AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


(Entrega 33)

30 octubre 2022

 

—Me alegro de que pienses igual que yo sobre nuestra ilustre huésped —respondió la reina mientras avanzaba sonriente hacia Amarzad y la daba sendos besos en las mejillas.

—Muchas gracias —respondió Amarzad sonrojándose—. Mis padres siempre han sentido admiración y respeto por sus majestades y por su reino. ¿Verdad que sí Muhammad Pachá?

—Desde luego, princesa —se apresuró a contestar Muhammad Pachá—. El sultán Nuriddin nos dijo, cuando decidió enviarnos en esta embajada, que no le cabía duda de que aquí encontraríamos la más sincera y digna hospitalidad que nadie puede dispensar salvo los grandes de alma y de corazón.

—¡Oh! ¡Su excelencia se expresa maravillosamente! —exclamó el monarca, satisfecho por las palabras que acababa de pronunciar el viejo pachá.

Y mientras todos iban tomando asiento en un ambiente alegre y distendido, con el rey y la reina ocupando ambos extremos de la mesa, la princesa percibía unas vibraciones que la provocaban algo de desasosiego y la inquietaban de alguna manera. Alguien de los comensales era la fuente de esas vibraciones, y ese alguien no era otro que el gran visir de Nimristán, Rasul Mir, que a pesar de la sonrisa que lucían sus labios, sus ojos no dejaban de despedir destellos de temor y de rencor que Amarzad detectó nada más sentarse todos alrededor de la mesa. Ni Muhammad Pachá ni Burhanuddin se habían percatado de ello. Amarzad, muy preocupada, indagó en los pensamientos de Rasul Mir, un hombre en la mitad de su quinta década, de complexión fuerte, piel oscura, pelo gris, nariz aguileña y ojos de halcón. Ante ella estaba el más fanático enemigo de su país y de su padre, lo cual incrementó enormemente su preocupación, máxime cuando veía que Rasul Mir no abría la boca y se limitaba a asentir todo lo que decían los demás. En realidad, la princesa no se desviaba un ápice de la verdad, pues ese hombre era, efectivamente, el más leal espía de Qadir Khan en Nimristán, extremo este que tampoco se escapó a los nuevos poderes de la joven embajadora.

Amarzad necesitaba advertirle al rey acerca del traidor que tenía por gran visir, pero no encontraba la manera de hacerlo y temía que cualquier insinuación de su parte en este sentido diese al traste con todo el avance conseguido en su favor en la mente y en el corazón del rey, por lo que prefirió permanecer al margen, pero al acecho, a la espera de que se celebrasen las conversaciones tras la comida, tal como les había dicho el propio Kisradar.

La comida trascurrió en un ambiente agradable y acogedor, especialmente por parte de la reina, quien no dejaba de insinuar ante Muhammad Pachá y Amarzad su convencimiento de que el rey finalmente no participaría en la guerra contra su país, insinuaciones estas que eran secundadas sin rodeos por Sorush. Por otro lado, tanto la princesa como sus dos acompañantes, que estaban sentados a sus dos lados, prefirieron no comentar nada porque consideraban que no era aquel el momento idóneo para que ellos dijeran nada al respecto ante el monarca, quien a su vez tampoco hacía comentario alguno sobre las insinuaciones de su esposa e hijo.

Mientras, el príncipe Korosh, que había sido avisado por un lacayo de Rasul Mir del exquisito trato que el rey estaba dispensando a los embajadores de Qanunistán, incluido su enemigo Burhanuddin, y que su hermano, Sorush, estaba presente en la recepción y comida con los miembros de la embajada qanunistaní, montó en cólera al sentirse desplazado y apartado de tan importante reunión que él consideraba que le concernía muy directamente y que nada tenía que ver con su hermano, a pesar de la condición de este último de heredero del trono. Enseguida Korosh se olió que su padre podría dar un golpe de timón en lo referente a su alianza con Qadir Khan, cambiando diametralmente de postura, lo que incrementó notablemente su alarma y ya se veía destituido del cargo de jefe del ejército y a su hermano restituido en el mismo, lo cual no estaba dispuesto a consentir.

