AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

موقع الأديب سعيد العلمي. منذ 2020/10/2 WEB del escritor Saïd Alami. Desde 2/10/2020 |
ALBUM DE FOTOS | LIBRO DE VISITAS | CONTACTO |
 
 

WWW.ARABEHISPANO.NET المـوقـع الـعـربي الإسـباني


(إسبانيا) موقع الأديب سعيد العلمي

WEB del escritor y poeta Saïd Alami

وجوديات
وجدانيات
القصيدة الوطنية والسياسية
قصص سعيد العلمي
الصوت العربي الإسباني
POESÍA
RELATOS de Saïd Alami
La Voz Árabe-Hispana
Artículos de archivo, de Saïd Alami

 


AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


(Entrega 34)

9 nov.22

—Querido Rasul Mir, procure calmarse —dijo el rey tranquilamente—. Estos jóvenes nos están ofreciendo datos valiosos y precisos sobre los planes de su ejército. ¿Y encima se enfada Vuestra Excelencia? Parece mentira que la sinceridad de la princesa y del joven pachá sean motivo de vuestro enfado, Rasul Mir.

El gran visir nimristaní volvió a sentarse, algo satisfecho por lo que acababa de oír de boca del rey y que a Amarzad no la había logrado engañar, pues ella leía su pensamiento con claridad y sabía que el rey no quería decir en absoluto lo que había entendido Rasul Mir, de quien también iba leyendo el pensamiento. Para ella, los detalles militares que ella y Burhanuddin ofrecieron al rey, por expresa voluntad del sultán Nuriddin, le habían sido útiles a Kisradar para comprender lo costosa que iba a ser su alianza con Qadir Khan. A eso se refería el rey y no a lo que había comprendido Rasul Mir de que «los jóvenes» eran unos inexpertos e ingenuos hasta tal punto de que acababan de desvelar los secretos de los preparativos de su ejército.

Pasado este lapso, y tranquilizado Rasul Mir, aunque sin perder el semblante de amargado que mantenía desde el primer momento, el rey pidió a Amarzad que retomara la palabra. Entonces la princesa, ayudada por sus dos pachás, pasó a contar cómo Qadir Khan había enviado sus tropas para cortar el paso al príncipe Johar, matándole a él y a todos sus acompañantes cerca de la frontera de Nimristán, a donde el tío del sultán Nuriddin se dirigía para entrevistarse con él.

—¡El príncipe Johar muerto! —exclamó el rey, apesadumbrado, al oír aquella noticia.

—Sí, majestad —contestó Amarzad, triste, mientras observaba muy atentamente el cambio registrado en el rostro del rey, que, de repente, se quedó ensombrecido por la noticia.

—¿Conocía su majestad al príncipe Johar? —preguntó Muhammad Pachá aun a sabiendas de que el rey conocía al príncipe muerto, de allí provenía el interés de contarle al rey lo de la muerte de Johar. En este asunto había insistido el sultán Nuriddin cuando se despidió de ellos en Dahab; debían informar a Kisradar de que su amigo, Johar, había sido asesinado por Qadir Khan.

Era fácil observar que la noticia de la muerte de Johar había entristecido al rey profundamente, por lo que todos se quedaron callados a la espera de su respuesta.

—El príncipe Johar, ese gran hombre me salvó la vida hace muchos años, cuando éramos muy jóvenes —dijo el rey con los ojos algo enrojecidos.

Los demás quedaron enormemente sorprendidos escuchando al rey, pues ninguno conocía ese hecho.

