AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 34)
9 nov.22
—Querido
Rasul Mir, procure calmarse —dijo el rey tranquilamente—. Estos jóvenes nos
están ofreciendo datos valiosos y precisos sobre los planes de su ejército. ¿Y
encima se enfada Vuestra Excelencia? Parece mentira que la sinceridad de la
princesa y del joven pachá sean motivo de vuestro enfado, Rasul Mir.
El gran visir nimristaní volvió a sentarse, algo
satisfecho por lo que acababa de oír de boca del rey y que a Amarzad no la
había logrado engañar, pues ella leía su pensamiento con claridad y sabía que
el rey no quería decir en absoluto lo que había entendido Rasul Mir, de quien
también iba leyendo el pensamiento. Para ella, los detalles militares que ella
y Burhanuddin ofrecieron al rey, por expresa voluntad del sultán Nuriddin, le
habían sido útiles a Kisradar para comprender lo costosa que iba a ser su alianza
con Qadir Khan. A eso se refería el rey y no a lo que había comprendido Rasul
Mir de que «los jóvenes» eran unos inexpertos e ingenuos hasta tal punto de que
acababan de desvelar los secretos de los preparativos de su ejército.
Pasado este lapso, y tranquilizado Rasul Mir, aunque
sin perder el semblante de amargado que mantenía desde el primer momento, el
rey pidió a Amarzad que retomara la palabra. Entonces la princesa, ayudada por
sus dos pachás, pasó a contar cómo Qadir Khan había enviado sus tropas para
cortar el paso al príncipe Johar, matándole a él y a todos sus acompañantes
cerca de la frontera de Nimristán, a donde el tío del sultán Nuriddin se
dirigía para entrevistarse con él.
—¡El
príncipe Johar muerto! —exclamó el rey, apesadumbrado, al oír aquella noticia.
—Sí,
majestad —contestó Amarzad, triste, mientras observaba muy atentamente el
cambio registrado en el rostro del rey, que, de repente, se quedó ensombrecido
por la noticia.
—¿Conocía
su majestad al príncipe Johar? —preguntó Muhammad Pachá aun a sabiendas de que
el rey conocía al príncipe muerto, de allí provenía el interés de contarle al
rey lo de la muerte de Johar. En este asunto había insistido el sultán Nuriddin
cuando se despidió de ellos en Dahab; debían informar a Kisradar de que su amigo,
Johar, había sido asesinado por Qadir Khan.
Era
fácil observar que la noticia de la muerte de Johar había entristecido al rey
profundamente, por lo que todos se quedaron callados a la espera de su
respuesta.
—El
príncipe Johar, ese gran hombre me salvó la vida hace muchos años, cuando
éramos muy jóvenes —dijo el rey con los ojos algo enrojecidos.
Los
demás quedaron enormemente sorprendidos escuchando al rey, pues ninguno conocía
ese hecho.
—Yo había salido por unos días de caza, con un grupo
de amigos y sin darnos cuenta nos adentramos en un bosque, en territorio de
Qanunistán —seguía contando el rey sin levantar los ojos del diván donde estaba
recostado, intentando así disimular la fuerte emoción que le embargaba—. Yo me
había perdido y nada sabía de mis compañeros ni dónde me encontraba. Cuando
todo mi afán era reencontrarme con el resto del grupo, me vi sorprendido por un
enorme tigre que saltó sobre mí sin poder yo reaccionar lo más mínimo. Me veía
muerto con toda seguridad si no hubiera sido por una certera flecha clavada
profundamente en el cuello del tigre, seguida por otra y otra, hasta que el
tigre se quedó inerte, tendido a mi lado. Cuando pude reaccionar y mirar a mi
alrededor, allí estaba el príncipe Johar, de pie junto a sus compañeros, sonriente,
con su arco, tendiéndome la mano y curando después mis heridas. Permanecí con
ellos a lo largo de dos días hasta que logramos encontrar a mis compañeros de
cacería, que no habían cesado de buscarme. Aquellos dos días pude conocer al
gran hombre que era el príncipe Johar, que Dios lo tenga en los cielos. Desde
ese momento, seguíamos siendo amigos y nos habíamos reencontrado varias veces
para salir de caza en los bosques de la frontera, pero la guerra que enfrentó
hace años a nuestros dos países hizo que perdiéramos el contacto y desde
entonces no he vuelto a saber de él, aunque nunca dejé de sentirme muy
agradecido y nunca olvidé que debo mi vida a aquel hombre noble y valiente,
cuyo recuerdo forma parte muy entrañable de mi juventud.
Todo
eso que narraba Kisradar, entristecido, le venía como anillo al dedo a la
delegación de Qanunistán, aunque los tres se quedaron callados por respeto al
rey.
