo este un
espectáculo que yo buscaba donde en cualquier lugar donde estuviese.
Miré a
mí alrededor buscando un lugar donde poder sentarme para ahuyentar la fatiga que empezaba a
asaltarme nuevamente. Pero, una llovizna empezó a caer con ternura sobre el
puerto, mojando el banco en la que me apoyaba en aquellos momentos y haciendo
lo mismo con las sillas que estaban desperdigadas en la explanada que se
extendía detrás de mí. Al sentir el frío de la mañana calando mis huesos, no
encontré otro remedio que dirigirme al café que, acurrucado en el extremo de la
explanada, despedía tenues luces. Miré con detenimiento a través del cristal
exterior del café antes de acceder a su interior pero el denso vapor que
empañaba el cristal por dentro me impedía ver lo que sucedía en el interior del
local.
Mientras empujaba la puerta del café pensé en lo insólito que es este
mundo, ya que en el día anterior el calor de El Cairo a punto estaba de
asfixiarme. Era como si en pocas horas hubiera sido transportado de una galaxia
a otra. El establecimiento bullía con los clientes de entre los obreros y
funcionarios del puerto que a aquella hora tomaban su desayuno antes de iniciar
el trabajo, intentando con sus risas y parloteos rechazar a las últimas huestes
del sopor que continuaban visibles en sus blancos y sonrojados rostros.
Y al
igual que en las películas de vaqueros que aprendimos en nuestra infancia al tiempo que aprendíamos los textos
escolares -con la sencilla diferencia de que hemos olvidado aquellas lecciones
y no hemos olvidado aquellas películas, ni centenares más después de ellas que
nos inoculaban los americanos- todas las miradas se clavaron en mí mientras
entraba por la puerta de la cafetería, pues sin duda mi cara les resultó
extraña. Desde el primer momento percibí que todos aquellos hombres y mujeres
solían desayunar en aquella cafetería y
que mi presencia allí, a tan temprana hora de la mañana había provocado su
curiosidad, especialmente por mi cara, que como tu sabes muy bien amigo mío, es
una cara típicamente árabe, fácil de identificar. Por un momento, me asaltó una
intensa turbación al sentir sus miradas precipitarse sobre mí, interrogantes,
cuando de repente me encontré dándoles los buenos días y apresurándome hacia
una mesa libre.
Apenas
me había sentado a la mesa volvieron a su estado inicial las risas y la
algarabía, al tiempo que yo pedía un té a la atractiva camarera. Y pau-
latinamente, me abandonó aquella sensación de desconcierto que me había
asaltado en la puerta de la cafetería, empezando a sentirme como uno más del
grupo que se resguardaba, al calor de aquella cafetería, del intenso frío de la
mañana que se bamboleaba tras el cristal
empañado. La camarera me trajo el té, con una sonrisa de bienvenida
sobre sus labios, lo que irradiaba tranquilidad en mi corazón. Empecé a mirar a
mi alrededor examinando, uno por uno, aquellos rostros que, juntos, minutos
antes, habían causado mi desconcierto. Entonces la vi. La hallé. Estaba sentada
sola, en una mesa frente a mí. Una chica en la flor de la vida cuya belleza se
apoderó de mi mente. Apenas puse mis ojos sobre ella, me sonrió amablemente
haciéndome comprender que se había dado cuenta de la causa de mi desconcierto
momentos antes. Correspondí a su sonrisa, mientras nuestros ojos se separaban y
se volvían a encontrar una y otra vez, al tiempo que sentía un deseo imperioso
de trasladarme a su mesa, pero yo era, tal como me conoces, tímido por
naturaleza.
Pero a
pesar de esa horrenda sensación de vergüenza, en la que fue educada mi
generación de hombres en nuestro Oriente árabe, en cuanto al trato con la
mujer, no pude más que levantarme de mi sitio y trasladarme a su mesa,
transportado sobre lo tierno de sus miradas que volaban hacia mí con las alas
de su dulce sonrisa que no cesaba, en su silencio, de llamarme y de darme a
entender que sería bien recibido a su lado.
Y sin
que la sonrisa abandonara sus labios, se apresuró a decir, mientras yo tomaba
asiento frente a ella:
- Somos
un pueblo hospitalario así que no haga una interpretación negativa del
recibimiento que te han dispensado hace un momento. Lo que ocurre es que
raramente entran extraños en esta cafetería a esta hora de la mañana.
