AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 36)
3 Diciembre 2022
Muhammad Pachá y
Amarzad, intercambiando una mirada de profunda satisfacción, se pusieron
igualmente de pie preocupados también por Korosh y pensando que no se levantaba
más.
Burhanuddin ni se
inmutó ante la alarma que encendió el ánimo de muchos de los presentes, y sin
moverse de su sitio esperó a que Korosh se levantara sin demostrar la menor
intención de atacarle. Korosh, acobardado ante la fortaleza que acababa de
sufrir en sus propias carnes, se quedó de pie paralizado sin saber qué hacer,
pues ese salto de tigre con el que había iniciado la pelea y que tantas veces
antes había utilizado con éxito, era lo mejor que sabía hacer luchando, y de
haberle salido bien el golpe y una vez derribado Burhanuddin en el suelo,
Korosh tenía la intención de asestarle tal golpe en la cara con la punta plana
de la espada que iba a ser mortal. Al leer estos pensamientos en la mente del
príncipe, Amarzad se quedó horrorizada, pero sin temer mucho por la vida de su
amado, máxime cuando había visto con sus propios ojos una demostración
inequívoca de su asombrosa destreza en el combate.
El rey, viendo que su
hijo se había levantado, volvió a sentarse respirando hondo mientras un
silencio sepulcral volvió a echar su manto sobre todos los presentes, que
contenían la respiración a la espera de lo que pudiera pasar a continuación y
temiendo que Korosh volviera a sufrir otro golpe como el anterior que podría
acarrearle nefastas consecuencias.
Korosh, que aún estaba
algo aturdido por la fuerte caída que había sufrido, avanzó hacia su
contrincante espada en alto, pero ya sin la autoconfianza que minutos antes le
llenaba de orgullo; esta vez veía muy lejano el poder matar a Burhanuddin.
Mientras, el joven pachá seguía sin moverse, con la espada bajada tocando el
suelo con su punta, dirigiendo una mirada fría a Korosh, como esperando a que
le volviera a atacar, lo que le ponía al príncipe en una situación muy
vergonzosa delante de su familia, de sus primos y de los nobles, ya que todos
se habían dado cuenta de que el extranjero no tenía la intención de humillar al
príncipe, si no, le hubiera atacado fácilmente cuando se encontraba en el suelo
sin poder moverse, poniendo fin al combate.
Korosh creía firmemente
que batirse contra su contrincante espada en mano al modo acostumbrado en estos
casos no tenía ningún sentido, dada la clase de espadas que portaban ambos por
orden del rey y, por lo tanto, seguía convencido de que lo único para lo que le
servía su espada era para asestar a Burhanuddin un fuerte y certero golpe que
le dejara fuera de combate. Así que, el hecho de sentirse avergonzado delante
de sus allegados, especialmente por la mirada fría que le dirigía Burhanuddin
en aquellos momentos y la actitud de desprecio que este le dedicaba, al
abstenerse de atacarle cuando se encontraba aturdido tirado en el suelo, y al
permanecer, como estaba en aquel momento, en actitud de espera, despreocupado y
tranquilo; todo eso le empujó a Korosh a precipitarse hacia su contrincante. Se
abalanzó sin sopesar bien su maniobra, pretendiendo mostrarse ante todos ellos
como le habían conocido siempre desde su más temprana juventud, valeroso y
audaz, dio de nuevo un formidable salto en el aire agarrando la espada en alto
con ambas manos para asestar un terrible golpe en la cabeza de su enemigo,
quien adivinó instantáneamente las intenciones de Korosh, saltando a su vez en
el aire agarrando la espada en alto con su mano derecha, esquivando ágilmente
el golpe que le venía encima y atizando a su vez al príncipe en su costado
izquierdo con el lado ancho de la hoja de la espada, intencionadamente,
rompiéndole así varias costillas, por lo que Korosh cayó al suelo casi
inconsciente y revolviéndose de dolor. Tal fue la fuerza del golpe, que de
habérselo dado a Korosh con el filo de la espada, aun sin ser cortante, podría
haberle matado.
Estaba claro para todos
que el combate, iniciado hacía menos de diez minutos, había concluido. Algunos
príncipes y nobles presentes demostraron su enfado y rabia en voz alta y con
expresiones que mostraban estar del lado de Korosh y de la alianza con Rujistán,
lo que provocó una fuerte discusión entre ellos, por un lado, y otros príncipes
y nobles contrarios a tal alianza, encabezados por los príncipes Sorush y Nuri,
por otro lado.