—¡Maldito
sea ese canalla de Qadir Khan! —exclamó el rey indignado—. ¿Cómo se atreve a
impedir que nadie venga a entrevistarse conmigo? ¿Quién se ha creído que es
para decidir quién puede y quién no puede venir a verme?
—Cuántas
veces le dije, majestad, que Qadir Khan no es digno de vuestra lealtad —dijo el
príncipe Sorush, tranquilamente.
—Supongo
que el sultán Nuriddin, sabiendo el gran afecto y respeto que siento hacia el
difunto príncipe Johar —dijo el rey como pensando en voz alta—, le había
enviado a él precisamente para tratar conmigo el mismo asunto que les trajo
aquí a su alteza y vuestras excelencias. La verdad es que yo no habría
rechazado nada que me hubiera pedido el príncipe Johar, aunque me costase la
vida, pues a él se la debo. Que Dios le acoja en sus cielos.
Rasul
Mir se revolvía en su diván, alarmado de nuevo al escuchar aquellas palabras de
la boca del rey.
—No crea todo lo que le cuentan, majestad. ¿Cómo
sabemos que dicen la verdad o que el príncipe Johar ha muerto de verdad o que
su muerte, en caso de haber tenido lugar, ha sido por la intervención de tropas
de Rujistán?
El rey, con sus ojos aguileños, en medio de su
pesadumbre, lanzó tal fulminante mirada a Rasul Mir, que este tembló de arriba
abajo, encogiéndose en su diván como procurando ocultarse. Muhammad Pachá y
Burhanuddin se incomodaron enormemente ante las observaciones del gran visir nimristaní,
mientras que Amarzad ni se inmutó. Sorush, que tanto aborrecía a Rasul Mir, se
sintió indignado ante tan manifiesta falta de respeto a los huéspedes de cuya
sinceridad no cabía duda alguna, pero se mantuvo callado al ver que su padre
retomaba inmediatamente la palabra.
—Mi
buen Rasul Mir —dijo el rey fría y tajantemente, dirigiéndose a su gran visir
con tono desafiante—. ¿Tiene su excelencia algún indicio o dato que respalde
sus dudas acerca de la veracidad de lo que cuenta la princesa y nuestro amigo
Muhammad Pachá? De la sinceridad de ambos no albergo la más tenue duda y no
permito a nadie que ponga su sinceridad en entredicho.
Dicho eso, el rey se quedó
callado durante un rato en el que no dejó de fijar su vista en su gran visir,
sin que este se atreviera a responderle.
—Nuestros
huéspedes tienen aún mucho que contarle a vuestra majestad acerca de las
violaciones de Qadir Khan de todo código de honor y lealtad —dijo Sorush,
percibiendo claramente que Rasul Mir y Korosh, así como los demás fanáticos
leales a la alianza con Rujistán se habían quedado derrotados definitivamente a
consecuencia de la noticia de la muerte del príncipe Johar a manos de los
soldados de Qadir Khan precisamente cuando trataba de entrevistarse con su
amigo, el rey Kisradar.
—Soy
todo oídos —se limitó a decir el monarca, ávido de recibir más datos que
afianzaran su intención, que ya sentía que era clara, de abandonar la alianza
con Qadir Khan. Esos datos le servirían, además, para convencer al bando
fanático de la alianza del grave error que iba a suponer ir a la guerra contra
Qanunistán, simplemente porque le habían dado su palabra al tirano de Zulmabad.
En ese momento, Amarzad y Muhammad Pachá contaron al
rey todo lo que aconteció en su viaje y cómo el ejército de Rujistán intentó
impedir que llegaran a Nimristán. A petición de la princesa y del viejo pachá,
Burhanuddin intervenía para explicar, con todo lujo de detalles, las batallas
liberadas y las sonadas victorias conseguidas en la frontera y en su campamento
militar, cuando las tropas de Qadir Khan atacaron el pabellón de la princesa.
El rey no salía de su asombro escuchando todo aquello, que por supuesto no
incluía nada acerca del papel jugado por Amarzad en dichas batallas. Sorush ya
conocía la historia de boca de su primo Nuri, quien la había escuchado de
Burhanuddin.
—Me
parece absolutamente inaceptable ese comportamiento tan indigno de Qadir Khan
—volvía a exclamar el monarca, lanzando de nuevo una mirada inflamada a Rasul
Mir—. ¿Se atreve a cerrar mis fronteras? ¿A agredir a mis huéspedes? Pero me
alegro de que le hayáis dado su merecido, ¡menuda derrota le habéis infligido!
A ver si eso le hace reflexionar acerca de su vano convencimiento de poder
conquistar Qanunistán.
En
este momento, irrumpió el príncipe Korosh en la reunión, quedándose plantado en
medio de los reunidos, ante la sorpresa de todos los presentes, salvo Rasul
Mir, por la impetuosa manera con que hizo presencia y por la histeria que se
asomaba por sus ojos, traducida en una voz chillona y descontrolada.
