AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 53 (22 mayo 2023)
Para salvar la situación y destensar los nervios de
todos los allí presentes, lo que daría pie a solicitarle al rey ayuda militar,
Feruz pidió permiso para que entrasen los portadores de regalos y agasajos.
Qadir Khan pensó que lo de los regalos le dejaría espacio de tiempo para
reflexionar acerca de qué hacer ante la situación creada, tan acuciante, por la
invasión de Sindistán.
Los regalos, como ocurre con la
mayoría de los seres humanos, sin importar la condición social a la que
pertenecen, alegraron la cara del rey y las de todos los que le acompañaban,
pues eran muchos y fabulosos los presentes que iban destinados a toda la
familia real, uno por uno, principalmente a los dos novios, Gayatari y Bahman.
Tras la entrega de los regalos, que fue larga y
pausada, con muchos momentos de sorpresa, comentarios jocosos y sonrisas, el
rey, que parecía haber repuesto ya su buen humor y esperanzado ante la promesa
que le hizo Feruz de liberar a Sundos, se acercó al príncipe, rodeándole los
hombros con su brazo, agradeciendo en voz alta tan generosos y suntuosos
regalos de su padre.
—¡Sayed Zada, Diauddin! —exclamó el rey llamando la
atención a su gran visir y al jefe de su ejército—. Disponed cuanto sea
necesario para que el joven príncipe Feruz se instale con toda clase de
comodidades y servicio.
—A la orden, majestad
—contestaron ambos al unísono.
—Diauddin, que veinticinco mil caballeros y jinetes
de nuestras fuerzas en la frontera norte, partan cuanto antes para ponerse a
disposición de su majestad, Radi Shah, en las inmediaciones de Sundos.
Al príncipe Feruz le vino aquella orden como caída
del cielo, pues no veía el momento adecuado para formular la petición de ayuda
que le había encargado su padre. Diauddin acató la orden real de inmediato,
despidiéndose de los presentes para ir a ponerla en marcha.
Al día siguiente, llegaba a Zulmabad el príncipe
Khorshid con los supervivientes de su ejército, muchos de ellos heridos y
algunos en malas condiciones. El príncipe fue recibido en el Palacio Real con
grandes muestras de alegría por parte de su familia, nobles y visires.
En el salón del trono, donde
le esperaban todos, Khorshid narró con detalle lo sucedido aquella mañana en la
que su ejército fue aniquilado sin piedad por unos cientos de pájaros negros
con cabezas de serpientes y de enorme tamaño, que formaban parte de nubes inmensas
y negras, probablemente —decía— compuestas por esa clase de monstruos.
—¿Y no crees, hijo, que detrás de todo esto
estuviera la chica voladora que destruyó la tropa de Jabur? —preguntó el rey a
su hijo con la intención de cerciorarse de las noticias, según las cuales la
hija de Nuriddin no tenía nada que ver con lo sucedido con el ejército de su
hijo.
—No, majestad —respondió
Khorshid todo seguro—. Allí no había más que esos monstruos voladores. Nosotros
habíamos iniciado el ataque contra ellos pensando que esa chica, de la que nos
habló Jabur, estuviera detrás de aquel ataque, y esperábamos que apareciera en
cualquier momento entre los atacantes esperpénticos, pero nunca la vimos allí.
—Eso mismo decía yo —respondió el rey sonriendo
satisfecho y mirando a todos los presentes—. No existe tal princesa bruja y
poderosa como nos han querido hacer creer. Seguro que toda esa fábula ha sido
promovida por el propio Nuriddin, para hacernos pensar que tiene mucho más
poder de lo que en realidad tiene, y casi lo logra.