Amarzad se dedicaba,
acabada la pelea, a leer el pensamiento del rey, que estaba satisfecho del
resultado de la misma, aun cuando demostraba todo lo contrario ante aquel
reducido público tan distinguido y tan influyente. También leía en el
pensamiento del rey su impaciencia por destituir a Korosh de la jefatura del
ejército, ya que el monarca veía en lo sucedido en la pelea y el estado en el
que se encontraba su hijo, una ocasión irrepetible para destituirle con toda la
razón del mundo y sin que nadie pueda criticarle por tal decisión. Burhanuddin
le había servido la ocasión en bandeja, exactamente como Kisradar había deseado
tras el enfrentamiento que tuvo con su hijo, poco antes, cuando este irrumpió,
histérico, en la reunión con los miembros de la embajada de Qanunistán.
El rey se levantó dando
por terminado el combate y con él se levantaron sus acompañantes, ante lo cual
se intensificaron las proclamas contra Qanunistán y las discusiones con el
bando contrario. Kisradar, muy serio y disgustado, miró hacia donde se
encontraban los príncipes y nobles que armaban aquella algarabía.
—¡Altezas!
¡Excelencias! —exclamó el rey con fuerza, paseando su vista por todos ellos,
por lo que se callaron al instante—. Se acabaron las discusiones, no más
alianza con el traidor de Qadir Khan. El príncipe Sorush se encargará de
contaros lo que acabamos de saber hoy, incluso de fuentes de nuestro propio
ejército. Se trata de graves violaciones de la alianza cometidas por Rujistán y
de agresiones de ese país contra nuestra soberanía y nuestro territorio.
El silencio envolvió a
todos los presentes al escuchar tan sorprendentes palabras del monarca, seguido
por un intenso murmullo, mientras el rey seguía dirigiéndoles una mirada
cargada de determinación y desafío, dedicada a aquellos contestatarios de entre
ellos. Al rato, y teniéndolos a todos pendientes de él, les soltó una sorpresa
más:
—Mañana firmaré la
restitución del príncipe Sorush en su cargo de jefe del ejército y aprovecho
que estéis todos aquí para pedir a cada uno de vosotros, incluido tu, Korosh,
rendirle pleitesía y obedecer sus órdenes, puesto que todos formáis parte del
ejército.
Algunos de los
presentes quedaron boquiabiertos al oír aquella nueva decisión del rey,
mientras que a otros el anuncio no les supuso ninguna sorpresa, pues esperaban
que se produjera desde que vieron la derrota de Korosh ante Burhanuddin y el
estado lamentable en el que se quedó tras el combate.
El rey, ya tranquilo,
declaró vencedor a Burhanuddin, estrechándole la mano, y luego se dirigió a la
princesa Amarzad y Muhammad Pachá, felicitándolos por el resultado. Por otra
parte, su médico, tras examinar brevemente al príncipe herido, le informó del
estado en que se encontraba. El monarca se acercó a Korosh, que estaba tendido
sobre un diván, y le
echó un vistazo, sin dirigirle la palabra, mientras el joven herido no se atrevía
a mirar a su padre a la cara, tan avergonzado como se sentía.
Mientras tanto, los
espectadores de la pelea, unos con rostros ensombrecidos y otros llenos de
satisfacción, observaron al rey mientras abandonaba el salón, rodeado de
miembros de su Guardia Real. Detrás de él salieron Amarzad, Muhammad Pachá y
Burhanuddin, pletóricos por todo lo sucedido.
Burhanuddin se había
acercado a su contrincante para interesarse por su salud, pero este le
respondió insultándole a gritos y amenazándole con una venganza atroz, por lo
que Burhanuddin, manteniéndose en silencio, se puso tranquilamente su sayo, sin
quitarle la vista a Korosh, mirándole con sorna antes de alejarse de él.
Entretanto, algunos de los asistentes, como Nuri y Sorush, a quienes no les
importó la relación consanguínea que tenían con el príncipe herido, se
dirigieron a Burhanuddin mientras abandonaba el lugar, para felicitarle y
reafirmase en su apoyo a la decisión del rey de retirarse de la alianza con
Qadir Khan. Una vez hecho esto, se acercaron al príncipe herido para
interesarse por su estado.
Korosh, a quien el
médico, con ayuda de otros, había recostado en un diván, dirigía miradas de
odio visceral a su hermano y al príncipe Nuri, lo que llamó la atención de los
presentes que le habían rodeado para consolarle y darle ánimos.
—Finalmente
te saliste con la tuya, Sorush, ¿no? —espetó Korosh a su hermano mayor en voz
alta, mascullando las palabras a consecuencia del fuerte dolor que padecía.
Al oír estas palabras,
los presentes intercambiaron miradas entre disgusto y preocupación, pues el
enfrentamiento entre ambos príncipes se veía enconado como nunca antes y a la
vista de todos.