En cuanto a Kisradar, apenas habló durante el banquete y estaba siguiendo, no muy atentamente, las conversaciones en marcha entre los demás comensales, con semblante bastante relajado. Sin embargo, por dentro, el monarca se debatía entre abandonar la alianza con Qadir Khan, y posiblemente enfrentarse a una guerra con este si Rujistán salía victoriosa de la invasión de Qanunistán, o permanecer unido a Qadir Khan y evitar enfrentarse al tirano de Zulmabad. Las dudas de Kisradar no se habían resuelto hasta aquel momento y Amarzad lo sabía, pues estaba pendiente de él en todo momento, aunque pareciese enzarzada en conversaciones con los demás. Su poderosa sortija le transmitía el estado de perplejidad en el que se hallaba el monarca, que aún no sabía por dónde tirar, a pesar de que se había percatado de que la alianza con Qadir Khan era un error. Pero eso era una cosa y la sensación de relajación que tenía el monarca en presencia de sus huéspedes era otra muy distinta. Sin lugar a duda, al monarca le habían caído bien sus invitados, incluido Burhanuddin, cuyo aplomo, pocas palabras y mirada melancólica, que dejaban entrever una personalidad fuerte, consciente y madura, habían acrecentado la admiración del rey por ese joven, lo que ya había sentido por primera vez cuando vio cómo luchaba horas antes. Ahora, Kisradar, que percibía el alto grado de respeto que le tenían tanto la princesa como el viejo pachá, hasta el punto de querer que los acompañase durante la primera audiencia con el rey y luego a la comida, no dudaba ya de que ese joven merecía ser respetado y tomado en cuenta. Sin embargo, al monarca le seguía gustando la idea de ir adelante con la celebración del duelo entre su hijo Korosh y el joven pachá, máxime cuando le empezaba a asaltar fuertemente la idea de restituir a su hijo Sorush en su antiguo cargo de jefe del ejército, cargo que desempeñó a lo largo de años con total éxito, pues gracias a él las tropas de Nimristán habían alcanzado el nivel excelente que tenían de preparación, disciplina y armamento, hasta convertirse en una fuerza temible por los reinos vecinos. «De ser derrotado Korosh, esa sería una excusa perfecta para destituirle de la jefatura del ejército, sin tener que darle más explicaciones —pensaba el monarca—. En cambio, si sale victorioso, ya encontraré algún otro pretexto para destituirle», concluía el rey, absorto como estaba en sus pensamientos.

Amarzad captó nítidamente este último pensamiento del rey, por lo que decidió no interferir en la decisión del rey sobre el duelo que se esperaba para aquella tarde, y así se lo hizo comprender a Muhammad Pachá, con pocas palabras en cuanto tuvo ocasión de trasmitírselo durante la comida, para que no presionase al monarca sobre este asunto. La princesa no albergaba dudas ya, tras haber leído el pensamiento de Kisradar y vista toda aquella amabilidad, receptividad y cariño con que les estaba tratando, de que finalmente optaría por decidir el abandono de la alianza con Rujistán. Y por ello, pensaba que no debía prestar gran importancia al duelo entre su amado, Burhanuddin, y Korosh, porque no le cabía duda de que el joven pachá sería el vencedor, lo que facilitaría la destitución del príncipe de su cargo y, en consecuencia, la salida de Nimristán de la alianza enemiga. De ser vencido su amado, pensaba Amarzad, eso no significaría nada para él, pues no se trataba más que de un juego, en realidad, ni tampoco para ella que veía en él al hombre más valiente y audaz del mundo.

En cuanto al príncipe Sorush, se sentía feliz por la cordialidad y el afecto que envolvían el ambiente durante aquella comida, especialmente por parte de sus padres, e intuía que algo importante estaba en marcha en aquellos momentos, y ese algo no podía ser otra cosa que el abandono por su padre de aquella nefasta alianza que tanto les disgustaba a él y a la reina. Sus pensamientos estaban siendo seguidos por Amarzad y le otorgaban más dosis de esperanza acerca del triunfo de su misión ante el rey Kisradar.