Me
hablaba como si me conociera desde hacía años o como si retomara de nuevo el
hilo de una conversación que hubiéramos interrumpido minutos antes. Entonces me
apresuré a decir, mientras nuestros ojos mantenían un discurso de otra clase:
- No
te preocupes. El viajero ve cosas aun mucho más extrañas.
Después de una leve pausa, seguí diciendo,
empezando ya a balbucir, y señalando con mi mano hacia fuera:
- Parece
que el frío está siempre presente aquí, pues estamos a mediados del verano y
aun así...
Me
interrumpió diciendo en un tono cargado de tranquilidad y calor:
- Sin
embargo, aquí el frío del verano es una cosa y el del invierno otra muy
distinta. Además, no olvides que aun estamos en las horas tempranas de la
mañana y que cuando avance el día será más tibio y quizás caluroso. Créeme.
Dijo
la última palabra efusivamente, como quien defiende algo suyo delante de una
persona que considera suya. Sin embargo, nuestras miradas seguían fundiéndose
en el crisol de otra conversación cuyo calor pronto hizo callar las dos lenguas
durante un buen rato, hasta que hablé yo comentando su última frase, con una
voz temblorosa, cargando mis palabras de un poco del enorme peso que mis
miradas ya no podían soportar por más tiempo.
- Es
verdad que aun estamos en las primeras horas de la mañana, y ante sus primeras
luces, pero es una preciosa mañana que quisiera que no se acabe nunca, aunque
estoy seguro de que el añorado calor llegará al avanzar la mañana.
No me
respondió inmediatamente, sino que me miró en silencio, volviendo a sonreír,
mientras yo seguía mirándola, muy seguro de que había comprendido lo que quise
decir.
Luego
dijo, con una voz que había perdido algo de su firmeza inicial pasando a
contener temblor y timidez:
- Así
lo espero, y confío en que no tenga una desilusión.
El
silencio nos envolvió de nuevo, pero nuestras miradas, que a veces eran
temerosas y otras eran francas, soportaban la carga de todos los significados
que en aquel momento temíamos confesar. Contemplé el azul de sus ojos, la
blancura de su cutis y el dorado de su abundante cabello que caía a ambos lados
de su cara hasta los hombros, lo que la turbó y hizo que mirara a sus alrededor para evitar así esas
miradas mías. Pasados unos momentos, le
pregunté por su nombre, alargándose nuestra conversación tanto hasta que nos
dimos cuenta de que eramos los únicos clientes que permanecíamos en la
cafetería y que la atractiva camarera nos miraba con una sonrisa significativa
como si con ella nos estuviera dando su bendición viendonos tan ausentes del mundo.
¿Recuerdas
amigo mío como desaprobaba yo lo que siempre solías decir de que el amor
absoluto o se produce desde la primera mirada o no se produce nunca?. Entonces
me asegurabas tu, poeta enterado desde tu más tierna infancia de los misterios
del amor, que si el amor nace despues de la primera mirada estaba condenado a
ser un amor más que nunca se verá elevado al nivel del amor absoluto. Y me
describías el amor absoluto diciendo que es aquél que no tiene explicación
alguna, que no está levantado sobre ninguna lógica y que no tiene objetivo
determinado, como suele ocurrir en el amor normal, pues el amor absoluto en sí
es la explicación, la lógica y el objetivo, todo a la vez. Y añadías entonces,
sabio amigo mío, que el amor absoluto es una clase muy díficil de encontrar, y
que no tiene la felicidad de hallarlo excepto aquél que le está escrita la
felicidad terrenal, entera, sin que le falte detalle alguno. Sí, yo insistía
entonces en desaprobar todo esto que decías y en acusarte de ser un romántico
exagerado. Hasta que se produjo mi encuentro con ella y me percaté, al momento,
de que era uno de esos afortunados y que aquello que tu denominabas “el amor
absoluto” se había prendido en mi corazón, incluso antes de haber acabado
nuestra primera mirada.
Pero
el objetivo de esta carta mía es hablarte de mis penas, así que dejanos de
aquellos dulces días que pasé junto a ella, en los que empecé a amar la vida y
el mundo entero, y empece a ver en las cosas alegres colores que nunca antes me
había percatado de su existencia. El amor absoluto floreció en nuestros
corazones a lo largo de aquellos días en los que ella se dedicó completamente a
mí, después de haber pedido permiso en su trabajo. Recorrimos Liverpool hasta
no dejar calle, parque, Museo ni teatro en el que no hayamos entrado, mientras
ella me explicaba con todo lujo de detalles sobre los lugares que ibamos
visitando hasta que me puso al día en todos los asuntos de la ciudad, como si
hubiera vivido en ella durante años.
