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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Entrega 57 (8 julio 2023)
...Y así fue, teniendo
todos esos líderes que guardar cama, aquejados de una misma enfermedad que les
impedía abandonar sus lechos.
Mientras
tanto, las indagaciones del mago Flor condujeron al hallazgo de un hombre
joven, un poderoso noble, primo de Yasin, de nombre Emran, que se había
mantenido al margen de aquellas luchas, dedicado al estudio y a la meditación.
El gran mago estimó que Emran era el hombre idóneo para gobernar aquella región
y devolverla la tranquilidad y la estabilidad. Así, el mago Flor pudo invocarle
mentalmente, incitándole a pensar en la situación catastrófica por la que
pasaba su región y sus gentes, a causa de aquella guerra fratricida.
Paulatinamente, aquellos pensamientos, que le surgían al joven Emran en medio
de sus sesiones de meditación, se iban apoderando de su mente. De esa forma, su
interés por lo que estaba sucediendo en Ashroq iba en aumento. No le gustaba en
absoluto el estado de caos en el que estaba hundiéndose, en ausencia total, que
le sorprendió enormemente, de todos los líderes, que hasta hacía poco estaban
enzarzados en aquella interminable guerra.
Emran, que nunca antes
se había ocupado de los asuntos del gobierno, aunque siempre estuvo al tanto de
lo que pasaba en las altas esferas del poder, decidió tomar las riendas del
país en sus manos. Para ello, inducido y aconsejado siempre por Habib, a quien
el mago Flor le encargó seguir con Emran hasta llevarle a la cúspide del poder,
el nuevo aspirante al cargo fue a visitar a todos y cada uno de los líderes
enemistados, convertidos en presos de sus lechos y abandonando forzosamente las
luchas, a quienes les pidió que le firmaran su apoyo para obtener el cargo de
gobernador. Dado que todos estaban completamente incapacitados y, sabiendo
todos de la discapacidad del resto de sus contrincantes de días atrás, ninguno
de ellos se negó.
Con
estos respaldos por escrito, Emran tomó las riendas del poder de la región este
de Qanunistán, y envió al sultán Nuriddin sus emisarios, rindiéndole pleitesía
y obediencia, a lo que Nuriddin, tras consultar con Muhammad Pachá, Qasem Mir y
con su propia hija, Amarzad —quien le había informado con detalle de lo que
pasaba en la región de Ashorq—, confirmó al nuevo gobernador en el cargo.
Poco después, llegaba a
Dahab una tropa formada por más de veinte mil hombres, bien pertrechados,
enviados por Emran para reforzar la defensa de Dahab.
Al mismo tiempo,
llegaba al palacio del gobernador el grupo de pueblerinos encabezados por el
viejo Liaqat, que habían acudido, semanas antes, al mago Flor, solicitando su
ayuda. Liaqat portaba una misiva dirigida a Emran, sellada por el propio sultán
Nuriddin, y que fue escrita a petición de la princesa Amarzad. La misiva
contenía la orden de nombrar a Liaqat en el cargo de visir, dedicado a todo lo
relacionado con el campesinado, además de dotar con sueldo vitalicio de visir a
cada uno de los componentes de aquel reducido grupo de valientes, sin cuyos
esfuerzos la región se hubiera hundido definitivamente en el caos.
Capítulo 44 La batalla de Sundos
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Radi Shah se reunió esa
misma mañana con el príncipe Ayub y tres máximos comandantes de su ejército,
entre ellos el hermano menor de Ayub, el joven príncipe Razin, quien había estado
junto a las tropas destacadas en la ordillera de Nujum, fronteriza con
Qanunistán, y había acompañado al rey desde allí hasta Sundos. A lo largo de
esa travesía, especialmente durante la emboscada de los desfiladeros, el rey se
había fijado en Razin, por la gran valentía y calma que mostró en todo momento.
Los reunidos se sintieron satisfechos por haber conseguido dos días de plazo
antes de la batalla, que todos veían inevitable.
Ayub, a quién el monarca preguntó acerca de su larga
ausencia en las primeras horas de acampada del ejército en los llanos de
Sundos, le explicó que las horas de aquella ausencia habían sido muy bien
aprovechadas a favor de su causa.
—Explíquese, príncipe
Ayub —le instó el monarca.
—Majestad, Razin y yo
pudimos infiltrarnos en el campamento enemigo donde contactamos con algunos de
los líderes rebeldes que se habían unido al enemigo.
—¿Cómo? ¿Os habéis
reunido con esos traidores? ¿Y sin consultarme? —le espetó el rey, acalorado, a
la vez que iba barriendo con su mirada a ambos hermanos.
