HALIMA

HALIMA<p> Un relato de Saïd Alami

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HALIMA

Saiid Alami

(Traducido del árabe por el autor)

    La tarde envolvía en sus sombras la ciudad montañosa, de suerte que para quien la miraba en aquellos momentos desde el monte Al-Taj le parecía que las cumbres de los montes sobre las cuales yacía la ciudad disfrutaban de más luz que la parte inferior, donde en las calles se hacinaban viandantes y coches. Sin embargo, todo esto no le llamaba la atención a nadie, pues los habitantes de la ciudad eterna habían visto la llegada de la tarde y su partida tantas veces, que no podían ya contarlas. E incluso aquel almuédano cuya voz se había lanzado a través de los altavoces de la mezquita de Hussein, deleitando los oídos, eran pocos los que se habían percatado de él, los que habían sentido sus palabras: “Alá es más grande Alá es más grande… No hay más dios que Alá”(1), llegar hasta el fondo de sus almas, llevándolos el éxtasis espiritual, por lo que apresuraban sus pasos hacia la mezquita para quitarse de encima algo de las aflicciones mundanas. En cuanto a los demás, la llamada del almuédano aquella tarde era como la tarde misma, no habiéndose percatado de ella, ni siquiera sintieron que haya tenido lugar.

   Nosotros, sin embargo, seguiremos al primer grupo, que se había encaminado a la mezquita para buscar entre ellos a nuestro amigo, protagonista de nuestra historia. Hele aquí sentado como los demás, sobre la alfombra, cabizbajo, fijándose la vista en la misma. Siempre que se sentaba allí, sentía plenamente su libertad y su modestia, y sentía desvanecerse de encima de sus hombros todas sus preocupaciones, volviéndose en sí y empezando a pensar en su vida. Quizás te extrañe ver su rostro joven, entre esos otros rostros, mascullando las aleyas coránicas, y realizando sus plegarias, con la misma seriedad y ensimismamiento que los hombres maduros y ancianos que están sentados a su alrededor.

    Al finalizar la oración se levantaron algunos, pero él permaneció sentado, inmóvil, implorando y suplicando a Dios. Y no era esa su costumbre, sino que solía salir de la mezquita nada más acabada la oración, lo que llamó la atención de su amigo, Kamel, quien acostumbraba a verle diariamente a esa hora, abandonar juntos la mezquita, y dar una vuelta por las calles de la ciudad, en la que comentaban los acontecimientos del día, siendo que cada día traía sus grandes acontecimientos que no podían ser ignorados por ellos.

    Kamel, se acercó a su amigo, sonriente como de costumbre, pero nuestro joven no le prestó atención. Pronto, aquella sonrisa de Kamel se disipó al ver las lágrimas que brotaban de los ojos de su amigo, quien seguía cabizbajo, mirando el suelo, apresurándose a tomar asiento a su lado.

-       ¡Muhammad!... ¿Qué te pasa?… ¿Qué ha ocurrido? –le preguntó–.

-       Nada. ¿Qué tal estás? –le contestó, volviéndose hacia su amigo e intentando contenerse–.

-       ¿Cómo que nada? –exclamó Kamel en voz alta que resonó entre las paredes de la mezquita–

    Kamel se percató de las miradas de extrañeza ante el elevado tono de su voz.

-       ¿No vas a decirme lo que te pasa? ¡Vaya amistad! –prosiguió Kamel, bajando la voz, y volviendo la cara al otro lado, como para llamar la atención de su amigo –.

Muhammad, sin embargo, se levantó inesperadamente.

-       ¡Vámonos! –dijo a su amigo–.

    Kamel seguía esperando la respuesta de su amigo mientras ambos abrían paso entre los viandantes que abarrotaban las calles de aquella zona de la ciudad de Amman, obligándoles la densidad del tumulto a estar separándose y volviendo a caminar juntos después. Las frescas brisas de la tarde despejó la mente de Muhammad, haciendo que se vuelva hacia su amigo y le atienda con su acostumbrado carácter alegre, hasta hacer tranquilizarse a Kamel, y que crea que el asunto que preocupaba a su amigo no era tan grave como él había pensado, por lo que volvió a su intento de saber qué es lo que le pasaba de veras.