—Recupero lo que es
mío, hermano —contestó Sorush firme y sin miramientos—. Además, no creo que
hayas demostrado esta noche ser merecedor de semejante cargo y de tamañas
responsabilidades. Podías habernos ahorrado a todos tener que presenciar tan
denigrante espectáculo si fueras más cuerdo y menos engreído.
—Esto no quedará así,
Sorush —gritó Korosh sin poderse mover y mientras el médico trataba de darle
los primeros auxilios.
—¿A qué te refieres,
Korosh? —le espetó Sorush a su hermano menor mientras paseaba su vista por las
caras de los presentes—. ¿Es que desafías a su majestad y me desafías a mí?
Todos sois testigos de estas palabras que acaba de pronunciar el príncipe
Korosh.
Dicho eso, Sorush y
Nuri abandonaron el salón, acompañados de sus seguidores, dejando allí a un
derrotado y rencoroso Korosh, rodeado de su bando, contrario a las últimas
decisiones anunciadas por el rey, y que suponían para ellos una manifiesta
traición a la alianza establecida con Qadir Khan, que ellos no podían tolerar.
Al ver salir al príncipe heredero, el jefe de la Guardia Real, Nazim Merza, se
dirigió a los que quedaban allí, una veintena de príncipes y nobles, rogándoles
abandonar el palacio.
Todos salieron en
tropel, armando algarabía, cuando de pronto apareció un enviado de Rasul Mir,
que tras cerciorarse de que todos los que había allí eran del bando fanático de
la alianza tripartita, los invitó a todos, una veintena de hombres, a dirigirse
al palacio del gran visir, que les estaba esperando.
Una vez allí, Rasul Mir
les dio una calurosa bienvenida. Aquella velada se convirtió, paulatinamente,
en una reunión en toda regla, conducida por el propio Rasul Mir, que se
prolongó más allá de la medianoche.
Los conspiradores
abandonaron el palacio del gran visir con un plan concebido cuya ejecución se
inició de inmediato, con el envío por el propio Rasul Mir de mensajes portados
por unas palomas mensajeras al Palacio Real de Zulmabad, palomas estas que
estaban acostumbradas desde hacía tiempo a recorrer la distancia entre aquel
palacio y el de Rasul Mir, pues las relaciones secretas entre el monarca
rujistaní y el gran visir nimristaní eran más que estrechas, estando este
último enteramente al servicio de Qadir Khan. En aquellos mensajes se le
informaba al monarca de Rujistán de todo lo acontecido aquel día en el Palacio
Real de Darabad, además de lo acordado por los conspiradores aquella misma noche.
Al día siguiente, una
vez sellado entre las dos partes, en presencia de Sorush, Rasul Mir, Nuri y
otros príncipes, visires y nobles, el acuerdo cerrado el día anterior con
Amarzad y Muhammad Pachá, los huéspedes se despidieron calurosamente del
monarca, de la reina y de todos los presentes. Kisradar había ordenado que una
fuerte tropa acompañara a los embajadores y al destacamento militar y que los
custodiara hasta asegurar su llegada al territorio de Qanunistán, para
garantizar así que no fueran atacados por fuerzas de Rujistán. Esta tropa, de
un millar de hombres, iba encabezada por el caudillo Arka que tenía órdenes del
rey de defender a la princesa y a sus acompañantes, en caso de ser atacados,
costase lo que costase.
Una vez finalizó la
despedida solemne de la embajada de Qanunistán, Kisradar envió sus emisarios a
Qadir Khan con una misiva en la que le comunicaba su abandono de la alianza y
le explicaba, con toda franqueza y contundencia, los motivos que le llevaron a
tomar tal decisión.
También ordenó a uno de
sus grandes lugartenientes, el caudillo Achal, que saliera de inmediato, a la
cabeza de un ejército de cinco mil hombres, para reforzar a las tropas del
caudillo Kasrawan, que acorralaban al ejército de Khorshid, y obligarlas a
salir del territorio de Nimristán, dejando claro que serían tratados sin piedad
si se resistían a regresar a Rujistán.
Tanto Arka como Achal
eran leales a Sorush, por lo que habían sido elegidos para encabezar esas dos
tropas.
Capítulo 28. El golpe
Unas horas después de la despedida de los
embajadores de Qanunistán, se iniciaba en el Palacio Real de Darabad la
ceremonia de restitución del príncipe Sorush en su cargo de jefe del ejército,
a la que no asistía el príncipe Korosh, aún convaleciente e impedido.
En la ceremonia, que
tenía lugar en el salón del trono, estaban presentes, además de
los reyes y Sorush, el príncipe Nuri, en su calidad de primer lugarteniente del
jefe del ejército, Rasul Mir y otros visires, algunos príncipes, nobles y
caudillos del ejército.
