AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 28)
11 septiembre 2022
El rey se calló, intentando a duras penas controlarse. Algún visir le guiñaba el ojo al jefe del ejército animándole a que aguantase el chaparrón y se quedase callado. Los visires y Diauddin se mantenían en silencio, pues el jefe del ejército sabía que todo cuanto pudiera decir no iba a servir de nada en aquel momento, y prefería dejar que el rey se desahogase, esperando a poder hablar con él tranquilamente más tarde.
—Escucha, Diauddin —dijo el rey,
controlándose de alguna manera, puesto de pie frente al jefe del ejército y
hablando con voz fría y los ojos encendidos—. No te voy a destituir porque de
momento no veo a quién puedo nombrar en tu lugar. Traerme a ese Jabur y a todos
los caballeros que se hayan salvado de la matanza. Que comparezcan ante mí
mañana a primera hora, y tú con ellos.
Diauddin sacudió la cabeza en señal de obediencia.
—A la orden, majestad —dijo con voz abatida.
A la mañana siguiente, en el salón del
trono, en presencia de sus dos hijos mayores, príncipe Khorshid, el mayor de
los dos, y el príncipe Qandar, además del gran visir, Sayed Zada, de otros
visires y Diauddin, el rey Qadir Khan ordenó que entrase Jabur y los caballeros
escapados de la triple derrota en Qanunistán.
Todos se inclinaron
solemnemente ante el rey, sentado en su trono. Este, con cara de asqueado,
empezó a contarles con el dedo índice de su mano derecha, hasta que terminó de
contar. Se quedó en silencio, mirándolos con sumo desprecio, casi con ganas de
escupirles a todos en la cara.
—Treinta y cinco caballeros —comenzó a decir el rey
con tono sarcástico y en voz alta, pero sin alterarse, mirando al gran visir y
a todos los demás—. Tan solo treinta cinco caballeros se han salvado y cientos
más murieron.
Qadir Khan se quedó en silencio, sin dejar de pasear
su vista por los caballeros comparecientes ante él, todos con la cabeza
agachada, sin atreverse a mirar al rey a la cara.
—¡Diauddin! —de repente gritó el rey—, ¿cuántos de
nuestros soldados han regresado?
—Alrededor de un centenar, majestad —respondió el
jefe del ejército, con su voz habitual, una vez recuperados su timbre y su
vitalidad.
—En fin, caballeros —dijo el
rey como resignado y no queriendo entrar en otra crisis nerviosa como la del
día anterior—, ¿quién es el comandante Jabur de entre vosotros?
Jabur dio un paso al frente.
—Soy yo,
majestad —respondió Jabur, con voz quebrada.
—¡Jabur! —gritó el rey—, creo que
tú has sido el único en sorprender al enemigo, causándoles muchas bajas. Pero
al final, igualmente, te han vencido vergonzosamente llegando incluso a
aniquilar a casi todos tus hombres. Solo te salvaste tú y un puñado de tus
caballeros, según me han contado. ¡Una vergüenza! ¡Toda una vergüenza, lo
miremos por donde lo miremos! —exclamaba el monarca, desesperado.
—Sí, majestad, así fueron las cosas —dijo Jabur,
abatido—. Sin embargo, majestad, hay detalles que explican ese desastre que
sufrimos mis tropas y yo cuando estábamos de hecho aplastando al enemigo.
—¿Detalles? —inquirió el rey mirando a Diauddin,
como pidiéndole explicaciones.
—Sí,
majestad —contestó Diauddin—, son detalles dignos de que su majestad tenga en
cuenta y tome medidas a la luz de los mismos.
—¿Y cómo no me has informado antes de esos detalles
si son tan importantes como dices? —le increpó el rey.
—Perdonad, vuestra majestad, pero es que ayer no
veía la manera de contaros nada de tan enfadado como os encontrabais, de
ninguna manera quería yo interrumpiros. Prefería esperar a que se celebrara
esta reunión.
—¡Bueno, bueno! —volvió a exclamar el rey—. ¿Quién
de vosotros me lo cuenta? ¿Jabur o tú, Diauddin?
—Perdonad, vuestra majestad,
pero son detalles que solo pueden ser explicados ante vuestra majestad, a
solas, según mi humilde opinión —respondió el caudillo del ejército.
Un murmullo y miradas de extrañeza inundaron el
salón del trono ante esa afirmación de Diauddin.
—¿Tan graves son esos detalles como para querer
decírmelos a solas? —preguntó el rey muy extrañado.
—Sí, majestad —contestó Diauddin—, lo son.