El rey Qadir Khan parecía
haberse olvidado de la pérdida de casi cinco mil hombres que acompañaban a su
hijo, y solo le importaba en aquel momento el hecho de ver a Khorshid delante
de él, sano y salvo. Las cosas habían cambiado de color ante sus ojos y todo ya
le parecía teñido de color de rosa, con Zulmabad empezando a recibir a los
primeros invitados que llegaban para asistir a la boda. En cuanto al problema
de Sindistán, tampoco quería amargarse la vida pensando en ello, confiando en
que las palabras del príncipe Feruz iban a cumplirse, especialmente con el
apoyo de su ejército a las fuerzas de Radi Shah. «Todo está bajo control», se
decía. «Todo irá bien», repetía para sus adentros.
Allá, fuera del Palacio Real,
al caer la noche, Babu llegaba a Zulmabad, ese era el último de los veinte
secuaces de Pakiza, madre de Bahman, en arribar a la capital del reino de
Rujistán. A la mañana siguiente los veinte se pusieron bajo las órdenes de
Sunjoq, jefe de la unidad militar que había acompañado al difunto Parvaz Pachá,
de embajador, a Zulmabad, y que en aquellos momentos estaba al servicio de su
hijo, Bahman. Los veinte de Pakiza se disponían a ejecutar su plan, que debía
ser consumado la noche anterior a la celebración de la boda, pues esa noche
todos en el palacio, incluida la Guardia Real, estarían muy ocupados atendiendo
a los numerosos huéspedes y sus interminables necesidades y requerimientos,
además del barullo que se formaría para entonces en el palacio y sus
alrededores con las idas y venidas de centenares de guardias extranjeros que
habrían llegado como escoltas de sus correspondientes reyes y nobles.
Capítulo 41. Radi Shah y Akbar Khan, cara
a cara
l príncipe Sarwan erraba con lo que le quedaba de
tropas por dentro del territorio de Qanunistán intentando de esta manera
alejarse de las tropas de Najmistán, que habían destrozado la tercera parte del
ejército de Radi Shah, en la tremenda emboscada de los desfiladeros de la
cordillera de Nujum.
Mientras, Zafar Pachá, general del ejército
najmistaní, que había infligido aquella enorme derrota al ejército de Radi
Shah, había detenido la matanza al caer la noche y al amanecer del día
siguiente había perdido todo rastro del ejército derrotado, pues el príncipe
sindistaní, Sarwan, había ordenado a algunos de sus exploradores marchar en la
retaguardia e ir borrando todo rastro que pudiera servir de pista a las tropas
enemigas cuando amaneciera. Por otra parte, las tropas de Zafar Pachá se
ocuparon al amanecer de apoderarse del enorme botín que suponían aquellos pertrechos,
armas y provisiones, abandonados por las tropas sindistaníes en su huida
nocturna.
Cuando Sarwan reparó en que se encontraba en el
territorio enemigo de Qanunistán, no le cabía otra preocupación que la de
cruzar la frontera hacia su país, sin embargo, sus lugartenientes le
advirtieron de que eso implicaría regresar a las montañas y a los desfiladeros
donde seguramente seguían allí las tropas de Najmistán, acechándolos a
sabiendas de que su regreso era ineludible.
Así las cosas, Sarwan optó por ir bordeando la
frontera en dirección este, cuidándose mucho de no toparse con tropas enemigas,
avanzando solo de noche, guiándose por la posición de estrellas y
constelaciones, con la inapreciable ayuda de sus avispados guías, hasta haber
pasado la cordillera. Entonces, se adentró en el territorio de su país, pero
todo aquello sumaba días de demora a la hora de intentar alcanzar las tropas de
su hermano, el rey Radi Shah.