Prolongué mi estancia en aquel país todo lo que pude pues la idea de alejarme de ella me
atormentaba y lo mismo le ocurría a ella. Pero no tenía más remedio que volver
a El Cairo para terminar mis estudios, para lo cual sólo me quedaba un año
escolar. Durante aquellos días felices de mi vida me presentó a sus padres y
acordamos que volvería a Liverpool tan
pronto como termine mi carrera para decidir sobre nuestro futuro. En cuanto a
mi familia, puso el grito en el cielo cuando les puse al tanto de nuestro amor
y nuestros planes para el futuro, apresurándose a enviarme cartas repletas de
acusaciones y sermones.
Regresé a El Cairo a finales de septiembre y me dediqué a estudiar con
un entusiasmo y una euforia que nunca antes había experimentado, aun siendo,
desde mi primer curso en Medicina, un brillante estudiante.
…Y pasaron los días, hasta formar nueve meses y
sólo quedaban unos días para acabar los exámenes finales, empezando ya a ver mi
licenciatura al alcance de la mano después de haber soñado con ese momento
durante años. Empecé a hacerme grandes ilusiones sobre la felicidad que me
esperaba en el reencuentro con la chica con quien había intercambiado decenas
de cartas y conferencias telefónicas durante aquellos meses… la chica que ya no
soportaba la vida sin ella.
Pero
sucedió que una mañana, de un día que sigo maldiciendo, me desperté encontrando
el cielo entenebrecido, la tierra en llamas y la gente como enloquecida de
alegría. Sin embargo, en las horas siguientes y días posteriores, la alegría se
tornó amargura, la victoria que habíamos imaginado se tornó una vergonzosa
derrota, y mi nación entera resultó ser una nación humillada, de la que se
reían todas las naciones de la Tierra. Y me vi en los días siguientes, desde
que me despertaba por la mañana hasta la noche, acosado por aviones
transgresores que no cesaban de volar sobre mi cabeza, maldiciéndome,
insultándome y escupiéndome. Los combates seguían aun librándose en los
territorios palestino-jordanos. Y allí, en Jerusalén, vivía toda mi familia…mi
madre, mi padre, y mi único hermano junto a su mujer e hijo de corta edad. Así
que, me olvidé de los estudios, me olvidé del amor y de la esperanza, y ya no
tenía otra preocupación que la de leer lo periódicos, desde la primera hasta la
última letra, sintonizar las emisoras de radio, no separándome del aparato ni
un minuto. No tenía otra preocupación que la de saber la verdad de lo que
estaba pasando sobre el territorio palestino, después de que el Sinai y el
Golán se hubieran dado definitivamente por perdidos.
Unos
días más tarde me llegó la noticia de la muerte de toda mi familia…nadie de
ellos se había salvado. Casi perdí la razón al verme privado de mis raíces, de
cuajo, al haber perdido el resto de la patria a donde tenía la intención de
regresar para vivir junto a mi familia, viéndome de repente sin patria y sin
familia. Ya me importaba un bledo convertirme en médico y ya no pensaba en nada
más que en mi país, mi madre, mi padre, mi hermano y su familia, y en unos
aviones transgresores que volaban sobre mi cabeza maldiciéndome, insultándome y
escupiéndome. Cuantas veces había me había hecho ilusiones de ver felices a mis
padres el día de mi graduación, un día que esperaron durante años. Desde
aquellos días, el rostro de mi madre no se apartaba de mi mente ni despierto ni
dormido, mientras no me podía creer toda aquella catástrofe que se había
precipitado tanto sobre mí como sobre mi nación.
La
guerra terminó y no tardé en tomar una decisión que me llevó a abandonar la desconsolada El Cairo para
trasladarme a la huérfana Jordania, con la sangre hirviendo en mis venas y con
una gran cólera anidando en mi corazón contra el mundo entero y una
determinación de luchar contra el enemigo hasta el último aliento.
Y
pasaron, amigo mío, varios meses en los que no tenía ocupación alguna salvo el
adiestramiento en el combate y en el manejo de las armas que tenía entre mis
manos, incitándome a la lucha y reclamándome venganza.