El rey paseó su vista por las caras de todos los
presentes delante de él.
—De acuerdo —finalmente dijo el rey—. Que
permanezcan aquí Khorshid, Qandar, Sayed Zada, Diauddin y Jabur. Los demás pueden
marcharse y esperar fuera.
Cuando hubieron salido todos, salvo los que el rey
pidió que se quedaran, este bajó de su trono y formó un sencillo corro con los
otros cinco.
—Decirme vosotros dos —dijo el rey en tono
confidencial lleno de curiosidad mientras se iba acercando a Jabur hasta
ponerse frente a él y cogerle de los hombros—, ¿qué es lo que traes entre
manos, comandante Jabur? —continuó el rey mirando fijamente al militar
superviviente.
Jabur balbuceó hasta que intervino su jefe,
Diauddin. Entre ambos le contaron al rey, a sus hijos y al gran visir, con toda
suerte de detalles, lo acontecido en la batalla del campamento de la princesa
Amarzad. Hasta llegar a explicarle cómo una chica, que estaba alojada en la
pabellón mayor del campamento, salió volando por los aires. Llevaba un vestido
inmenso, de color blanco, que iluminaba el suelo y el cielo, con un montón de
luces de todos los colores. Esa muchacha empezó a disparar luces mortales
salidas de su mano derecha y de su cabeza, con las que aniquiló al grueso de
las tropas que encabezaba Jabur.
El rey, al terminar de escuchar aquello,
boquiabierto y con el ceño fruncido hasta no poder más, trasladó su mirada,
pasmado, de Jabur a Diauddin, y de este a Jabur, sin decir nada, luego se
volvió hacia sus hijos y el gran visir antes de estallar en carcajadas y risas.
Todos le miraban en silencio, pues el relato había impactado profundamente a
los dos príncipes y al gran visir, quienes no hallaban razón para las
carcajadas del monarca, mientras que Jabur y Diauddin, especialmente el
primero, estaban disgustados por la reacción de este.
—¿En serio creéis que me voy a
tragar vuestras majaderías? —se burlaba Qadir Khan—. ¿Acaso no encontráis otros
pretextos más dignos para explicar tan vergonzosas derrotas? ¿Tres ejércitos
aniquilados en tan solo unas horas? ¿Y lo explicáis, malditos seáis, con que
una chica voladora ha sido la causa de vuestras desgracias? ¿Es que me creéis
imbécil o es que sois así de imbéciles vosotros? —soltó extremadamente
indignado y gritando.
Todos permanecían en silencio
—¿Qué le parece todo esto que acaba vuestra
excelencia de escuchar, Sayed Zada? ¿Y a ti, Khorshid? ¿Y a ti, Qandar?
—preguntó el rey, tranquilamente, al detectar en la actitud de esos tres que no
opinaban lo mismo que él acerca del relato de Jabur.
Tanto los dos príncipes como el gran visir no sabían
qué decir, pues la manera con que Jabur contó lo ocurrido no parecía fruto de
ningún invento o imaginación, dado que durante la narración de lo acontecido
vieron reflejarse en su cara el terror que padeció cuando huía con su tropa
perseguido por Amarzad.
Ante el silencio de los demás, el rey se quedó muy
pensativo.
—¿Y quién pudo ser esa chica que estaba instalada en
la pabellón principal? —preguntó el rey, tranquilamente.
—Si ella ocupaba la pabellón principal sería porque
era ella la embajadora que Nuriddin enviaba a Nimristán —se aventuró a opinar
Sayed Zada.
—Majestad, yo vi en el curso de la batalla al gran
visir de Qanunistán, Muhammad Pachá, a quien conozco de haberle visto cuando
vivía yo en Dahab hace años. Él mismo luchaba contra nosotros rodeado de sus
hombres —terció Jabur, seguro de lo que decía—. Yo no creo que la chica fuera
la embajadora, creo que el que presidía aquella embajada era el gran visir,
majestad.
—¿Muhammad Pachá luchando personalmente a su edad?
—murmuró Qadir Khan—. ¿Qué clase de gente son estos malnacidos de Qanunistán?
—Y lucha muy bien, majestad —dijo Jabur, recibiendo
del rey una mirada fulminante.
—¡Guardia, guardia! —gritó el rey y entraron enseguida
tres miembros de la guardia, a quien el rey les gritó que fueran a llamar a
Bahman Pachá enseguida.
—Descríbeme esa chica, ¿cómo era? —dijo el rey a
Jabur mientras regresaba a sentarse en su trono.
Jabur balbució durante un rato.