Habían pasado algunas horas desde que Sarwan y sus
tropas hubieron penetrado de nuevo en territorio de su país, sintiendo un gran
alivio, cuando se toparon, por pura casualidad, con dos jinetes enviados por
Zafar Pachá a Sundos para informar a Akbar Khan de lo acontecido en los
desfiladeros y pedir nuevas instrucciones del sultán. Los jinetes acabaron como
prisioneros y nunca llegaron a Sundos. Los que sí llegaron a la capital de
Sindistán y comparecieron ante el sultán Akbar Khan fueron dos jinetes
sindistaníes que suplantaron a los dos emisarios de Zafar Pachá. Estos, al
comparecer ante Akbar Khan, le comunicaron el mensaje que les dictó,
verbalmente, el propio príncipe Sarwan, y cuyo contenido era, en parte, el que
llevaban los dos emisarios apresados. Así, el mensaje que escuchó Akbar Khan de
boca de uno de la pareja de falsos enviados era que Zafar Pachá obtuvo una
victoria aplastante sobre el ejército de Radi Shah y que, como había sido
planificado, dejó pasar la mitad de ese ejército mientras la otra mitad había
sido aniquilada y cientos de sus soldados y caudillos hechos prisioneros, entre
ellos el propio príncipe Sarwan. Con este contenido, Sarwan quería que Akbar
Khan estuviese seguro de que se iba a enfrentar en Sundos solo a la mitad del
ejército sindistaní.
Esas noticias fueron motivo de gran alboroto y
regocijo por parte de Akbar Khan y sus lugartenientes, que ya no tenían que
preocuparse más de gran parte del ejército de Radi Shah, a la vez que creían
tener prisionero al hermano del monarca enemigo, lo cual les permitiría, según
pensaron, obtener de él, si fuera necesario, la rendición, a cambio de la vida
de su hermano y mano derecha.
Sarwan, previniendo cualquier engaño a su hermano
por parte de Akbar Khan, envió otros dos veloces jinetes en busca de Radi Shah,
para tranquilizarle y comunicarle que se encontraba en camino y a la cabeza de
las tropas de regreso a Sundos. Sin embargo, el destino hizo que esos dos
jinetes cayeran en manos de unos bandidos y nunca llegaran a informar a Radi
Shah.
Finalmente, el monarca sindistaní, a la cabeza de
sus tropas, arribaba a las inmediaciones de Sundos, pero aún se encontraba
lejos del lugar donde le esperaba el ejército de Akbar Khan. Acampada la tropa
allí, vigías najmistaníes ocultos en aquel lugar, salieron de inmediato a toda
velocidad para avisar de la llegada del ejército enemigo.
Al amanecer
del día siguiente, Radi Shah decidió permanecer acampado dos días más, con el
propósito de dar tiempo a su hermano para que le alcanzase, y también para que
su ejército y su caballería descansaran del largo viaje. Reemprenderían la
marcha al tercer día hacia su objetivo, hasta llegar a la extensa planicie
donde le estaba esperando el formidable ejército de Akbar Khan. Al divisar el
escuadrón enemigo, Radi Shah ordenó al príncipe Ayub detener la marcha e ir
desplegando y organizando al regimiento para la decisiva batalla.
El monarca sindistaní miraba a través de la
distancia al ejército de Najmistán, desplegado bajo estandartes blancos
flameantes y pendones cuyos colores variaban según a qué cuerpo del ejército
pertenecían: lanceros, arqueros, caballeros, infantes u otros.