Ayub, confiando en que
el rey iba a terminar satisfecho de su iniciativa, y consciente desde que
salieron todos de los desfiladeros de que él y su hermano, en ausencia de
Sarwan, eran el principal soporte del monarca en la muy difícil hazaña a la que
se enfrentaba desde entonces, le contestó tranquilamente:
—Majestad, yo le pedí
al príncipe Razin que me ayudara en esa misión y si no le había comunicado nada
a su majestad fue porque poca esperanza tenía de localizar a esos rebeldes, de
que estuvieran dispuestos a recibirme, o a escucharme, o que fueran capaces de
aceptar mis propuestas. No le quería abrumar a su majestad con esta
preocupación ni distraerle de la gran faena en la que su majestad estabais
inmerso, organizando el ejército y predisponiéndolo para la batalla.
El rey le escuchaba con
mucha atención mientras su rostro se iba destensando y su semblante relajando.
Su confianza en Ayub y en su hermano no tenía límites, a la vez que sentía
hacia ambos un profundo agradecimiento por todo el empeño de respaldarle que
mostraron a lo largo de la marcha desde la frontera de Rujistán hasta Sundos,
pasando por el horror de la emboscada en los desfiladeros.
—Bien, príncipe Ayub,
cuenta su alteza con toda mi confianza y ya estoy más que acostumbrado a
vuestras correrías desde que erais jovencito —dijo el rey con una sonrisa en
los labios y paseando con su mirada tranquila por los rostros de todos los
presentes en la reunión.
—Y ahora, dinos,
querido primo, ¿qué has conseguido en esa osada aventura en el campamento
enemigo? —prosiguió el rey de pie frente al príncipe Ayub.
—Hemos podido llegar a
Danhur, Marobahar, Singar y Bushar.
—Esos son los más
importantes y los que más quebraderos de cabeza nos han dado siempre —se apresuró
a decir Radi Shah.
—Y los que más nos
odian de entre todos los contrarios a vuestro reinado, majestad.
—Ya lo sé. ¡Cuánta
sangre derramada por culpa de esos malvados! ¿Y en qué terminaron vuestras
entrevistas con ellos?
—La verdad, majestad, es que fue una sola entrevista
en la que conversé con esos cuatro cabecillas a los que había convocado desde
antes de nuestra llegada a Sundos. Les envié a un hombre de mi confianza y de
la suya también, Nar, hermano de uno de esos cabecillas rebeldes, Marobahar.
—¡Un hermano de
Marobahar es uno de tus hombres! ¡Eso es una locura! —exclamó el rey,
sorprendido.
—En absoluto, majestad.
Preveía yo que nos podría ser útil algún día, y así ha sido. Nos fue
enormemente útil. Él logró convencerles para que me recibieran todos juntos y
escuchar mi oferta.
—¿Tu oferta, príncipe
Ayub? ¿Y sin consultarme?
—Creedme, majestad, no
quise preocuparle con estos asuntos porque veía que su consumación era bastante
remota y prefería asumir el fracaso yo solo, con mi hermano, y que no le afectara
en nada a vuestra majestad.
—De acuerdo, Ayub. ¿Y
cuál fue esa oferta?
—Devolverles todos sus
bienes confiscados por su majestad, multiplicándolos por diez, a cada uno.
—¿Cómo?
¿Multiplicándolos por diez? ¿Se ha vuelto loco, príncipe Ayub? —le increpó el
rey.
—Tenía que ser una
oferta difícil de rechazar, no olvide, mi señor, que el sultán Akbar Khan ya
les ha devuelto todas sus propiedades confiscadas y por eso aceptaron unirse a
él, además de brindarles un trato digno y enaltecido, acercándoles a él hasta
convertirles en el sostén de su gobierno en nuestro reino.
—Sí, lo sé. ¿Y qué más
les ha ofrecido su alteza? —preguntó Radi Shah, tranquilamente, pensativo.
—Ser tratados como
nunca antes por parte de su majestad y por toda la nobleza, incluido el
otorgarles títulos nobiliarios a ellos y a sus descendientes. Eso último fue lo
que más les ha gustado de mi oferta.
—¿Y aceptaron su
oferta, Ayub?
—Sí,
majestad, pero recalcando una y otra vez que su aceptación emana de su amor a
la patria, nunca por mis ofrecimientos. Dijeron estar arrepentidos por haberse
unido a Akbar Khan, especialmente cuando vieron con qué altanería les tratan
sus nobles, aristócratas y caballeros. Llegaron a sincerarse conmigo y vi a
través de sus ojos que decían la verdad. Me dijeron que el sultán era el único
que les trataba bien y con respeto, y que por más que él instaba a sus
lugartenientes brindarles un inmejorable trato, ellos los humillaban, siempre
que el sultán no estuviera presente.
—El ocupante siempre es
altanero, porque tiene firme creencia de que los ocupados son inferiores a él,
pues les ha derrotado y se ha apoderado de su país. Además, el invasor a quien
peor trata es a los traidores que le ayudan a conquistar y controlar su propio
país, como es el caso de esos cuatro malnacidos.