En cuanto a la reina Parandis, si una cosa sacó en limpio de aquel banquete era que la princesa estaba enamorada de Burhanuddin, aunque ambos no habían intercambiado una sola mirada en su presencia, pero ella, muy pendiente de ambos, pensaba que lo que había entre estos dos jóvenes era difícil de ocultar. Y eso inquietaba a Parandis sobremanera, pues ella se había construido castillos en el aire acerca del casamiento de su hijo Korosh con la princesa de Qanunistán, sin haberse enterado aún de los nefastos planes de Korosh respecto a Amarzad. Dos ideas locas rondaron la cabeza de la reina momentáneamente, pero las desechó enseguida, aunque no se le escaparon a Amarzad: la primera era fijar como premio para el ganador del duelo esperado el casamiento con la princesa, y la segunda era poner el casamiento de la princesa con Korosh como precio a la salida de Nimristán de la alianza tripartita. Sin embargo, ambas ideas parecían descabelladas, por lo que decidió dejar para más tarde este asunto.

A Amarzad le maravillaba este nuevo poder que tenía para detectar lo que pensaban los demás, pues nunca antes lo había experimentado. Por ello se sentía inmensamente feliz, pero no sabía si se trataba de un poder pasajero o permanente, ni sabía explicarse el motivo de no haberlo tenido antes y sí poseerlo en aquellos momentos.

Los comensales abandonaron el comedor en medio de un ambiente armonioso, en plena conversación unos con otros, salvo el gran visir, Rasul Mir, que iba el último, caminando solo detrás de todos y con cara de gran preocupación. La reina Parandis se disculpó y se despidió de ellos debido a sus inaplazables compromisos, pero convencida de que el asunto estaba casi zanjado y que su marido, Kisradar, no seguiría adelante con sus planes de invadir Qanunistán.

Flanqueadas las dos delegaciones desde su salida del comedor por una decena de guardias reales, penetraron, tras caminar un rato por las dependencias del palacio, en un salón tan suntuoso que Amarzad y sus acompañantes se detuvieron durante un buen rato contemplando sus paredes y techos, cargados de deslumbrantes arabescos y bellas ornamentaciones, expresando repetidas veces su admiración por su belleza. Ambas delegaciones tomaron asiento en cómodos y mullidos divanes una frente a la otra, separándolas una gran mesa tan baja que casi tocaba el suelo, sobre la cual había gran número de fuentes llenas de toda clase de frutas y zumos de aquellas tierras. Una cuadrilla de sirvientes permanecían de pie, alejados de la mesa e inmóviles, salvo cuando se les pedía algo.

—Sé que habéis venido desde tan lejos para convencerme de que abandone la alianza con el rey Qadir Khan —dijo Kisradar con tono grave, inaugurando las conversaciones de modo formal, con su hijo Sorush sentado a su derecha y Rasul Mir a su izquierda—. Sé cuánto les costó llegar hasta aquí y el supremo esfuerzo que les ha supuesto haber viajado todos esos días. Por eso quiero adelantarles que no cabe duda de que mis sentimientos y mis pensamientos ahora no son los mismos que los de antes de vuestra llegada, y ese cambio se debe, en primer lugar, al encantador carácter de su alteza, joven princesa, Amarzad, y al de sus acompañantes, especialmente Muhammad Pachá, a quien conozco desde hace muchos años, aunque nos hemos visto en contadas ocasiones, y sin desmerecer al joven pachá, Burhanuddin, que se ha ganado igualmente mi respeto. En segundo lugar, y principalmente, ese cambio es fruto de la gran generosidad de vuestro sultán, Nuriddin, que Dios guarde muchos años, demostrada tanto en los regalos que su alteza y sus excelencias han traído a mí y a la reina, como en la sincera carta que su majestad, el sultán, me envió y que me atrevo a decir que es la causa crucial de este cambio. Con estas palabras mías no quiero adelantar nada, pues mi decisión al respecto aún no está tomada, ya que hay muchos puntos que habrá que tener en consideración antes de pronunciarme sobre un asunto de tan trascendental importancia.

Mientras escuchaban al rey, todos intercambiaban miradas de satisfacción, salvo Rasul Mir, que se encontraba como asistiendo a un funeral, lo cual llamaba la atención de todos los presentes, salvo el rey, tan acostumbrado como estaba al agrio carácter de su gran visir y uno de los más importantes nobles de su reino.

Acabada la breve intervención del rey, Muhammad Pachá tomó la palabra inaugurando las conversaciones por parte qanunistaní, tal como le había pedido Amarzad antes de acudir a la audiencia con el rey, porque consideraba que la primera intervención por parte de su embajada tras las primeras palabras de Kisradar debía corresponder a Muhammad Pachá, por respeto a él y a su larga experiencia en esta clase de menesteres.