En aquellos momentos, el ánimo
del monarca sindistaní se mostraba especialmente hundido, sentía el suelo
tambalearse bajo su montura, un nuevo y formidable pura sangre árabe, cubierto
por una gualdrapa con incrustaciones esmaltadas multicolores y botones
cristalinos como gotas de lluvia, que solo utilizaba en las batallas. «¡Dios
mío! —se
decía, incrédulo—. ¡Cómo es posible que me encuentre en estos momentos aquí, en
el mismo lugar donde tantas y tantas veces en mi vida, desde mi más tierna
juventud, he galopado a lomos de mis caballos, en ejercicios militares y de
adiestramiento o en juegos y carreras de destreza y competición¡ Y ahora, heme
aquí en el mismo sitio de siempre, como si fuera un perfecto extraño, ajeno a
todo esto, y, encima, con un ejército foráneo interminable delante de mis ojos,
que forma un auténtico muro, que me impide llegar a mi ciudad, que allí está a
lo lejos, a mi gente, ¡a mi palacio y a mi lecho! ¡Todo eso que me pertenece a
mí y perteneció a mi padre y a mis antepasados, ahora es propiedad de esta
gente extraña y enemiga, que también vienen a quitarnos la propia vida!». Radi
Shah no paraba de autoflagelarse, y se le caía el alma a los pies, por varias
razones, pero especialmente por arrepentimiento de haber sido siempre tan
cruel, despiadado y engreído. Desde que supo que le fue arrebatada Sundos,
hasta ese momento en el que se hallaba cara a cara frente al ejército de Akbar
Khan, no había dejado de arrepentirse ni por un momento, pidiendo perdón a
Dios, desde lo más profundo de su corazón, insistentemente, en silencio. El
monarca no dejaba de pensar en que lo que estaba sufriendo a manos de Akbar
Khan no era en realidad más que un castigo divino por su desmedida tiranía e
injusticia.
Pero, además, en aquellos momentos en el que le
embargaba, tan poderosamente, la melancolía, se acordaba también de la
catástrofe sufrida por su ejército en aquellos desfiladeros de la muerte, en la
cordillera de Nujum. «¿Qué habrá sido de Sarwan y los suyos? ¿Acaso mi hermano
sigue vivo o ha muerto?», se preguntaba desconsolado y pensaba, mientras sentía
casi estallar un nudo de amargura en su garganta, que «ojalá la batalla se
retrasase solo hasta saber si mi amado hermano está vivo o muerto». Sarwan era
el único hermano varón que le quedaba a Radi Shah, tras la muerte de sus otros
hermanos en distintas batallas o por causas naturales. En realidad, si Radi
Shah, días atrás, había recuperado algo de esperanza de poder reconquistar su
capital, fue gracias al ánimo que le infundían Sarwan y Ayub, ilusiones que se
avivaron luego al haberse visto al frente de su propio ejército, al sur del
país, emprendiendo la marcha hacia Sundos. Sin embargo, esa esperanza se había
mermado notablemente tras el despiadado ataque de los desfiladeros.
Ese cúmulo de sentimientos y pensamientos lúgubres,
además de haber comprendido que el ejército de Akbar Khan superaba ampliamente
en efectivos al suyo, hundía más y más, si cabía, al monarca de Sindistán,
quien, a la vista de todo aquello lo daba todo por perdido, incluida su propia
vida. Radi Shah, hombre de fuerte complexión y poderosos brazos a la hora de
empuñar su alfanje o cualquier otra arma, se negaba a cubrirse con cotas,
yelmos de hierro u otros metales, presentándose en las batallas siempre tocado de
un simple casco y portando en su mano izquierda un escudo de cuero grueso y
repujado.
De repente, Radi Shah echó de menos a su primo el
príncipe Ayub, pues no le había visto por allí desde hacía un buen rato. Ponía
en Ayub, en aquella amarga mañana, toda su confianza, pues era un joven de
acreditadísima valentía y probado arrojo en mil batallas, mandando tropas,
además de ser conocido por su equilibrada personalidad y gran inteligencia.
Poco después, Ayub se presentó al lado del rey,
instándole a limitarse a supervisar la batalla desde una atalaya cercana,
rodeado de sus escoltas, pero el monarca se negó en redondo, insistiendo en
encabezar él mismo las tropas y seguir los planes que la noche anterior habían
trazado para conducir la batalla lo mejor que podían, colocando a destacados
caudillos en los puestos claves.
Al otro lado de la explanada se encontraba Akbar
Khan montando un precioso corcel blanco cubierto parcialmente por una gualdrapa
a rayas doradas, con su cabello al viento, pero sujetando con su mano izquierda
un yelmo de hierro esmaltado todo de negro, que al colocarlo solo dejaba al
descubierto los ojos, nada más. El tronco y las piernas las tenía cubiertas por
una loriga de escamas metálicas relucientes que le cubría hasta los pies.