Un ligero silencio
reinó sobre los reunidos, quienes se alegraban de estas buenas nuevas que traía
Ayub, y que, a la vez, no querían interrumpir al rey.
—Y bien, Ayub, ¿cuáles
han sido los términos del acuerdo por parte de ellos? —preguntó Radi Shah.
—Iniciada la batalla,
majestad, ellos y sus tropas volverán sus espadas, lanzas y flechas contra el
enemigo común, lo cual causará un auténtico destrozo y un resquebrajamiento
monumental en las filas de Akbar Khan —respondió Ayub, muy satisfecho del logro
conseguido en ese acuerdo con los rebeldes de antaño.
—¡Bravo, Ayub, bravo,
príncipe! —exclamó el rey sin poder controlar su alegría, dándose cuenta todos
los reunidos que esa era la primera vez que veían alegre y esperanzado, e
incluso eufórico, a su monarca.
—Gracias, majestad
—dijo Ayub enormemente satisfecho al ver que el rey recuperaba la confianza en
sí mismo y en la posibilidad de salir victorioso—. No lo hubiera podido hacer,
majestad, sin la confianza que todos nosotros tenemos en su mando y en su
reinado. También ha sido gracias a mi hermano el príncipe Razin, pues sin él no
me hubiera atrevido a penetrar en el avispero enemigo. Ya sabe, majestad, de lo
que es capaz de hacer mi hermano con la espada en mano.
—Efectivamente —aprobó
un caudillo presente—. Todos lo hemos visto en más de una ocasión.
—Majestad —exclamó
Ayub.
—Dime, Ayub. ¿Algo más
que contarme? Que sea positivo como hasta ahora —dijo el rey, jocosamente.
—Les prometí otra cosa
a nuestros paisanos.
—¿Qué es, Ayub? —preguntó el rey recuperando la
seriedad.
—Que nunca más volverán
a ser tratados con despotismo, sino todo lo contrario, y que serán acercados a
la corte, brindándoles el mismo trato que a los nobles, máxime cuando van a
serlo de verdad, con sus nuevos títulos nobiliarios.
—De esto no os
preocupéis, Ayub —dijo el rey como pensativo—. Los días de despotismo y tiranía
nunca volverán, pueden estar seguros.
—¿Y los títulos
nobiliarios? ¿Les serán concedidos tal como les prometí?
El rey paseó su mirada por los rostros presentes,
como pidiéndoles su opinión y todos asintieron y aprobaron la idea.
—Con toda seguridad,
príncipe, pues los aquí reunidos aprobamos tu propuesta —dijo el rey
pausadamente, como subrayando lo que decía.
—Dios os guarde muchos
años, majestad —exclamó Ayub muy contento—. Esta noche vuelvo a reunirme con
ellos para hacerles llegar las garantías reales y convertir nuestro acuerdo con
ellos en oficial y solemne.
—¿De cuántos hombres
calculas que disponen todos esos futuros nobles juntos, príncipe Ayub?
Ayub reflexionó, agachó
la cabeza un poco, luego respondió sin abandonar su gesto pensativo, como
calculando en voz alta:
—Que yo sepa, majestad,
y vuestra majestad sabe que yo he guerreado mucho contra ellos, lo mismo que el
príncipe Razin, entre todos reúnen al menos quince mil hombres aguerridos que
se lanzan en la lucha contra sus enemigos cuales armas arrojadizas, sin piedad
y sin tener en cuenta, ni remotamente, la muerte. Acuérdese, majestad, que la
mayoría de ellos pertenecen a unas tribus para las cuales la mayor vergüenza de
un hombre es no arrojarse directamente contra su rival en la batalla, sea cual
sea el resultado, pues si vence es un héroe y si muere también lo es, y con
mucha más aura, la del mártir.
En ese momento,
irrumpió en la reunión, que se celebraba en el pabellón real de Radi Shah, el
jefe de la guardia personal del rey, avisando de la llegada de un emisario del
rey Qadir Khan, que le urgía presentarse ante el monarca. Radi Shah frunció el
ceño en señal de profunda extrañeza. ¿Qué vendría a hacer ese emisario de Qadir
Khan? Sin embargo, el hecho le agradó, pues su gran aliado no se había olvidado
de él a pesar de estar tan ocupado con la boda de su hija y con toda aquella
pléyade de invitados que seguramente inundaban a esas horas los palacios y
palacetes de la capital, Zulmabad. Todos los presentes estaban expectantes,
pues su extrañeza no era menor que la del monarca. Por la cabeza de todos,
incluido Radi Shah, rondó de pronto la idea de que Qadir Khan había accedido a
apoyar a su aliado enviándole tropas. Todos se habían olvidado hasta aquellos
momentos del príncipe Feruz, de su séquito y el sinfín de magníficos regalos
que habían llevado consigo a Zulmabad.