—¡¿Qué
estoy viendo aquí?! —exclamaba Korosh sarcásticamente, con la cara enrojecida
de indignación—. ¿Es que yo no tengo nada qué hacer ni qué decir en esta
reunión? ¿No soy acaso el jefe del ejército de este reino? ¿Hasta este
mequetrefe está también participando en tan cruciales conversaciones? —volvía a
gritar Korosh, fuera de sí, señalando con el dedo a Burhanuddin y mirándole
desafiante mientras su mano apretaba fuertemente la empuñadura de su espada en
actitud amenazante.
Muy
disgustado por la irrupción de su hijo en la reunión de aquella manera, el rey
se puso de pie como una flecha, preso de un gran enfado.
—Cállate,
maldito —gritó el rey dirigiéndose a su hijo, Korosh—. No eres más que un
maldito idiota que no sabes comportarte ni controlarte, ni tienes respeto a
nadie, ni siquiera a nuestros distinguidos huéspedes que han venido desde tan
lejos. Sal de aquí inmediatamente. Fuera, fuera he dicho.
Korosh,
que, como de costumbre, no había calculado bien las consecuencias de su
comportamiento, se sintió fuertemente desconcertado por la reacción de su padre
y los insultos que le dirigió delante de todos. No sabía qué hacer y se plantó
ante su padre en actitud desafiante, negándose a salir de allí.
—¡Por
más que lo intentéis —gritó Korosh dirigiéndose a los embajadores—, invadiremos
vuestro reino y os derrotaremos!
—¡Maldito seas, imbécil! —exclamó el rey fuera de
sí—. Aquí se hace lo que decida yo, no lo que decida un mocoso como tú. Fuera
he dicho. ¡Guardia! ¡Guardia! —gritaba el rey con todas sus fuerzas.
Varios
caballeros de la Guardia Real se presentaron inmediatamente, seguidos de otros,
mientras Sorush se ponía de pie junto a su padre, temiendo lo peor de parte de
su hermano. A la vez, Rasul Mir se colocaba de pie junto a Korosh pidiéndole en
voz baja, casi susurrante, que se tranquilizara.
Al
verse rodeado por una docena de caballeros, Korosh abandonó el salón
blasfemando y gritando.
—Vete
preparándote para el reto, veremos de lo que eres capaz, maldito fanfarrón
—gritó el rey a Korosh mientras este se alejaba rodeado de los guardias.
Todo
aquel repentino y desagradable incidente había enturbiado la buena marcha de
las conversaciones, que transcurrían hasta aquel momento en un ambiente de
armonía y profundo entendimiento entre ambas partes. Una vez alejado Korosh, el
rey intentaba recomponerse y tranquilizarse, volviendo a recostarse en su diván
y pidiendo perdón a sus huéspedes, algo avergonzado.
—Perdonen,
por favor; perdonad, princesa —mascullaba el rey.
Todos
se quedaron callados, respetando el mal mo- mento por el que estaba pasando el
monarca. Amarzad se centraba en leer los pensamientos del rey, viendo
claramente su doble decisión de destituir a Korosh de la jefatura del ejército
y abandonar la alianza con Rujistán.
—Espero que le des a este chico su merecido esta
tarde, a ver si así baja de las nubes —dijo el rey, tras unos momentos de
silencio, ya algo recompuesto y más tranquilo, dirigiéndose a Burhanuddin, ante
la sorpresa de los demás—. Sí, sí, no os extrañe que hable así de mi propio
hijo, pero es que él necesita que alguien le dé una lección que le haga
abandonar esta actitud tan altanera y arrogante que tiene.
Burhanuddin
se mantenía callado, con cara de disgusto por lo que acababa de suceder.
Y
cuando la conversación iba a seguir su rumbo, entró un miembro de la Guardia
Real y avisó al rey de que un jinete, de nombre Baqir, acababa de llegar
procedente de la zona fronteriza. Pedía verle urgentemente al no poder
localizar a Korosh, el jefe del ejército. El rey hizo una señal para que le
dejaran entrar.
Postrado
Baqir ante el rey, con aspecto de haber cabalgado durante días, le informó que
llevaba una misiva del caudillo Kasrawan, que encabeza las tropas destacadas en
la zona fronteriza con Rujistán.