Akbar Khan, que se sentía en la
cumbre de su gloria tras haberse resarcido de la afrenta que recibió de parte
de Radi Shah, estaba flanqueado por dos nobles: Faraz Mirza y Furqan Agha. El
príncipe Shahlal, su hermano, se hallaba en una posición mucho más adelantada y
cercana a las tropas enemigas, flanqueado a su vez por un grupo de los más
diestros espadas del ejército, prestos a protagonizar los primeros desafíos y
retos individuales contra sus pares enemigos, como era la costumbre antes de
iniciar las grandes batallas.
Shahlal, en clara actitud desafiante, esperaba que
saliera el primer oponente. Ayub quería ser el primero, pero Radi Shah se lo
impidió tajantemente.
De repente, Radi Shah avanzó al trote hacia la
posición de Shahlal, lo que sorprendió enormemente a Ayub, quien le siguió
hasta poner su montura al lado de la del rey, pero este le espetó de modo
rotundo para que regresara a su posición, a la vez que le tranquilizaba.
Shahlal no salía de su asombro ante esta inesperada
sorpresa, pues si Radi Shah quería batirse en duelo el único que podía ser su
rival era el sultán Akbar Khan, ya que nadie podía aceptar el reto salvo
alguien que fuera par e igual del retador.
Pero esa no era la intención de Radi Shah.
—Soy el rey Radi Shah —retumbó
la voz del monarca que se había detenido, erguido y orgulloso sobre su montura,
a tan solo unos metros de Shahlal—, y quiero reunirme con vuestro sultán, su
majestad Akbar Khan. Tal vez encontremos el modo de ahorrarnos derramamientos
de sangre y horrores, pues, al fin y al cabo, somos en esencia un mismo pueblo
que hemos vivido en armonía a lo largo de siglos.
Un pesado silencio reinó sobre aquella llanura sin
fin, mientras soplaba un viento suave que se dejaba oír, pero sin levantar
polvo ni molestar.
—De acuerdo, majestad —gritó Shahlal, muy
respetuosamente—. Permítame avisar al sultán.
Shahlal se lanzó al galope al encuentro de su
hermano, mientras Ayub intercambiaba miradas de incomprensión y sorpresa con
otros caudillos que lo rodeaban. «¿Qué es lo que hay en la mente del rey que le
hizo tomar esta decisión tan repentina de reunirse con Akbar Khan, sin haber
consultado con nosotros antes?», se preguntaba Ayub perplejo, pues él se había
dado perfecta cuenta de cuán afligido se encontraba su primo, el rey, desde que
pudieron escapar ilesos de la emboscada de los desfiladeros de Nujum, además de
que seguía ignorando la suerte que corrió su hermano, Sarwan. Esa preocupación
se hizo más honda y visible cuando pisaron las tierras de los arrabales de
Sundos y luego cuando divisó el imponente ejército de Akbar Khan.
Radi Shah veía de lejos que Shahlal estaba hablando
con Akbar Khan. Al rato, Akbar Khan espoleó su montura, cabalgando al paso,
parsimonioso, con la espalda erguida y la cabeza alta, mientras Shahlal
regresaba veloz hasta llegar a donde estaba el rey de Sindistán.
—Su majestad, el sultán, le esperará justo en el
punto medio entre los dos ejércitos, majestad.
Radi Shah avanzó al trote de nuevo, con lo que llegó
al punto medio bastante antes que el sultán, quien al ver que el rey se había
detenido en el punto medio no se inmutó y continuó recorriendo el resto de la
distancia con su cabalgadura marchando al paso, haciendo esperar a Radi Shah.