Cuando la ceremonia
estaba por concluir, se oyó una gran algarabía en el exterior del salón, con
gritos, golpes y ruido de espadas. El rey dirigió la vista a su gran visir
topándose con una mirada fría y siniestra, comprendiéndolo el monarca todo al
instante.
—¡Conspiración! ¡Es una
conspiración! —exclamó el rey gritando y poniéndose en pie y desenvainando la
espada.
Sorush, que se había
percatado de la mirada que cruzaron su padre y Rasul Mir, se puso de un salto
detrás de este, agarrándole del cuello sobre el que colocó la punta de su daga.
Al mismo tiempo, y como un rayo, el príncipe Nuri se colocó junto al rey espada
en alto, presto para luchar, mientras los demás presentes en la ceremonia se
dividían instantáneamente en dos grupos, unos poniéndose al lado del rey,
alfanjes en mano, y los otros permaneciendo en su sitio, manifiestamente del
lado de Rasul Mir, aunque sin acercarse a él, por temor a la reacción del
príncipe Sorush.
—¡Sí, es una
conspiración! —exclamó Rasul Mir, desafiante sin importarle la daga cuya punta
ya le hacía daño—. Tenemos al palacio rodeado por nuestros leales y pronto nos
apoyará el ejército entero. ¡Viva el rey Korosh! —exclamó de nuevo, gritando,
Rasul Mir.
Al oír esto último, el
resto de conspiradores presentes, entre ellos algún que otro príncipe de los
allegados de Korosh, de edades cercanas a la suya, nobles y jefes militares,
desenvainaron sus espadas y se colocaron todos juntos, avanzando hacia el grupo
leal al rey, compuesto en su mayoría de príncipes, nobles, visires y algunos jefes
militares, en un número manifiestamente menor al de los insurrectos.
—¡Viva el rey Korosh!
—exclamaban los conspiradores, con todas sus fuerzas, espadas en alto y con una
actitud resuelta.
—¡Malditos traidores!
—gritó el rey dirigiéndose a Rasul Mir—. ¡Malditos traidores!
—Traidor es quien
traiciona a sus aliados —profirió Rasul Mir como enloquecido, puño en alto.
—¡Cállate,
perro sarnoso! —le gritó Sorush en el oído, tan fuerte que casi le deja sordo—.
A ver cómo sales tú de esta, imbécil. Dile a tu Qadir Khan que venga en tu
ayuda. Precisamente tú no vas a ver el resultado de tu conspiración.
Y dicho esto, Sorush
asestó un golpe con el mango de la daga en la cabeza de Rasul, que cayó al
suelo sangrando e inconsciente.
Todos estaban esperando
el resultado de la batalla que transcurría en el exterior del salón entre la
Guardia Real y las fuerzas sublevadas, que se prolongaba ya más de lo esperado
por los conspiradores. Sorush y Nuri quisieron avanzar hacia la puerta para
abrirla e incorporarse a aquella batalla, pero varios golpistas se pusieron en
su camino espadas en alto.
Los dos bandos
intercambiaron insultos y reproches, gritando, en un ambiente de extrema
tensión, en el auge del cual uno de los nobles, de nombre Salim, conocido por
ser yerno de Rasul Mir, muy afectado por lo ocurrido a su suegro a manos de
Sorush, se abalanzó contra este, espada en mano, con intención de herirle, sin
conseguirlo. Sorush se apartó a tiempo y pudo golpear a Salim certeramente con
la empuñadura del alfanje en la frente, derribándolo al suelo; también quedó
sangrando e inconsciente.
Estaba claro que Sorush
no quería matar a ninguno de los conspiradores y prefería solucionar aquello
sin bajas mortales, pues, al fin y al cabo, a los dos bandos los unían lazos de
sangre, casamiento y amistad.
El rey comprendía muy
bien la postura de su hijo, de quien sabía que podía haber matado a Salim
fácilmente, así como a Rasul Mir, por lo que permanecía a la espera de quién
iba a irrumpir por la puerta del salón del trono, sus guardias reales o las
fuerzas sublevadas. El monarca y el grupo leal a él no podían acudir en ayuda
de la Guardia Real, dado que el excesivo grupo de golpistas se lo impedía. De
hecho, los conspiradores habían acudido en gran número a aquella ceremonia, tal
como habían convenido la noche anterior en casa de Rasul Mir,
intencionadamente, para superar notablemente a los leales al rey y poder contar
con esta decisiva ventaja desde el primer momento de poner en marcha el golpe.