-       ¿Y ahora me vas a decir lo que te ha pasado? –le preguntó a Muhammad con un tono que intentó que fuera alegre, procurando así evitar incomodarle con su insistencia–. ¿Por qué estabas tan triste hace unos momentos?

-       Se trata de mi madre, Kamel. El asunto tiene que ver con ella –respondió Muhammad, balbuceando, al tiempo que recuperaba el semblante triste–.

    Al oír aquello, Kamel se detuvo, tirando a su amigo del brazo, haciendo que se detenga también.

-       ¿Qué la pasa? ¿Ha tenido algún percance?

-       Espero que no la suceda nada malo, ahora está en el hospital –dijo Muhammad mientras palmoteaba el hombro de su amigo tranquilizándole–.

      La madre de Muhammad era como si fuera madre de Kamal también, valga la expresión, pues desde su niñez, Kamel no se había separado de este amigo suyo, llegando a pasar la mayoría de sus días con él y su madre, debido a que es huérfano de ambos progenitores y vivía con un tío suyo que viajaba mucho, por lo que eran muchas las noches que pasó al cuidado de la madre de Muhammad durante las ausencias de su tío en otros países. Por eso, Kamel se sintió muy triste cuando Muhammad le dijo que no podrían ir a visitar a su madre hasta la mañana del día siguiente.

 

      *      *      *  

     La noche descendió sobre la ciudad de las siete montañas y Kamal no quiso dejar sólo a su amigo en aquellas duras circunstancias, invitándole a que pasara la noche en su casa hasta que saliera el sol y vayan juntos al hospital.

    Ambos jóvenes dieron muchas vueltas en sus lechos aquella noche, mientras los ojos de Muhammad se negaban a cerrarse al estar viendo de nuevo todo lo acontecido la noche anterior. No había podido imaginar entonces que él hubiera podido causar a su madre una crisis de salud tan grave, ni había presagiado que fuera a ponerse tan furiosa y enfadada hasta aquel extremo. Recordaba sus lágrimas derramadas a lo largo de una hora y la congestión de su rostro, momentos en los que él estaba dispuesto a sacrificarse por ella con tal de que se callara y recuperara la normalidad, pues temía que aquella fuerte agitación de su madre y la crisis nerviosa que sufría, tuvieran consecuencias nada buenas para su salud. Y así fue, pues unas horas después  la llevó en un coche militar que pasaba delante de su casa, cuando salió a la calle pidiendo ayuda.

     Sus pensamientos le devolvieron a la tarde del día anterior, cuando él volvía a casa. Al acercarse de su casa vio a su madre sentada a la puerta con una vecina, como era su costumbre cada tarde de verano. Estaba contenta, pues, como le había dicho muchas veces, su máxima felicidad era sentarse a la puerta de su casa, disfrutar de las frescas brisas que suelen acariciar el monte Al-Taj en aquellas horas tranquilas de las tardes veraniegas, y observarle al aproximarse caminando hacia la casa, tan alto y con la cabeza erguido. A veces se sentaba junto a su madre y su vecina, contándolas los acontecimientos del día y las últimas noticias de la Resistencia y de las continuadas operaciones de fedayines. Otras veces, entraba directamente a su habitación, no tardando su madre en despedirse de su vecina y seguirle para ocuparse de él y prepararle la cena.

     Aquella tarde él había tomado una decisión inamovible, y estaba decidido a confesársela a su madre, costara lo que costara. Por esa razón se había limitado a dar las buenas tardes a ambas mujeres antes de pasar directamente a su habitación y echarse en la cama intentando prepararse para su inminente combate dialéctico con su madre. Aun así, sabía que debía tener infinito tacto con ella y sujetar con fuerza las riendas de su propia cólera, pasara lo que pasara.