Ambos monarcas se pusieron frente a frente, sin
bajarse de sus monturas. La mirada de Akbar Khan era altiva y la de Radi Shah
también, pero algo huidiza, la misma mirada que tenía en el último encuentro de
ambos, en Sundos, cuando Akbar Khan trataba de convencerle de abandonar la
alianza tripartita, en nombre de la amistad que les unía desde tiempo atrás.
—Dime, Radi Shah —dijo el sultán con voz templada,
sin utilizar la fórmula de «majestad», algo que no gustó nada al rey—. Habéis
pedido hablar conmigo y aquí estoy.
—Te comportas altivamente, Akbar Khan —respondió
Radi Shah, devolviendo la afrenta, desafiante—. Habéis aprovechado mi ausencia
y la de mi ejército de mi casa para asaltarla y ocuparla. Esto no es
comportarse con honor entre monarcas, Akbar Khan.
Ambos hablaban sin ser oídos por nadie más, pues
apenas levantaban la voz, y solo les separaban las cabezas de sus monturas.
—Mira quién
viene a hablar de trato de honor entre monarcas —replicó Akbar Khan con algo de
sorna—. Primero, vuestro ejército se encontraba en la frontera de mi aliado, su
majestad, el sultán Nuriddin, para agredirle e invadir su reino. Segundo, vos
os encontrabais en viaje de adulación a vuestro nuevo aliado, ese por el cual
habéis traicionado nuestra amistad y alianza. Tercero, ¿dónde se encontraba ese
trato de honor entre monarcas cuando nos encontramos vos y yo en esta ciudad,
que está a mi espalda, hace poco? En aquel momento no os acordasteis del honor
ni por un instante, insistiendo en traicionar nuestra amistad y nuestra
alianza, y eso, sin mencionar el trato denigrante que recibimos el gran visir
de Qanunistán y enviado de su majestad, el sultán Nuriddin, y yo mismo.
Radi Shah no respondió, pues
sabía que su rival decía la verdad. Además, se daba cuenta de que su
interlocutor, que se negaba a tratarle de «su majestad», no paraba de utilizar
esta fórmula cuando se refería al sultán de Qanunistán.
Ambos
monarcas permanecieron callados por unos instantes.
—Me devolvéis lo mío, Akbar Khan, os retiráis a
vuestra tierra en paz, y yo, a cambio, prometo no hacer la guerra contra vos ni
contra el sultán Nuriddin.
Dicho esto, ambos monarcas se quedaron mirando a los
ojos, sin articular palabra. A ambos les embargaba el fuerte sentimiento de que
los tiempos de amistad entre ellos, largos años de entrañable confraternidad y
lealtad, habían desaparecido sin dejar rastro en sus corazones, pues las
afrentas fueron muy graves por ambas partes, especialmente la que recibió Radi
Shah, al ser invadido su país y ocupada su capital y la mitad de su reino. Radi
Shah tuvo la certeza en aquellos momentos de que no había esperanza de arreglar
el asunto por las buenas y que ambos estaban abocados a una inmediata y cruenta
batalla.
—Os habéis vuelto arrogante, Akbar Khan, exactamente
como me sentía yo cuando me equivoqué tratándoos de aquella manera cuando
vinisteis a pedirme ser razonable. La arrogancia es mala consejera, ciega el
corazón, viejo amigo. Pensad que podéis estar equivocado, y mucho, al no
aceptar mi ofrecimiento, lo mismo que hice yo antaño ante el vuestro. Mirad a
dónde me llevó la arrogancia y pensad a dónde os puede llevar a vos.
—No es arrogancia, es poder. Ahora Najmistán ha
vencido a Sindistán. Eso es una realidad palpable que no puedes ignorar, Radi
Shah. Tenéis que ser realista y aceptar vuestra derrota.
Parecía que el sultán de Najmistán restregaba la
amarga realidad de la derrota en la cara de su enemigo, su entrañable amigo de
antaño, y es que los peores odios suelen ser las amistades o los amores del
ayer, debido al consabido, enigmático y finísimo hilo que separa amor de odio.