—Yo había salido por unos días de caza, con un grupo de amigos y sin darnos cuenta nos adentramos en un bosque, en territorio de Qanunistán —seguía contando el rey sin levantar los ojos del diván donde estaba recostado, intentando así disimular la fuerte emoción que le embargaba—. Yo me había perdido y nada sabía de mis compañeros ni dónde me encontraba. Cuando todo mi afán era reencontrarme con el resto del grupo, me vi sorprendido por un enorme tigre que saltó sobre mí sin poder yo reaccionar lo más mínimo. Me veía muerto con toda seguridad si no hubiera sido por una certera flecha clavada profundamente en el cuello del tigre, seguida por otra y otra, hasta que el tigre se quedó inerte, tendido a mi lado. Cuando pude reaccionar y mirar a mi alrededor, allí estaba el príncipe Johar, de pie junto a sus compañeros, sonriente, con su arco, tendiéndome la mano y curando después mis heridas. Permanecí con ellos a lo largo de dos días hasta que logramos encontrar a mis compañeros de cacería, que no habían cesado de buscarme. Aquellos dos días pude conocer al gran hombre que era el príncipe Johar, que Dios lo tenga en los cielos. Desde ese momento, seguíamos siendo amigos y nos habíamos reencontrado varias veces para salir de caza en los bosques de la frontera, pero la guerra que enfrentó hace años a nuestros dos países hizo que perdiéramos el contacto y desde entonces no he vuelto a saber de él, aunque nunca dejé de sentirme muy agradecido y nunca olvidé que debo mi vida a aquel hombre noble y valiente, cuyo recuerdo forma parte muy entrañable de mi juventud.

Todo eso que narraba Kisradar, entristecido, le venía como anillo al dedo a la delegación de Qanunistán, aunque los tres se quedaron callados por respeto al rey.

—¡Maldito sea ese canalla de Qadir Khan! —exclamó el rey indignado—. ¿Cómo se atreve a impedir que nadie venga a entrevistarse conmigo? ¿Quién se ha creído que es para decidir quién puede y quién no puede venir a verme?

—Cuántas veces le dije, majestad, que Qadir Khan no es digno de vuestra lealtad —dijo el príncipe Sorush, tranquilamente.

—Supongo que el sultán Nuriddin, sabiendo el gran afecto y respeto que siento hacia el difunto príncipe Johar —dijo el rey como pensando en voz alta—, le había enviado a él precisamente para tratar conmigo el mismo asunto que les trajo aquí a su alteza y vuestras excelencias. La verdad es que yo no habría rechazado nada que me hubiera pedido el príncipe Johar, aunque me costase la vida, pues a él se la debo. Que Dios le acoja en sus cielos.

Rasul Mir se revolvía en su diván, alarmado de nuevo al escuchar aquellas palabras de la boca del rey.

—No crea todo lo que le cuentan, majestad. ¿Cómo sabemos que dicen la verdad o que el príncipe Johar ha muerto de verdad o que su muerte, en caso de haber tenido lugar, ha sido por la intervención de tropas de Rujistán?

El rey, con sus ojos aguileños, en medio de su pesadumbre, lanzó tal fulminante mirada a Rasul Mir, que este tembló de arriba abajo, encogiéndose en su diván como procurando ocultarse. Muhammad Pachá y Burhanuddin se incomodaron enormemente ante las observaciones del gran visir nimristaní, mientras que Amarzad ni se inmutó. Sorush, que tanto aborrecía a Rasul Mir, se sintió indignado ante tan manifiesta falta de respeto a los huéspedes de cuya sinceridad no cabía duda alguna, pero se mantuvo callado al ver que su padre retomaba inmediatamente la palabra.

—Mi buen Rasul Mir —dijo el rey fría y tajantemente, dirigiéndose a su gran visir con tono desafiante—. ¿Tiene su excelencia algún indicio o dato que respalde sus dudas acerca de la veracidad de lo que cuenta la princesa y nuestro amigo Muhammad Pachá? De la sinceridad de ambos no albergo la más tenue duda y no permito a nadie que ponga su sinceridad en entredicho.

Dicho eso, el rey se quedó callado durante un rato en el que no dejó de fijar su vista en su gran visir, sin que este se atreviera a responderle.