    Miró a su alrededor y le pareció que su deteriorada mesa, que le acompañó en su soledad a lo largo de años, estaba como animándole y dándole fuerzas. Miró a la silla, que no era más joven que la mesa, y la halló sonriéndole. Oyó el gemido de la cama debajo de él imaginando que le estaba exclamando que no se echara atrás. Metió la cabeza bajo de su almohada intentando organizar sus pensamientos y poner en claro sus argumentos. ¡Cuánto le angustia necesitar de argumentos para convencer a su madre de este propósito suyo. Lo había discutido con ella anteriormente, viendo como se negaba fuertemente a aceptarlo, esgrimiendo para ello unos argumentos que le parecían lógicos en su momento, pero luego él se enfurecía consigo mismo y con aquellos argumentos.

    No habían transcurrido unos momentos cuando su madre ya estaba de pie, junto a él, preguntándola, con su desbordante ternura, habiéndose dado cuenta de su semblante angustiado, acerca de lo que le había pasado. Muhammad negó que le hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, ya que tenía decidido no abrir el tema con ella hasta haber terminado ambos de cenar. La madre temió lo peor al no poder averiguar lo que le rondaba por la cabeza, pues, con su intuición de madre, sintió que su hijo le iba a revelar un tema que no sería de su agrado, y por esta razón, ella le dejó y no insistió más, lo que extrañó a su hijo que estaba acostumbrado, en semejantes circunstancias, a que su madre no le dejara hasta enterarse de lo que alberga su corazón, o que se haya hartado de tanto insistir sin recibir respuesta alguna.

   La madre de Muhammad terminó de preparar la cena y se sentaron ambos a cenar, en silencio, mirándola él a hurtadillas de vez en cuando, mientras que ella no le quitaba los ojos de encima salvo por necesidad. Ella se terminó de comer y se levantó antes que él, y como de costumbre, dio las gracias a Dios por Sus provisiones, extrañándose el joven de que su madre hubiera abandonado la mesa tan pronto, y temió lo peor al ver síntomas de enfado asomarse por su cara ya entrada en edad.  

   Luego, ella se sentó no lejos de él, con un rosario en la mano, mascullando y escrutando a su hijo con la mirada. Pensaba en aquel oculto asunto que guarda la lengua de Muhammad y no lo suelta, él que apenas la oculta nada de sus asuntos… “Sin duda que esta noche volveremos a aquel tema que me quita el sueño…Si no se trata del tema aquel de incorporarse a las filas de los fedayines no sería yo Halima hija de Abdelgaffar”. Más tarde le oyó murmurar dando gracias a Dios por Sus provisiones, tal como le había enseñado a hacer desde niño cuando acabara de comer. Entonces ella se removió en su sitio sobre la estera y le dirigió sus palabras con aplomo y tono resonante:

-       No creo que vayas  a volver otra vez al tema de incorporarte a los fedayines. Si te importa mi salud, como dices, no me hables de este tema.

     El joven no contestó, pues ella le había hecho perder la ocasión de iniciar él la conversación, habiéndose preparado para la misma con hermosas palabras que hubieran podido mitigar el efecto de su decisión. Ella volvió a mascullar y a pasar las cuentas del rosario, esperando recibir la respuesta, sintiendo que su silencio no era señal de haberse echado atrás, sino que estaba preparando, como era su costumbre, las palabras sutiles… “Ahora me va a recitar dichos populares, luego me va a impresionar con versos de poesía, y en el colmo de su astucia me traerá a colación nobles aleyas coránicas, hasta no dejarme escapatoria salvo montarme en cólera viéndolo tan convencido de que debe convertirse en fedayín. Doy gracias a Dios de que mi cólera le angustia y le disuade de su propósito. Si no fuera por esto, no sabría qué hacer para que se eche atrás de esta propensión suya. Es hijo de su padre”.

    Llegada a este punto de sus pensamientos, la madre volvió a fijarse en su hijo, que estaba cabizbajo, mirando la mesa, moviendo la cuchara a la derecha y la izquierda, produciendo con su movimiento en el plato vacío un ruido que lastimaba sus oídos por lo que, con los nervios crispados, le regañó, dejando él los pensamientos en los que estaba sumido, y volviéndose hacia ella.