Hasta
que llegó un día en el que viví las horas más felices de mi vida…una felicidad
que superaba con creces aquella que sentía a la orilla del río Mersey Permíteme
que te lo cuente con algo de detalle. Por primera vez se me brindó la
oportunidad de enfrentarme al enemigo cara a cara cuando nos atacó con multitud
de sus tropas con las primeras luces del alba, cruzando el río Jordán en
formaciones de infantería, artillería y paracaidistas que fueron arrojados por
sus helicópteros detrás de nuestras líneas. Cruzaron las aguas del Jordán en lo
que parecía un alegre festival al que habían invitado a periodistas de distintos
países de Europa y América del Norte para que fueran testigos presenciales y
para que registren con sus lentes como se iba a
inflingir el golpe definitivo a nuestro pueblo, aplastando a su
resistencia, que era la única que había quedado de pie en la gran patria árabe.
Y no exagero ni lo más mínimo, amigo mío, al decirte que en el pueblo del
Karamah, que era el objetivo de ese ataque de aquel inmenso ejército, había
solo unos trescientos de mis compañeros de armas, además de una reducido
destacamento del ejército jordano. Y a pesar de ello, el ejército enemigo fue
derrotado, perdiendo cientos de muertos y decenas de tanques y carros
destruidos después de una batalla espeluznante que duró hasta la puesta del
sol. En aquella batalla pude ver un raudal inigualable de valentía, heroísmo e
ímpetu en el sacrificio, en nuestras filas, cuya existencia en el alma humana
no podía ni siquiera imaginar. Vi como nuestros hombres se colocaban cinturones
de explosivos y se arrojaban debajo de los tanques enemigos volándolos por los
aires y explotando ellos mismos, manchando con su sangre el rostro de una
civilización occidental humillante que no entiende excepto el lenguaje de las
armas. La mayor alegría de mi vida fue verles derrotados, recogiendo sus
muertos y heridos, y retirándose con las manos vacías habiendo perdido el mito
de ser un ejército invencible, un leyenda que les habían confeccionado los
propios árabes a lo largo de veinte años de indecisión y negligencia.
Sin
embargo, amigo mío, no salí indemne de aquella histórica batalla y fui uno de
las decenas de combatientes que fueron trasladados a hospitales para tratar sus
heridas. Allí estuve por el espacio de dos meses recibiendo atención médica
intensiva, para abandonar luego el hospital …pero con dos muletas y una sola
pierna. Y ya no tenía nada que hacer en las filas de la resistencia por lo que
regresé a El cairo para acabar mis estudios.
… A mi regreso a la universidad encontré
numerosas cartas de mi chica de Liverpool, a quien había dejado de escribir a
lo largo de todo aquél tiempo que pasé en las filas de la resistencia, pese a
lo mucho que la echaba de menos. Encontré que aun permanecía fiel a nuestro
compromiso y que estaba profundamente angustiada por no tener noticias mías aun
cuando se enteró, al igual que el resto del mundo, la catástrofe que había
arrasado a mi país a mano de aquellos invasores asesinos. También supe que ella
había estado en El Cairo en mi ausencia, buscándome, pero nadie allí sabía mi
dirección en Jordania.
No me
había olvidado de aquella suave mañana a la orilla del Mersey, y desde que me
había enrolado en las filas de la resistencia no había perdido la esperanza de
hacer realidad, algún día, mi felicidad personal que desde el día de la
catástrofe veía como algo inalcanzable. Pero la mutilación que había sufrido
–¡avatares del destino!- y que me había devuelto a mis estudios, avivó el ascua
de la esperanza que aun mantenía mi corazón hasta convertirse en una antorcha
que iluminaba el túnel tenebroso de mi existencia. Entonces, escribí a mi amada
una extensa carta, explicándole los acontecimientos que habían alterado el
curso de mi vida en los meses
precedentes, pero no desvelé lo de mi mutilación al faltarme la valentía para
hacerlo, prefiriendo postergar esta cuestión hasta nuestro reencuentro. No
esperaba de ella que me aceptara en mi nuevo estado físico pero alimentaba la
esperanza de que lo hiciera.