—Estamos muy agradecidos, majestad, por vuestra gran hospitalidad, la princesa Amarzad tiene mucho que contarle, yo la acompaño en calidad de consejero —dijo Muhammad Pachá, hablando pausadamente—. Sin embargo, quiero aprovechar mi intervención, con permiso de la princesa, para subrayar el hecho de que nuestro sultán, Nuriddin, que Dios guarde muchos años, no albergaba duda alguna de que aquí íbamos a ser bien recibidos por un monarca tan grande y generoso como es vuestra majestad, que Dios os guarde muchos años. Y en cuanto a lo que dijo vuestra majestad del esfuerzo que ha supuesto llegar hasta aquí, creo que cuando nos haya escuchado vuestra majestad va a saber realmente el verdadero alcance de nuestros esfuerzos por tener esta oportunidad de estar sentados en vuestra regia presencia, oportunidad esta que nos colma de felicidad. Sin embargo, dejo la palabra a la princesa pues ella se lo explicará todo a su majestad, mucho mejor que yo.

Muhammad Pachá dijo eso último con una risa corta, correspondida por el rey con una amplia sonrisa mientras hacía un gesto con la mano para que Amarzad empezase a hablar.

Amarzad deslumbró al rey con su exposición, en el que le hizo ver, mediante argumentos bien desarrollados, cifras y ofertas precisas establecidas por el sultán Nuriddin, que no ganaba nada con su alianza contra Qanunistán y Najmistán y que tenía mucho que obtener si abandonaba esa alianza y, por el contrario, establecía lazos de fuerte amistad y cooperación con su padre, el sultán Nuriddin y con el sultán Akbar Khan. Amarzad también explicó al rey, ayudada especialmente por Burhanuddin, los preparativos militares que se estaban tomando a marchas forzadas en Qanunistán y Najmistán, dejándole entrever que la invasión de Qanunistán de ninguna manera sería empresa fácil para la alianza tripartita. Burhanuddin, que intervenía cuando se lo pedía Amarzad, dejó entender a la delegación de Nimristán que el sultán Akbar Khan se encargaría de neutralizar del todo al ejército de Sindistán, invadiendo ese país, con lo cual el ejército de Radi Shah tendría que regresar precipitadamente a Sindistán para repeler la invasión, con lo cual la alianza tripartita en realidad no existiría sobre el terreno o en el campo de batalla en Qanunistán.

La princesa Amarzad iba leyendo en la mente del rey su satisfacción al escuchar esos detalles militares que se habían puesto en marcha por parte de Nuriddin y Akbar Khan, lo que venía a respaldar sus intenciones de abandonar la alianza y dejar hundirse a Qadir Khan en su guerra de invasión.

De repente, Rasul Mir saltó de su diván poniéndose de pie, pensando en que aquel era el momento más oportuno para intervenir y dar al traste con todo lo que la delegación qanunistaní había conseguido.

—Esos preparativos militares de los que está hablando su alteza y este caballero no nos asustan en nada, majestad —dijo Rasul dirigiéndose al rey, con los ojos saltones y algo enrojecidos, pues su indignación era ya incontrolable al ver dibujándose en el rostro del rey la clara inclinación a abandonar la alianza—. Majestad, no haga caso a sus amenazas, pues le están intimidando, pero muy sutilmente. Esto es intolerable, majestad —concluyó el gran visir de Nimristán en tono muy encendido.

El rey, tranquilo, y no dejándose impresionar por su gran visir, de quien sabía su gran apego a los planes de invadir Qanunistán, le invitó a sentarse de nuevo. Mientras, Sorush, sin levantarse, quiso responder a Rasul Mir, pero el rey le hizo una señal para que no prosiguiera.

—Querido Rasul Mir, procure calmarse —dijo el rey tranquilamente—. Estos jóvenes nos están ofreciendo datos valiosos y precisos sobre los planes de su ejército. ¿Y encima se enfada Vuestra Excelencia? Parece mentira que la sinceridad de la princesa y del joven pachá sean motivo de vuestro enfado, Rasul Mir.

Continuará….

 

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