Mientras, los gritos, los reproches y los insultos no cesaban, y subían de
tono, entre ambos bandos; y en una de estas discusiones otro noble, enfurecido,
le lanzó una daga a Nuri que casi se le clava en el cuello si no fuera porque
la esquivó a tiempo. El arma se clavó en el respaldo del trono, de donde, en un
abrir y cerrar de ojos, Nuri, furibundo, la arrancó y lanzó certeramente al
corazón de su dueño.
Este hecho terminó por
hacer añicos los intentos de ambas partes de no derramar sangre. Enseguida el
bando golpista se lanzó contra los leales al rey, mientras Sorush y Nuri se
encargaban de la protección del monarca. Se trataba de una batalla librada
entre las cuatro paredes del extenso salón en la que unos perseguían a otros
por sus esquinas, en un enfrentamiento en el que estaba claro que, a pesar de
que los leales eran minoría, las fuerzas de ambos bandos estaban casi
igualadas.
De repente, se abrieron
las puertas del salón desde fuera irrumpiendo en su interior decenas de
caballeros de la conspiración, que habían vencido a la Guardia Real. En este
mismo momento, Rasul Mir empezaba a recuperar el sentido hasta ponerse de pie.
—¡Adelante, valientes!
—exclamaba Rasul Mir con todas sus fuerzas al ver que los conspiradores habían
vencido a la Guardia Real—. ¡Detened al rey! ¡Encargaos de Kisradar! —gritaba
Rasul Mir con la espada en alto, mientras avanzaba en busca del rey.
Sorush, que luchaba
desesperadamente contra los conspiradores, no quitaba ojo de Rasul Mir, y al
oír los gritos de este, viendo sus intenciones de atacar a su padre, velozmente
sacó de su cinturón una pequeña daga que lanzó muy ágilmente, yendo esta a clavar
toda su hoja en el cuello de Rasul Mir, quien cayó fulminado, sin articular
palabra. Al ver caer su suegro, Salim se abalanzó contra Sorush, intentando
asestarle un golpe mortal, pero este pudo evitarlo, respondiendo a su atacante
con un golpe del que no se levantó más.
Uno de los jefes
militares sublevados, el de mayor graduación, de nombre Abdón, ordenó a sus
hombres que acababan de entrar en gran número en el salón detener al rey y a
todos los que estaban a su alrededor.
—Mejor hagamos las
cosas sin más derramamiento de sangre, príncipe Sorush —exclamó Abdón con
fuerza y determinación—. De lo contrario, ninguno de vosotros saldrá con vida
de aquí, y nosotros no queremos eso, se lo aseguro.
El rey, su hijo y Nuri
intercambiaron miradas, en medio del común convencimiento de que nada tenían
que hacer frente a tantos adversarios.
El rey ordenó rendirse
a sus leales y así fue. Le condujeron a su ala privada del palacio, bajo orden
expresa de Abdón, quien se perfilaba como nuevo líder de la conspiración tras
la muerte de Rasul Mir, de no abandonar, ni el rey ni la reina, sus aposentos
bajo ningún concepto y hasta nueva orden.
Sorush, Nuri y demás
leales al rey que habían salido indemnes de la batalla, fueron conducidos a las
mazmorras del palacio.
Al difundirse la
noticia del golpe, así como la detención del rey, algunos príncipes y nobles
leales al monarca destronado se encerraron en sus palacetes y castillos a la
espera de los acontecimientos, mientras que otros salieron a la cabeza de sus
respectivas tropas y se unieron a caudillos del ejército leales al Kisradar y
empezaron a organizarse y preparar el contraataque para liberar al rey y a los
demás detenidos.
A
la mañana siguiente, Abdón, tras una reunión con algunos líderes golpistas, en
su mayoría jefes militares, además de algunos nobles leales a la alianza con
Qadir Khan, fue proclamado por ellos rey de Nimristán. La primera orden que
adoptó el nuevo monarca fue la de enviar a Korosh a prisión en una celda junto
a su hermano y primo.
Algunos príncipes,
nobles y caudillos del ejército, que habían participado o apoyado al golpe
contra Kisradar, rechazaron la coronación de Abdón, pasándose a las filas de
los leales al rey destronado.
Así, Nimristán acababa
de vivir los primeros momentos de una guerra civil cruenta que había de durar
unos días y que tuvo por escenario la capital, Darabad, y sus alrededores,
manteniendo ocupado al proclamado rey Abdón, lo que permitió a Amarzad y sus
acompañantes alcanzar la frontera de su país sin novedad.
Abdón tenía la
intención de enviar tropas para perseguirles e impedir su regreso, pero la
guerra desatada en la capital no le permitía desprenderse de un solo soldado en
la persecución de los qanunistaníes, máxime cuando miles de soldados y
caballeros habían abandonado la capital el día anterior al golpe rumbo a la
zona fronteriza.