Así
viví, sobre ascuas, el periodo de estudios que me quedaba por pasar, anhelando
encontrarme con ella y saber su decisión cuado su mirada se pose en mí,
viéndome de pie con una sola pierna y sosteniéndose en dos muletas. Volvimos a
escribirnos y a llamarnos por teléfono, ininterrumpidamente, y me preguntaba
siempre que hablábamos acerca de la causa de la tristeza que decía que percibía
en mi voz llamándome a abrirme a la vida y a saciarme de sus fuentes. Me daba
esperanzas sobre un futuro feliz para mí y sobre una próxima victoria en la que
recupere mi patria. La simple conversación con ella o la simple lectura de una
de sus cartas era suficiente para hacerme sentir que la Tierra dejaba de girar,
o mejor dicho, que giraba al revés
devolviendo el tiempo a una época en la que yo tenía mi alma cubierta de rocío,
como en aquella mañana a la orilla del río y en aquel café con sus tenues luces
y empañados cristales. Pero cuando me despertaba a la mañana siguiente volvía a
recordar toda la tragedia que me había tocado sufrir a mí y a otros de entre
mis compatriotas. ¡Cuantas veces me agarré fuertemente las sienes al sentir tanta
angustia y pena por lo sucedido!. Angustia y pena que siguen agarrando mi alma
con manos de hierro, hasta el límite de hacerme añorar aquellos días de lucha
armada en los que la actividad febril de cada día me distraía de toda esta
angustia.
Hace
un mes, amigo mío, acabé mis estudios y recibí el título de medicina, que no me
produjo la más mínima alegría, al contrario, me devolvió con atroz fuerza al
recuerdo de unos padres y una familia que perdí para siempre. Incluso no sabía
lo que iba a hacer con ese título siendo yo un palestino que tenía cerradas
ante él, una vez perdido su país, todas la puertas de sus hermanos, no sólo las
de los extraños.
Cumplida mi misión de estudios en El Cairo, no había más remedio que
viajar a Liverpool para encontrarme con ella. Había tomado la decisión de ir a
su encuentro pese al gran temor que me inspiraba, pues si llega a rechazarme a
causa de mi mutilación, me despojaría de la mera esperanza de la que había
vivido durante tanto tiempo, sin poder albergar después ninguna otra ilusión
capaz devolver la alegría a mi corazón algún día.
No la
comenté nada sobre mi viaje pues quería elegir yo mismo el momento
psicológicamente idóneo para llamarla y verla. Y lo primero que hice al llegar
a su ciudad es dirigirme a aquella parte tranquila del puerto para echar un
vistazo al lugar que ocupa un espacio puro en mi corazón… allí junto a las
aguas del río, que se deslizaban tranquilas, y las aguas infinitas del mar.
Solo en aquel momento comprendí aquella congoja que me embargaba hace dos años
cuando miraba el mar infinito que se extendía a mi izquierda.
A
parte de esto, encontré las cosas allí tal como las había dejado. Las aguas del
río seguían pavoneando antes de abrazar al mar, y las gaviotas seguían
planeando sobre las aguas y deslizándose por el aire, como si fuera al unísono
de las ondulaciones de la superficie del río y del mar, exactamente igual como
lo había visto dos años antes. También vi al transbordador dedicándose al
transporte de los pasajeros de una orilla a otra del río y echaba yo de menos,
por una causa que desconozco, escuchar el rugir de su motor que había, que
producía sobre mis nervios, en aquel apacible rincón, el efecto de un bálsamo
sobre una herida. Miré reconociendo la plaza la plaza a mí alrededor viendo que
los asientos estaban húmedos, tal como los había dejado. Y allí, en el extremo
de la plaza vi el café donde la conocí por primera vez, sintiendo latir
fuertemente mi corazón, pero en plena embriaguez como me encontraba en aquellos
momentos, regresé de golpe a la realidad, encontrándome de pie apoyado en dos
muletas y una sola pierna. De pronto me hallé diciendo entredientes… “todo ha
cambiado aquí”. No te oculto, amigo mío, que en aquel momento no pude evitar la
lágrimas.
Te
escribo, mi querido amigo, desde Liverpool, pidiéndote consejo, pues estoy muy
desorientado sobre lo que debo hacer y a veces pienso que sería muy egoísta de
mi parte llamarla y encontrarme de nuevo con ella, porque si ella llegara a
aceptarme tal como estoy sería ella la perdedora. Es una chica buena y guapa, y
merece un marido mejor que yo tanto físicamente como en lo referente a su
situación en general, a pesar de que yo siento un amor inmenso por ella
Necesito encarecidamente el consejo de un amigo, y no tengo amigo más
experto ni más leal a nuestra amistad que tu Así que dime que hacer. ¿La llamo
y la vuelvo a ver o mejor me voy por donde he venido?.
Sinceramente
Abdelkarim
(1971)