—Nuestros huéspedes tienen aún mucho que contarle a vuestra majestad acerca de las violaciones de Qadir Khan de todo código de honor y lealtad —dijo Sorush, percibiendo claramente que Rasul Mir y Korosh, así como los demás fanáticos leales a la alianza con Rujistán se habían quedado derrotados definitivamente a consecuencia de la noticia de la muerte del príncipe Johar a manos de los soldados de Qadir Khan precisamente cuando trataba de entrevistarse con su amigo, el rey Kisradar.

—Soy todo oídos —se limitó a decir el monarca, ávido de recibir más datos que afianzaran su intención, que ya sentía que era clara, de abandonar la alianza con Qadir Khan. Esos datos le servirían, además, para convencer al bando fanático de la alianza del grave error que iba a suponer ir a la guerra contra Qanunistán, simplemente porque le habían dado su palabra al tirano de Zulmabad.

En ese momento, Amarzad y Muhammad Pachá contaron al rey todo lo que aconteció en su viaje y cómo el ejército de Rujistán intentó impedir que llegaran a Nimristán. A petición de la princesa y del viejo pachá, Burhanuddin intervenía para explicar, con todo lujo de detalles, las batallas liberadas y las sonadas victorias conseguidas en la frontera y en su campamento militar, cuando las tropas de Qadir Khan atacaron el pabellón de la princesa. El rey no salía de su asombro escuchando todo aquello, que por supuesto no incluía nada acerca del papel jugado por Amarzad en dichas batallas. Sorush ya conocía la historia de boca de su primo Nuri, quien la había escuchado de Burhanuddin.

—Me parece absolutamente inaceptable ese comportamiento tan indigno de Qadir Khan —volvía a exclamar el monarca, lanzando de nuevo una mirada inflamada a Rasul Mir—. ¿Se atreve a cerrar mis fronteras? ¿A agredir a mis huéspedes? Pero me alegro de que le hayáis dado su merecido, ¡menuda derrota le habéis infligido! A ver si eso le hace reflexionar acerca de su vano convencimiento de poder conquistar Qanunistán.

En este momento, irrumpió el príncipe Korosh en la reunión, quedándose plantado en medio de los reunidos, ante la sorpresa de todos los presentes, salvo Rasul Mir, por la impetuosa manera con que hizo presencia y por la histeria que se asomaba por sus ojos, traducida en una voz chillona y descontrolada.

—¡¿Qué estoy viendo aquí?! —exclamaba Korosh sarcásticamente, con la cara enrojecida de indignación—. ¿Es que yo no tengo nada qué hacer ni qué decir en esta reunión? ¿No soy acaso el jefe del ejército de este reino? ¿Hasta este mequetrefe está también participando en tan cruciales conversaciones? —volvía a gritar Korosh, fuera de sí, señalando con el dedo a Burhanuddin y mirándole desafiante mientras su mano apretaba fuertemente la empuñadura de su espada en actitud amenazante.

Muy disgustado por la irrupción de su hijo en la reunión de aquella manera, el rey se puso de pie como una flecha, preso de un gran enfado.

—Cállate, maldito —gritó el rey dirigiéndose a su hijo, Korosh—. No eres más que un maldito idiota que no sabes comportarte ni controlarte, ni tienes respeto a nadie, ni siquiera a nuestros distinguidos huéspedes que han venido desde tan lejos. Sal de aquí inmediatamente. Fuera, fuera he dicho.

Korosh, que, como de costumbre, no había calculado bien las consecuencias de su comportamiento, se sintió fuertemente desconcertado por la reacción de su padre y los insultos que le dirigió delante de todos. No sabía qué hacer y se plantó ante su padre en actitud desafiante, negándose a salir de allí.

—¡Por más que lo intentéis —gritó Korosh dirigiéndose a los embajadores—, invadiremos vuestro reino y os derrotaremos!