Lo que no sabía el
nuevo monarca era que Rasul Mir había enviado en la madrugada del día de su
muerte sendas misivas, portadas por dos veloces jinetes, una para Kasrawan,
informándole del abandono de Kisradar del pacto con Qadir Khan, del golpe que
se preparaba para aquel día para destronar al rey y pidiéndole unirse a su
bando bajo el nuevo reinado de Korosh. También le pedía detener la marcha del
cortejo de la princesa Amarzad e impedir su regreso y el de sus acompañantes a
su país.
La otra misiva estaba
dirigida a Khorshid y debía ser entregada a él sin el conocimiento de Kasrawan
ni de ninguna otra persona. En ella, Rasul Mir le pedía retirarse de inmediato
con sus tropas a Rujistán y le informaba de que precisamente su entrada en
territorio de Nimristán había tenido, en gran parte, la culpa de que Kisradar
hubiera decidido abandonar la alianza con su padre, Qadir Khan, y además le
ponía al tanto de lo acontecido en las conversaciones de la embajada
qanunistaní en Darabad. Rasul Mir no sabía, por supuesto, que Khorshid se había
refugiado con sus tropas en territorio de Nimristán por temor a recibir un
ataque del formidable ejército qanunistaní que andaba cerca y que,
precisamente, esperaba a Amarzad y a sus acompañantes para protegerlos. Tampoco
sabía que el ejército de Khorshid tenía por misión buscar y destruir a Amarzad.
Ambas misivas llegaron
a sus respectivos destinos días después de la proclamación del nuevo rey,
Abdón. Kasrawan, caudillo del ejército en la frontera con Rujistán por orden
del príncipe Sorush, cuando aún era jefe del ejército, era muy leal a su
antiguo jefe y a Kisradar, y detestaba a Korosh, por lo que decidió de
inmediato apoyar a su monarca y poner en práctica la ruptura de la alianza con
Rujistán, así que decidió expulsar del territorio a las tropas de Khorshid.
Kasrawan envió un
emisario al campamento de Khorshid pidiéndole retirarse a Rujistán de
inmediato. Sin embargo, el príncipe rujistaní, al recibir la misiva de Rasul
Mir, había ordenado ya el levantamiento del campamento para emprender la
retirada al territorio de su país. Al recibir poco después al emisario de
Kasrawan no le gustó nada el tono amenazante de los nimristaníes, pero decidió
hacer de tripas corazón y cumplir los deseos de Rasul Mir, pues el príncipe
sabía que su padre, Qadir Khan, confiaba plenamente en él.
Cuando Kasrawan se hubo
asegurado de la salida del último de los soldados de Khorshid del territorio
nimristaní, ordenó a sus tropas ponerse en marcha rumbo a Darabad, dejando en
la zona fronteriza a un destacamento reducido. El caudillo nimristaní había
decidido acudir en ayuda de Kisradar para conseguir que el golpe del que le
hablaba Rasul Mir en su misiva fracasase.
Horas después de
emprender la marcha, Kasrawan se topó con Achal a la cabeza de la tropa cuya
misión era reforzar a las suyas en el asedio de Khorshid. Tras una conversación
entre los dos caudillos, ambos decidieron unirse en apoyo de Kisradar y su hijo
Sorush.
En cuanto a Amarzad,
Muhammad Pachá y Burhanuddin cruzaron la frontera sin novedad junto a su tropa,
llenos de satisfacción por los resultados obtenidos en su misión y sin
sospechar lo más mínimo la catástrofe que dejaron detrás de ellos en Darabad.
Tras marchar durante una hora en territorio qanunistaní, se encontraron con
Taimur, que los esperaba a la cabeza de su tropa.
Capítulo 29. La tía Pakiza
A los dos
días de la partida de la embajada de Amarzad de Dahab rumbo a Darabad, se
presentó en el Palacio Real la tía Pakiza, tal como le gustaba llamarla al
sultán Nuriddin. Pakiza era la madre de Bahman, viuda de Parvaz y tía de
Nuriddin. Frecuentaba el palacio para visitar a su querido sobrino, él sentía
gran predilección por ella, pues era la única tía materna que tenía, y la
consideraba la prolongación viva de su difunta madre, a la que debía un sinfín
de favores desde que era niño.
Pakiza,
una aristócrata de inmensa riqueza, fue recibida con profundo cariño por la
sultana Shahinaz, quien la acompañó a su ala del palacio y con quien estuvo
desahogándose acerca de la desgracia que la había azotado con el asesinato de
su marido y «la caída de Bahman en las garras de Qadir Khan y de su hija», como
describía ella lo sucedido con su hijo y lo que había hecho este arrojándose en
brazos del peor enemigo de Qanunistán y asesino de su padre.