En la misiva, que el rey iba
leyendo en silencio, totalmente escandalizado, Kasrawan le informaba de que una
gran tropa de Rujistán, estimada en cinco mil hombres, habían entrado en
territorio de Nimristán con pertrechos y armas que dejaban entender que su
intención era asaltar murallas y ciudades, explicándole que esa tropa,
encabezada por el propio príncipe Khorshid, hijo de Qadir Khan, incluía a
cientos de arqueros e iba provista de torres de asalto bastante altas,
catapultas, trabuquetes y enormes ballestas. Kasrawan informaba al rey de que
sus tropas estaban asediando a las de Khorshid sin que este ofreciera
resistencia alguna. Concluía el escrito señalando que Baqir proveería al rey de
todos los detalles acerca de la situación creada en la frontera.
El
rostro del rey estaba ya desencajado cuando terminó de leer la carta,
dirigiendo una mirada escandalizada a su hijo Sorush y pasando a este la misiva
para que la leyera. El rey permanecía en silencio, muy serio, a la espera de
que Sorush terminara de leer. Amarzad, leyendo a su vez los pensamientos del
rey, ya sabía de qué se trataba exactamente, pero tanto ella como sus
acompañantes permanecían callados.
Sorush no salía de su asombro tras leer la carta y
no hacía más que tartamudear «¡Pero…! ¡Pero…!», sin saber qué decir, pues no
quería estallar en insultos a Qadir Khan delante de los huéspedes, aunque a
duras penas podía controlarse.
El rey se revolvía indignado
sentado en su diván, conteniéndose todo lo que podía, mientras su rostro
palidecía ante esta nueva noticia. Él y Sorush intercambiaban miradas en las
que el príncipe, sin decir nada, le recordaba al padre su nefasta opinión sobre
Qadir Khan.
—¿Ha habido enfrentamiento
alguno entre nuestras tropas y las del príncipe Khorshid? —preguntó el rey a
Baqir, muy apesadumbrado por la nueva catástrofe que le acababa de caer encima,
pues ya veía a su reino invadido a traición por Qadir Khan y vislumbraba una
fehaciente e inevitable guerra contra su gran vecino. El rey se sentía
profundamente traicionado por el monarca rujistaní y, por lo tanto, le asaltaba
en aquellos momentos un tremendo sentimiento, aunque contenido, de indignación
y rabia.
—No,
majestad. Hasta mi salida de nuestro campamento no se había registrado
enfrentamiento ninguno. Nuestras tropas han rodeado a las de Rujistán, que han
quedado inmovilizadas, y el caudillo Kasrawan está a la espera de las órdenes
de vuestra majestad —informó Baquir, intentando tranquilizar al monarca.
—¿No
ofreció ninguna resistencia el príncipe Khorshid? ¿Cómo es posible que no
ofreciera resistencia ninguna y aceptara ser asediado cuando lleva cinco mil
hombres, como dice el caudillo Kasrawan, mientras que nuestras tropas allí no
pasan de este mismo número? ¿Y qué explicaciones dio el príncipe Khorshid de
todos estos pertrechos de asalto masivo que lleva consigo dentro de nuestro
territorio? —preguntó el rey, indignado.
—No ha ofrecido ninguna clase de explicaciones,
aunque nuestro caudillo le hizo esta pregunta una y otra vez —contestó Baqir,
un hombre elocuente y seguro de sí mismo.
Hubo un momento de silencio lleno de miradas que se
cruzaban entre todos los presentes, especialmente centradas en el rey, que
parecía no salir de su asombro al no recibir una respuesta satisfactoria capaz
de eliminar su extrañeza ante este repentino cambio en el comportamiento de
Qadir Khan hacia él y hacia su reino, y ante el extrañísimo comportamiento del
príncipe Khorshid, cuyo carácter sagaz y su paciencia eran conocidos por el
rey. Esto era lo que, precisamente, más preocupaba al monarca, pues la astucia
de Khorshid hacía que Kisradar se preguntara en qué podría desembocar ese
asalto de sus tropas.
—Majestad,
si me permite... —volvió a hablar Baqir.
—Sí,
continúe —respondió el monarca.
—El caudillo Kasrawan teme, majestad, que el
príncipe Khorshid esté esperando refuerzos, por eso no ofrece resistencia de
momento, pero tampoco acepta rendirse a nuestras tropas, alegando que se trata,
en el caso de nuestros dos países, de reinos amigos y aliados. Y tampoco,
majestad, ofreció ningún motivo razonable que justificara su incursión en
nuestro territorio ni el que haya levantado un campamento totalmente equipado a
una distancia de tres horas de marcha de la frontera de su país.
—Está
claro que tales dotaciones militares y tal comportamiento nada bueno pueden
presagiar en cuanto a las intenciones de Khorshid y su padre —sentenció Sorush.
El
rey se mantenía en silencio, así como los tres miembros de la embajada de
Qanunistán. Para el rey todo quedaba diáfanamente claro al haber oído la
noticia de la invasión de su territorio por tropas de Qadir Khan, pero le
disgustaba enormemente tener que entrar en conflicto con Rujistán.
Continuará….