—¡Maldito seas, imbécil! —exclamó el rey fuera de sí—. Aquí se hace lo que decida yo, no lo que decida un mocoso como tú. Fuera he dicho. ¡Guardia! ¡Guardia! —gritaba el rey con todas sus fuerzas.

Varios caballeros de la Guardia Real se presentaron inmediatamente, seguidos de otros, mientras Sorush se ponía de pie junto a su padre, temiendo lo peor de parte de su hermano. A la vez, Rasul Mir se colocaba de pie junto a Korosh pidiéndole en voz baja, casi susurrante, que se tranquilizara.

Al verse rodeado por una docena de caballeros, Korosh abandonó el salón blasfemando y gritando.

—Vete preparándote para el reto, veremos de lo que eres capaz, maldito fanfarrón —gritó el rey a Korosh mientras este se alejaba rodeado de los guardias.

Todo aquel repentino y desagradable incidente había enturbiado la buena marcha de las conversaciones, que transcurrían hasta aquel momento en un ambiente de armonía y profundo entendimiento entre ambas partes. Una vez alejado Korosh, el rey intentaba recomponerse y tranquilizarse, volviendo a recostarse en su diván y pidiendo perdón a sus huéspedes, algo avergonzado.

—Perdonen, por favor; perdonad, princesa —mascullaba el rey.

Todos se quedaron callados, respetando el mal mo- mento por el que estaba pasando el monarca. Amarzad se centraba en leer los pensamientos del rey, viendo claramente su doble decisión de destituir a Korosh de la jefatura del ejército y abandonar la alianza con Rujistán.

—Espero que le des a este chico su merecido esta tarde, a ver si así baja de las nubes —dijo el rey, tras unos momentos de silencio, ya algo recompuesto y más tranquilo, dirigiéndose a Burhanuddin, ante la sorpresa de los demás—. Sí, sí, no os extrañe que hable así de mi propio hijo, pero es que él necesita que alguien le dé una lección que le haga abandonar esta actitud tan altanera y arrogante que tiene.

Burhanuddin se mantenía callado, con cara de disgusto por lo que acababa de suceder.

Y cuando la conversación iba a seguir su rumbo, entró un miembro de la Guardia Real y avisó al rey de que un jinete, de nombre Baqir, acababa de llegar procedente de la zona fronteriza. Pedía verle urgentemente al no poder localizar a Korosh, el jefe del ejército. El rey hizo una señal para que le dejaran entrar.

Postrado Baqir ante el rey, con aspecto de haber cabalgado durante días, le informó que llevaba una misiva del caudillo Kasrawan, que encabeza las tropas destacadas en la zona fronteriza con Rujistán.

En la misiva, que el rey iba leyendo en silencio, totalmente escandalizado, Kasrawan le informaba de que una gran tropa de Rujistán, estimada en cinco mil hombres, habían entrado en territorio de Nimristán con pertrechos y armas que dejaban entender que su intención era asaltar murallas y ciudades, explicándole que esa tropa, encabezada por el propio príncipe Khorshid, hijo de Qadir Khan, incluía a cientos de arqueros e iba provista de torres de asalto bastante altas, catapultas, trabuquetes y enormes ballestas. Kasrawan informaba al rey de que sus tropas estaban asediando a las de Khorshid sin que este ofreciera resistencia alguna. Concluía el escrito señalando que Baqir proveería al rey de todos los detalles acerca de la situación creada en la frontera.

El rostro del rey estaba ya desencajado cuando terminó de leer la carta, dirigiendo una mirada escandalizada a su hijo Sorush y pasando a este la misiva para que la leyera. El rey permanecía en silencio, muy serio, a la espera de que Sorush terminara de leer. Amarzad, leyendo a su vez los pensamientos del rey, ya sabía de qué se trataba exactamente, pero tanto ella como sus acompañantes permanecían callados.

Sorush no salía de su asombro tras leer la carta y no hacía más que tartamudear «¡Pero…! ¡Pero…!», sin saber qué decir, pues no quería estallar en insultos a Qadir Khan delante de los huéspedes, aunque a duras penas podía controlarse.