—Todo ocurre por la voluntad de Dios, Akbar
Khan —respondió Radi Shah, en tono
ponderado—. Sin embargo, nada es definitivo y muchas veces lo que conseguimos
tras haberlo anhelado largamente, y nos satisface enormemente haberlo obtenido,
es el mismo que nos amarga la vida tiempo después hasta desear no haberlo
obtenido nunca jamás, e incluso maldecir el día en el que lo hemos conseguido.
Y cuando Dios decide darnos lo que tanto anhelamos y tanto suplicamos que nos
dé, viejo amigo, muchas veces lo hace para después castigarnos con eso mismo
que tanto ansiábamos y que nuestros esfuerzos por conseguirlo nos habían
mantenido lejos de su sendero divino. Viejo amigo, recuerda que nunca se sabe
si un bien es bueno del todo y para siempre, o si un mal es dañino del todo y que
así será para siempre, pues todo en la vida puede convertirse en su contrario.
Creedme, os lo digo sinceramente y por experiencia.
—Veo que os habéis vuelto muy sermoneador, Radi
Shah. ¿Dónde estaba escondida toda esta cordura cuando os visité la última vez
en son de paz? —respondió Akbar Khan, en un tono más bien irónico, lo que
molestó al monarca sindistaní.
—Si os negáis a aceptar mi oferta de marcharos en
paz, Akbar Khan, tendréis la batalla que buscáis, y si os derrotamos seguro que
tu reinado llega a su fin —dijo Radi Shah, en tono muy serio, seguro de sí
mismo, pero nada amenazador, como si estuviera limitándose a narrar unos
acontecimientos venideros—, y si nos derrotáis en esta batalla —agregó—, solo
sería el principio de una guerra que se alargará, no dudes de ello, hasta que
no quede uno solo de vuestros hombres en Sindistán. Y que sepáis que nada
cambiaría si yo pierdo la vida en esta batalla o en la próxima, y que no os
engañen las apariencias, pues el pueblo de Sindistán no descansará hasta ver
libre su país.
Akbar Khan escuchaba con atención, pensativo, pero
sin tener demasiado en cuenta lo que escuchaba. Más bien estaba pensando en la
oferta que le iba a hacer a Radi Shah.
—Mirad, Radi Shah, vos me habéis hecho una oferta,
que por supuesto rechazo —dijo el monarca najmistaní, fríamente—. Yo en cambio,
os voy a hacer la mía, que difícilmente podéis rechazar. Mi ofrecimiento
consiste en que dejaré el resto de Sindistán sin conquistar. Será vuestro. Vos
sabéis de sobra que puedo seguir adelante y conquistar el resto del país sin
grandes dificultades. Mis tropas, como lo habéis comprobado en persona, ya
ocupan el sur de este país, mientras las vuestras aquí están diezmadas y
desmoralizadas. Pero ese ofrecimiento mío, muy generoso, tendrá un precio, y es
el siguiente: que os retiréis definitivamente de la alianza con Qadir Khan. Si
no lo hacéis, seguiré adelante hasta conquistar todo Sindistán.
En realidad, la oferta que
Akbar Khan acababa de hacerle a Radi Shah la había acordado con su hermano
Shahlal y con Faraz Mirza, Furqan Agha, en una reunión, en la cual habían
decidido presentarla al monarca sindistaní en caso de producirse conversaciones
o negociaciones con él. Una vez ocupada prácticamente la parte oriental de
Sindistán, de norte a sur, no había necesidad de derramamiento de sangre en una
batalla que a todas luces se presentaba muy encarnizada, dado que las tropas de
Radi Shah, y el propio rey, acababan de sufrir una derrota en el sur y venían a
recuperar lo suyo a toda costa, sin tener nada que perder ya. Akbar Khan y los
suyos llegaron a la conclusión de que si Radi Shah aceptaba su oferta, ellos
salían ganando enormemente, sin haber perdido un solo hombre. Además, pensaron
que Radi Shah aceptaría de buena gana esta oferta dado que él contaba con que
todo su reino estaba perdido ya, y el hecho de ver ahora que podía recuperar la
mitad occidental del territorio de su país, sin pérdidas añadidas, sería algo
que no podía rechazar, a la espera de mejores tiempos para él.