La
tía del sultán pidió a Shahinaz apoyarla en la petición que pensaba hacer a su
sobrino de no castigar con la muerte a Bahman, a lo que la sultana le contestó
que en ningún momento pensó Nuriddin dar muerte a su primo, pero sí castigarle
con la prisión a su regreso a Qanunistán. Sin embargo, la anciana le confesó el
temor de que su hijo fuera asesinado por las tropas encargadas de su detención
a su regreso a Qanunistán, dado el gran odio que le tenían muchos de ellos al
creer, erróneamente, según Pakiza, que había traicionado a su país a sabiendas
de que Qadir Khan había matado a su padre. «Es imposible que mi hijo aceptara
casarse con la hija de ese tirano si hubiera creído por un momento que se
trataba de la hija del asesino de su padre», repetía la anciana entre sollozos.
Al oír esto, Shahinaz —para no herir más los sentimientos de Pakiza—, se calló
que Bahman había aceptado colaborar con su futuro suegro contra Nuriddin para
derrocarle a cambio de casarse con Gayatari y convertirle en rey de Qanunistán.
El encuentro de Pakiza
con su sobrino fue, como siempre, emotivo y lleno de cariño, lo que la anciana
aprovechó para apelar a la bondad y nobleza de Nuriddin para que no permitiera
que su hijo fuera asesinado, «pues él hasta ese momento no ha cometido crimen
alguno», repetía la anciana una y otra vez, mientras Shahinaz intentaba
tranquilizarla.
Nuriddin, que en ningún
momento tuvo la intención de ordenar matar a Bahman, como ya le había informado
anteriormente a su tía, le escuchó larga y respetuosamente. Cuando esta se hubo
calmado, él la tranquilizó a su vez, asegurándole que eso no iba a suceder y
que su hijo llegaría a Dahab sano y salvo.
—¿Y cómo puedes
garantizar, querido sobrino, que ninguno de tus soldados o los de mi difunto
marido vaya a asesinar a Bahman que seguramente estará desarmado y atado de
pies y manos desde el momento de su captura hasta que llegue aquí? —preguntaba
la anciana vehementemente, con lágrimas en los ojos—. Muchos de esos soldados y
caudillos le consideran merecedor de morir con la espada y tú lo sabes,
sobrino.
El sultán nunca había
visto sollozar de aquella manera a su tía, salvo el día en el que le dio, él
mismo, la noticia del asesinato de su marido. Era una mujer conocida por su
fuerte personalidad y su altanería, por lo que sus ruegos tocaban el corazón de
su sobrino, pues veía en ella a su madre, a la que tanto se parecía. Pero,
sentimientos aparte, Nuriddin se quedó pensativo ante los argumentos de su tía,
pues la mujer tenía razón y no había manera de garantizar la vida de su hijo a
lo largo de la larga marcha desde la frontera de Rujistán hasta Dahab. El
peligro radicaba especialmente en los soldados del difunto Parvaz, encabezados
por Sunjoq. «¿Y qué sucedería si alguna cuadrilla de los hombres de Parvaz
decide dar muerte a Bahman tras su apresamiento?», se preguntaba el sultán.
Pakiza quedó en
silencio a la espera de lo que fuera a decir su sobrino a quien veía absorto en sus
pensamientos. La astuta anciana supo en aquellos momentos que había podido
convencer al sultán del peligro de apresar a su hijo y llevarlo hasta Dahab.
Ella traía consigo un plan alternativo y diabólico del que aún no había dicho
una palabra a su sobrino ni a Shahinaz. La sultana seguía la conversación entre
su marido y Pakiza, pero quedándose al margen, limitándose a hacer gestos en
apoyo de lo que decía la anciana y que ella ya sabía de antemano.
—No olvides, querido sobrino, que Bahman, tu primo,
cuando haya sido detenido a su llegada a Qanunistán, no habrá cometido hasta
ese momento ningún crimen —dijo la anciana, a la espera de lo que iba a
contestar su sobrino, para soltarle ella a continuación el plan que traía entre
manos.
El sultán la miró
cariñosamente, temeroso de que su respuesta la pudiera alarmar más aún.
—Pues
claro que habrá cometido un crimen, querida tía. Casarse con la hija de nuestro
mayor enemigo y aliarse con él para derrocarme, matarme y convertirse él en rey
de este país, y ponerlo bajo el control de Qadir Khan. ¿No le parece todo esto
suficiente crimen?