—No sé, majestad —por fin pudo
decir—. Yo no pude verla con claridad, era antes del amanecer, aún de noche, y
las ráfagas de luz que nos disparaba desde su cabeza eran cegadoras, por lo que
apenas pude verla bien, además que estábamos corriendo despavoridos para
escaparnos de ella, pero con toda seguridad era una chica la que nos perseguía,
montada en un vestido blanco de enorme extensión que llevaba puesto. Volaba con
la facilidad con que lo hace cualquier pájaro, majestad.
Jabur hablaba de Amarzad horrorizado, con los ojos
desorbitados al recordar aquellos momentos en los que él escapó de la muerte
por milagro.
—¿Y cómo no
intervino esa chica voladora que dices en las otras dos batallas contra
nuestras fuerzas? —le espetó el rey a Jabur—. Nadie de los salvados de aquellas
batallas dijo nada acerca de una chica voladora, pero, desgraciadamente, al
final daba igual, fueron igualmente aniquilados, sin que mediase ninguna chica
volando —concluyó el rey, sarcástico.
—Pues no tengo ni idea, majestad —respondió Jabur,
turbado.
En eso llegó Bahman, alarmado, pues ya le habían
llegado las noticias de las derrotas sufridas por los rujistaníes en
Qanunistán.
—Acércate, Bahman —dijo el rey en tono cariñoso
tendiendo las manos hacia el hijo del difunto Parvaz Pachá.
Una vez que Bahman se había unido al corro formado
por los presentes, el rey le ordenó a Jabur narrar de nuevo lo que había visto
y sufrido.
—¿Quién puede ser esa joven voladora y tan poderosa,
Bahman? —preguntó el rey cuando Jabur hubo finalizado su relato de los hechos—.
Dice Jabur que estuvo en la pabellón mayor custodiada fuertemente.
—No tengo ni idea, majestad.
—Se trata de una chica que
estaba instalada en la pabellón principal del campamento militar, Bahman —insistía
el rey—. Todo indica que era ella la enviada de Nuriddin a Nimristán, y no
Muhammad Pachá, que también se encontraba en aquel campamento.
—No se me
ocurre otro nombre, majestad, que el de Amarzad, la hija de Nuriddin —respondió
Bahman, ante la insistencia del rey, no del todo seguro y a la vez enormemente
extrañado ante lo que acababa de escuchar de boca de Jabur.
—¡¿Nuriddin
tiene una hija con tales poderes?! —exclamó el monarca—. ¿Y qué años tiene?
—preguntó a Bahman.
—Estará rondando los catorce años, majestad.
—¡Catorce años y con estos poderes! ¡Cómo! ¡De
dónde! —volvía a exclamar Qadir Khan una y otra vez.
—Es
la primera vez que oigo que Amarzad tiene tales poderes, majestad. Si es que
estamos hablando de la misma chica.
—¿Sabes, Bahman? Si no fuera
por el respeto que te tengo a ti y a tu difunto padre, habría ordenado iniciar
la invasión de Qanunistán mañana mismo, sin más esperas. Pero no, dejaremos que
se cumplan los cuarenta días reglamentarios de luto por la muerte de tu padre,
celebramos después la boda, y nos ponemos manos a la obra de inmediato.
—Os lo agradezco profundamente, majestad. Y yo sabré
cómo corresponderos. Sé cómo apreciaba vuestra majestad a mi padre, que Dios lo
tenga en los cielos —dijo Bahman mientras se inclinaba ante el rey repetidas
veces.
En realidad, a Qadir Khan se le venía el mundo
encima al saber que Nuriddin tenía alguien con semejantes poderes, se tratase o
no de su hija, y que ese alguien pudiera acabar con cientos de sus soldados y caballeros
en un santiamén. Precisamente, en aquellos momentos se sentía muy necesitado de
más tiempo para preparar esa invasión, y pensó que había que aprovechar los
días que restaban para el inicio de la guerra para planificar el modo de
enfrentarse a esos poderes extraordinarios, procedieran de la hija de Nuriddin
o de quien fuese.
Pero las desgracias nunca vienen solas, como se
suele decir, pues cuando el rey Qadir Khan estaba más necesitado de meditar y
hablar consigo mismo y con sus más allegados, como lo eran las personas que le
acompañaban en aquel momento, uno de los guardianes de la puerta del salón del
trono entró para avisar de que una persona procedente de Qanunistán, de nombre
Nosherwan, requería ver urgentemente al rey. Qadir Khan reconoció enseguida al
personaje anunciado, se trataba de uno de los hombres que él había enviado con
Jasiazadeh en el marco de la conspiración para asesinar al sultán Nuriddin.