Radi Shah, al oír la oferta de su adversario se
quedó callado. La oferta en sí le repugnó nada más escucharla, pues veía en
ella cuán desprecio le tenía Akbar Khan en aquellos momentos, hasta el límite
de pensar que él y su ejército podían aceptar tan ultrajante oferta, y abstenerse
de luchar por su país y por su honor. Sin embargo, el monarca sindistaní,
hombre avispado y curtido en los avatares de la vida y en infinidad de
batallas, necesitaba tiempo, acuciantemente, para dar ocasión a Sarwan y al
resto de sus tropas a alcanzar Sundos y unirse a la batalla.
—Tengo que estudiar vuestro ofrecimiento
detenidamente con mis príncipes y caudillos —dijo Radi Shah tras permanecer un
rato en silencio, simulando estar pensando en la oferta.
Akbar Khan, sorprendido por lo que consideraba una pronta
aceptación de su ofrecimiento, dejó asomar una amplia sonrisa.
—Me alegra ver que sois realista, majestad, y que
habéis tomado mi ofrecimiento seriamente. —«Majestad», Radi Shah se dio cuenta
enseguida del cambio de tratamiento habido en el modo con que Akbar Khan se
dirigía a él—. Espero su respuesta, majestad, mañana a la salida del sol
—continuó el monarca invasor.
—Necesito más tiempo que eso, majestad. Hay que
estudiar bien cómo van a quedar los límites de Sindistán.
—Pongamos de plazo hasta la salida del sol de pasado
mañana, si su respuesta entonces es positiva y nuestra oferta es aceptada,
habrá tiempo para que nos sentemos a estudiar las nuevas fronteras —dijo el
sultán invasor, seguro de que Radi Shah no podía estar esperando refuerzos desde
el sur, ya que sus tropas fueron aniquiladas por el ejército de Zafar Pachá, en
la cordillera de Nujum, y su hermano, el príncipe Sarwan, fue hecho prisionero,
según le informaron días antes los dos emisarios falsos que habían sido
enviados por el propio Sarwan.
A Radi Shah le bastaba con ese
plazo de tiempo. Las negociaciones sobre las nuevas fronteras pueden llevar
días o incluso semanas, lo que daría tiempo de sobra para la llegada de Sarwan
y sus tropas.
Ambos monarcas se despidieron amablemente, y cuando
Radi Shah se alejaba de regreso a su campamento, oyó al sultán llamarle, por lo
que se dio la vuelta.
—¡Majestad! —gritaba Akbar Khan.
—Dígame, majestad —le contestó Radi Shah con voz
alta, mientras ambos monarcas permanecían alejados el uno del otro por una
veintena de brazos.
—Se me olvidó decirle a su majestad, que dado que su
hermano, el príncipe Sarwan, es mi prisionero, procure que pasado mañana al
amanecer su respuesta a mi propuesta sea un sí claro y rotundo —exclamaba el
sultán dejando vislumbrar una sonrisa sibilina—. También le quería decir que se
olvide del resto de su ejército, nadie de ellos volverá, nadie, majestad. Le
daré más detalles sobre todo esto pasado mañana.
A Radi Shah le cayó lo que acababa de escuchar cual
rayo fulminante, y hasta su caballo pareció haberse quedado clavado en su
sitio. El monarca no supo qué responder, limitándose a balbucir algo que ni
siquiera él sabía lo que era, mientras veía alejarse a Akbar Khan sobre su
montura, al paso, estirado y altivo, lleno de confianza en sí mismo y en su
inminente futuro.
Continuará