Efectivamente, el
silencioso pensamiento de los reunidos no había errado, pues el emisario
anunció que un ejército de unos veinticinco mil hombres procedente de Rujistán
estaba detenido a media jornada de Sundos y que estaba destinado a ponerse bajo
el mando de Radi Shah. El emisario comunicó que esas tropas las encabezaba el
príncipe Qandar, hijo de Qadir Khan, y el propio príncipe Feruz, lo que fue
motivo de una gran alegría para el monarca, Ayub y los demás caudillos
presentes. «Hasta tal punto Qadir Khan le apreciaba que le envía a su propio
hijo para luchar a su lado contra Akbar Khan», pensó el monarca. Ese gran gesto
de Qadir Khan abrumó al rey y le hizo sentirse, a partir de aquel momento, en
deuda con él.
Radi Shah deseaba salir
él mismo al encuentro de su hijo y Qandar, sin embargo, ordenó al príncipe
Razin acudir inmediatamente al encuentro del ejército rujistaní, acompañado por
el emisario y uno de los caudillos presentes, y pedir a los príncipes Qandar y
Feruz quedarse donde estaban hasta la caída de la noche y luego avanzar lenta y
cuidadosamente, evitando producir fuertes ruidos, hasta llegar a ocultarse
detrás de unas colinas sitas en las inmediaciones del campo de batalla. Razin
tenía también el encargo del rey de organizar el modo y el momento de la
irrupción en la batalla de las fuerzas llegadas de Rujistán.
Al
caer la tarde, los vigías que no dejaban de otear el horizonte a la espera de
la llegada del príncipe Sarwan con sus tropas, divisaron en la lontananza la
aparición de los estandartes del reino de Sindistán. El monarca y Ayub fueron
avisados de inmediato y el rey pidió a los informantes regresar y cerciorarse
de quién estaba al mando de esas tropas y pedirles que no se acercasen
demasiado y que esperasen a que acudiera a su encuentro Radi Shah en persona.
Los emisarios regresaron a la caída del sol asegurando al rey que su hermano
Sarwan iba a la cabeza de las tropas venidas de la cordillera de Nujum. El
monarca casi saltaba de alegría, abrazándose una y otra vez a Ayub, quien, a su
vez, parecía estar en éxtasis al oír la tan anhelada noticia de que su primo y
amigo de la infancia estuviera a salvo.
—¿Veis, majestad? Se lo
dije, primo —chillaba Ayub alegre, perdiendo la compostura, lo mismo que el
rey, y otros príncipes presentes.
—Desde luego, primo
—gritaba Radi Shah a su vez alborozado, abrazándose efusivamente con cuantos
príncipes y caudillos se acercaban hasta él para felicitarle.
Todos
estaban viviendo uno de los momentos más felices de sus vidas, especialmente
Radi Shah, que de pronto había recuperado a su hijo Feruz y a su hermano
Sarwan, además de la confianza de obtener la victoria sobre Akbar Khan.
Horas después, al
quedarse los campos, las colinas y los montes envueltos por el oscuro manto de
la noche, Radi Shah acompañado de dos de sus principales caudillos acudieron a
recibir al príncipe Sarwan y a sus tropas. El encuentro entre los dos hermanos
fue muy emotivo, pues Radi Shah tenía pocas esperanzas de volver a encontrar
con vida a Sarwan. Al mismo tiempo, Ayub y Razin se habían infiltrado de nuevo
en el campamento del ejército enemigo, donde volvieron a entrevistarse con los
líderes rebeldes con quienes habían negociado anteriormente.
En
el pabellón principal del campamento del príncipe Sarwan, este explicó con
detalle a su hermano todas las peripecias que habían vivido él y sus tropas
desde que el alud de rocas y piedras, provocado por los emboscados del ejército
de Najmistán, partiera al ejército sindistaní en dos. Radi Shah y sus
acompañantes escuchaban el relato con sus cinco sentidos, con rostros que iban
cambiando de semblante y expresión, desde el padecimiento profundo hasta la
satisfacción, dando alabanzas «a Dios todopoderoso, con cuya ayuda pudimos
llegar hasta aquí a tiempo, para ser la espada vengadora del enemigo que nos
causó tantos sufrimientos, siempre a traición y por sorpresa», concluyó Sarwan.
El rey volvía a
abrazarse con su hermano, el único hermano que le quedaba, mientras repetía en
voz alta, para que le escucharan todos los presentes:
—Nuestra venganza no
tardará en dar sus frutos, hermano, te lo prometo, os lo prometo a todos
vosotros —dijo esta última frase dirigiéndose a sus lugartenientes.