Qadir Khan
hizo un gesto para que le dejaran entrar. Nosherwan, con aspecto de haber llegado
en aquel momento de un largo viaje, se postró ante el rey con expresión muy
grave y semblante abatido.
—Majestad —dijo con voz cansina mientras hacía una
completa inclinación de sumisión.
—Dime —dijo el rey secamente temiendo lo peor al
verle con aquel aspecto y aquel abatimiento.
Nosherwan contó al rey el fracaso de los dos
intentos de asesinar a Nuriddin, en los que cinco de los caballeros enviados
para esa empresa perdieron la vida, además de la detención de Jasiazadeh.
Mientras el rey escuchaba se iba incrementando su indignación, pero permanecía
callado, hasta que escuchó lo de la detención de su bruja mayor, Jasiazadeh.
—¿Cómo? —estalló el monarca—. ¿Jasiazadeh presa?
Debes de estar de broma. Pero ¡¿quién puede detener a Jasiazadeh, nuestra mejor
bruja?! —exclamaba fuera de sí.
—Pues es lo que ha ocurrido,
majestad —insistía Nosherwan todo seguro de cada palabra que decía—. Fue en el
segundo intento de asaltar el Palacio Real en Dahab. Participaban Jasiazadeh y
otros brujos y brujas. El palacio lo defendían unos magos pertenecientes al
mago más importante de Qanunistán, unos le llaman Svindex y otros el mago Flor,
y ellos son los que han hecho prisionera a Jasiazadeh.
Nosherwan contó al rey más
detalles acerca de lo acontecido aquella noche del segundo intento de asesinar
al sultán Nuriddin, cómo aquella noche los asaltantes del palacio primero
irrumpieron en las habitaciones de la princesa Amarzad, «pero la princesa no se
encontraba allí a pesar de que la noche ya estaba muy avanzada», terminó diciendo.
—¡¿Amarzad?! ¡Amarzad otra vez! —exclamó el rey
dirigiendo su mirada a Bahman mientras se levantaba de su trono—. Es la segunda
vez que aparece el nombre de esa maldita princesa, hija del malnacido de
Nuriddin. Pero está claro que en ese caso ella tampoco tuvo nada que ver con el
desastre acaecido, pues no se encontraba allí, según cuenta este caballero.
—Eso confirma, majestad, que ella es la embajadora
enviada a Nimristán con Muhammad Pachá —se apresuró a comentar Bahman—. Quiere
decirse, majestad, que ella es efectivamente la chica voladora. Ya no cabe
duda.
Khorshid, Qandar y Sayed Zada
aprobaban esa opinión de Bahman con palabras y gestos, lo mismo que Diauddin y
Jabur, dando todos por concluido así el enigma de la identidad de aquella chica
voladora.
El rey, que escuchaba y observaba a unos y a otros,
se golpeó la frente con la mano, mientras se dejaba caer sobre el trono de
nuevo, literalmente abatido. Se había quedado sin Jasiazadeh, sin la decena de
sus mejores caballeros enviados a Qanunistán, sin sus tropas en la frontera
entre Qanunistán y Nimristán. Todos en el salón le observaban callados y
temiendo sus reacciones impulsivas y violentas ante tanta calamidad.
—¿Han vuelto contigo todos tus compañeros? —preguntó
el rey a Nosherwan con calma.
—Sí, majestad. No había nada más
que hacer allí tras la detención de Jasiazadeh. Allí han quedado algunos de sus
seguidores empeñados en vengarse y liberar a Jasiazadeh. Para ello decidieron
unirse de nuevo a Kataziah, la bruja más importante de Qanunistán, y ayudarla a
matar a la hija del sultán, quien mató a su hijo.
—Pero ¡¿cómo es esto posible?! —exclamó el rey—. Una
chica, casi niña, ¿ha sido capaz de hacer todo esto? ¡Ese Nuriddin tiene a un
demonio por hija!
—Según los brujos, majestad, esa chica
mató a muchos brujos, además de al hijo de Kataziah —comentó Nosherwan—. La
verdad, majestad, es que lo hizo en defensa propia, ellos habían ido a
secuestrarla y luego intentaron, convertidos en pájaros monstruosos, matarla a
ella y a sus guardias.
—Bueno, bueno —repetía el rey, secamente, no
gustándole lo que Nosherwan acababa de decir—. Puedes regresar con tus
compañeros y esperar órdenes.
Acto seguido, el rey se levantó, caminó hacia
Diauddin e invitó a acercarse a los demás.
Continuará...