El rey se revolvía indignado sentado en su diván, conteniéndose todo lo que podía, mientras su rostro palidecía ante esta nueva noticia. Él y Sorush intercambiaban miradas en las que el príncipe, sin decir nada, le recordaba al padre su nefasta opinión sobre Qadir Khan.

—¿Ha habido enfrentamiento alguno entre nuestras tropas y las del príncipe Khorshid? —preguntó el rey a Baqir, muy apesadumbrado por la nueva catástrofe que le acababa de caer encima, pues ya veía a su reino invadido a traición por Qadir Khan y vislumbraba una fehaciente e inevitable guerra contra su gran vecino. El rey se sentía profundamente traicionado por el monarca rujistaní y, por lo tanto, le asaltaba en aquellos momentos un tremendo sentimiento, aunque contenido, de indignación y rabia.

—No, majestad. Hasta mi salida de nuestro campamento no se había registrado enfrentamiento ninguno. Nuestras tropas han rodeado a las de Rujistán, que han quedado inmovilizadas, y el caudillo Kasrawan está a la espera de las órdenes de vuestra majestad —informó Baquir, intentando tranquilizar al monarca.

—¿No ofreció ninguna resistencia el príncipe Khorshid? ¿Cómo es posible que no ofreciera resistencia ninguna y aceptara ser asediado cuando lleva cinco mil hombres, como dice el caudillo Kasrawan, mientras que nuestras tropas allí no pasan de este mismo número? ¿Y qué explicaciones dio el príncipe Khorshid de todos estos pertrechos de asalto masivo que lleva consigo dentro de nuestro territorio? —preguntó el rey, indignado.

—No ha ofrecido ninguna clase de explicaciones, aunque nuestro caudillo le hizo esta pregunta una y otra vez —contestó Baqir, un hombre elocuente y seguro de sí mismo.

Hubo un momento de silencio lleno de miradas que se cruzaban entre todos los presentes, especialmente centradas en el rey, que parecía no salir de su asombro al no recibir una respuesta satisfactoria capaz de eliminar su extrañeza ante este repentino cambio en el comportamiento de Qadir Khan hacia él y hacia su reino, y ante el extrañísimo comportamiento del príncipe Khorshid, cuyo carácter sagaz y su paciencia eran conocidos por el rey. Esto era lo que, precisamente, más preocupaba al monarca, pues la astucia de Khorshid hacía que Kisradar se preguntara en qué podría desembocar ese asalto de sus tropas.

—Majestad, si me permite... —volvió a hablar Baqir.

—Sí, continúe —respondió el monarca.

—El caudillo Kasrawan teme, majestad, que el príncipe Khorshid esté esperando refuerzos, por eso no ofrece resistencia de momento, pero tampoco acepta rendirse a nuestras tropas, alegando que se trata, en el caso de nuestros dos países, de reinos amigos y aliados. Y tampoco, majestad, ofreció ningún motivo razonable que justificara su incursión en nuestro territorio ni el que haya levantado un campamento totalmente equipado a una distancia de tres horas de marcha de la frontera de su país.

—Está claro que tales dotaciones militares y tal comportamiento nada bueno pueden presagiar en cuanto a las intenciones de Khorshid y su padre —sentenció Sorush.

El rey se mantenía en silencio, así como los tres miembros de la embajada de Qanunistán. Para el rey todo quedaba diáfanamente claro al haber oído la noticia de la invasión de su territorio por tropas de Qadir Khan, pero le disgustaba enormemente tener que entrar en conflicto con Rujistán.

Continuará….

DEJE AQUÍ SU COMENTARIO    (VER COMENTARIOS)


COMPARTIR EN:

Todos los derechos reservados كافة الحقوق محفوظة - Editor: Saïd Alami محرر الـموقـع: سـعـيـد العـَـلـمي
E-mail: said@saidalami.com