—¿Cómo? —balbuceó la
anciana, que no esperaba para nada esta respuesta, pues no sabía de la conjura
en la que se había metido su hijo contra su rey.
Tras una larga
conversación en la que Pakiza se quedó enterada y convencida de que su hijo
estaba implicado en la mencionada conspiración, la anciana decidió soltar,
desesperadamente, el plan que traía consigo y que había tramado al principio
ella sola y más tarde con ayuda de un destacado caudillo del ejército de su
desaparecido marido.
—Bueno, sobrino —dijo
la anciana algo dubitativa—, ¿y si resulta que Bahman no se casa con la hija
del tirano y regresa a Qanunistán y se pone enteramente a tu disposición,
majestad?
El sultán no intuía a
qué se refería su tía con aquella ocurrencia suya, por lo que quedó algo
desconcertado.
—¿A qué te refieres con
eso, querida tía? —preguntó Nuriddin sonriendo.
—A que yo te lo traigo
aquí, delante de ti, antes de que se celebre la boda —respondió la anciana
firmemente.
—¡¿Cómo?! ¡Que me traes
a Bahman aquí! —exclamó el sultán mientras carcajeaba—. Tienes unas
ocurrencias, querida tía.
Pakiza
se molestó por la risa de su sobrino, intercambiando una mirada de extrañeza
con Shahinaz. Al notarla, Nuriddin dejó de reírse, carraspeó y miró a su tía
cariñosamente.
—No me vas a negar,
querida tía, que lo que me acabas de decir es sumamente sorprendente y que
dejaría perplejo a cualquiera —le dijo el sultán sonriendo—. ¿Cómo dices que me
traes a Bahman aquí como si eso fuera tan fácil, estando él instalado en el
Palacio Real de Zulmabad y rodeado de cientos de soldados y guardias?
—Lo digo y lo hago,
Nuriddin —le increpó la anciana muy seria, frunciendo el ceño—. ¿Acaso te
olvidas de quién es tu tía?
El sultán se dio cuenta
de que Pakiza iba en serio y que no convenía tomarla a broma en aquellos
momentos.
—¿Y cómo piensas
hacerlo, querida tía? —preguntó en tono serio y muy interesado en saber los
detalles.
—Secuestrándole —soltó
la anciana.
—¡¿Cómo?!
¡Secuestrándole! —exclamó el sultán moviendo su vista entre su tía y su esposa,
escandalizado.
—¿Qué hay de extraño en
eso? —le increpó nuevamente Pakiza—. ¿Acaso es mi primer secuestro? ¿O es que
ya te has olvidado?
—¡Oh! Ya —balbució el sultán
mientras se levantaba y empezaba a dar vueltas alrededor de su esposa y su tía,
con sus manos enlazadas detrás de la espalda, fijando la vista en el suelo. Las
dos mujeres le seguían con la vista, a la espera de lo que iba a decir.
Efectivamente,
el sultán se acordó de que su tía, diez años atrás, había organizado el
secuestro de Akshay Shapur, un importante noble del lejano reino de Salamistán,
quien estaba tan enemistado con su marido, Parvaz, hasta el punto que Shapur
había enviado hombres para que lo asesinasen en Dahab. Aquella conspiración
para matar a Parvaz terminó en un fracaso, pues capturaron a los enviados, que
más tarde se escaparon y nunca más se supo de ellos. Parvaz no dormía por las
noches deseando vengarse de su enemigo. Pakiza, ni corta ni perezosa,
utilizando a varios de sus hombres, organizó el secuestro de Akshay Shapur, que
fue llevado por ellos desde su cama, en Salamistán, hasta el palacio de Parvaz,
en Dahad. El pachá no sabía entonces nada del secuestro hasta que Shapur estuvo
en camino rumbo a Dahab. Parvaz se indignó entonces con Pakiza, pues
consideraba que el secuestro era indigno de un hombre de honor como él, y por
ello, se negó a tratar a su enemigo como a un secuestrado, pidiéndole
disculpas, instalándole en su propio palacio como un ilustre huésped y
presentándole al entonces sultán Namir, padre de Nuriddin, convirtiéndose el
secuestrado en un leal amigo de Parvaz y del sultán. Parvaz se despidió de
Shapur un mes más tarde cargado de preciosos regalos y custodiado por caballeros
y soldados qanunistaníes.
Nuriddin, tras dar unas
vueltas en círculo, se plantó delante de su tía.
—¿Y te encargas de
secuestrar a Bahman tú sola o necesitarás mi ayuda? —preguntó el sultán a su
tía, muy serio.
—¡Por supuesto que me
encargo! —exclamó la anciana muy resuelta—. ¿A qué si no vine yo aquí? Lo tengo
todo previsto.
Continuará…