-       Esta vez, madre, será la última, y no volveremos a discutir este asunto nunca más –la espetó de una manera y una seriedad que ella nunca había visto en él antes–. Mañana por la mañana iré al campo de entrenamiento donde me estarán esperando mis amigos –continuó diciendo–. Ya he preparado mi maleta con todo lo que me hace falta, y no pienso echarme atrás en mi decisión cueste lo que cueste –concluyó–.

    Ella le escuchaba incrédula, dejando de pasar las cuentas del rosario entre sus dedos, y cuando hubo terminado de hablar se levantó inmediatamente, dirigiéndose a la habitación de su hijo donde encontró su maleta puesta al lado de la cama, con lo que, impactada, dejó de ver nada de lo que había a su alrededor. Volvió hacia él, con lágrimas empapando sus ojos, y empezó a hablar, trabándosele la lengua, con su cara enrojeciéndose cada vez más. Le dijo palabras que él había escuchado de ella repetidas veces a lo largo de los últimos dos años, sin embargo esta vez las escuchaba con todos sus sentidos, empezando a arrepentirse por el tono brusco que había empleado al iniciar su conversación. Mientras, ella le hablaba y enjugaba sus lágrimas con los dedos, dejando de hablar a ratos, lamentando su suerte y su mala estrella. Le dijo que su padre se había sacrificado la vida por Palestina, y que al haberlo hecho libró a su hijo del deber del sacrificio.

-       Él se fue dejándome sola –continuó diciendo–, luego viniste tú, a los dos meses de caer tu padre. Le perdí cuando más le necesitaba, y ahora tú te quieres marchar después de que me haya sacrificado toda la vida por ti, pues no hay una casa en Amman donde no entré para lavar la ropa de sus moradores. He bebido las copas de humillación y desprecio para hacer de ti un hombre, como siempre deseó tu padre, y te impedía dejar los estudios para trabajar, no dejándote necesitar a nadie, y ahora, que estás a punto de acabar tus estudios, lo que constituía mi máxima ilusión, me vienes a decir que te vas para no regresar más, como se fue tu padre y nunca regresó. Él se fue porque yo le dejé ir. Entonces quería irme para luchar con él, pero ahora, quiero pasar el resto de mi vida contemplándote hecho un hombre tal como he deseado desde tu nacimiento. ¡¿Estás decidido a despojarme de la ilusión por la que he vivido a lo largo de veintidós años?!

    Al llegar a este punto, Halima empezó a sollozar convulsivamente, pasando por su mente los acontecimientos de aquellos veintidós años que pasaron desde que sufrió la tragedia de perder su patria, su familia y su marido.

-       ¿Y la patria, madre… y nuestro honor… Quien les va a salvar… y mi padre, quién va a tomar su venganza? –le oyó decir, con un tono más suave que antes, y con un semblante de compasión y suplica–.

    No le contestó, más bien no pudo hacerlo, pues estaba a punto de desmayarse de todo lo que había sufrido en aquellos momentos, percatándose el joven de que su madre estaba atravesando una crisis nerviosa como nunca antes, por lo que se acercó de ella rogándola que dejara de llorar, mientras que ella le empujaba para que se aleje de ella, sollozando cada vez más fuerte, lo que hizo que la oyera su vecina que se precipitó a verla y saber que la ocurría. En lo momentos siguientes Muhammad creyó que su madre se iba a morirse, hasta que pudo tranquilizarla, con ayuda de la vecina, quien no se apartó de ella hasta que se quedó profundamente dormida. En cuanto a Muhammad, no quiso dormir, consumido por un desmedido remordimiento, sintiendo cólera contra el mundo entero, contra sí mismo y contra sus circunstancias. Observando a su madre dormida, le entró pánico viendo como su respiración se había vuelto agitada y rápida, pronunciando unas palabras ambiguas que no comprendía, no apartándose de su cama para poder atenderla en cualquier cosa que pudiera necesitar. Y cuando la hora se acercaba de las cinco de la mañana el joven se despertó alarmado, encontrando a su madre retorciéndose en la cama, jadeando, con la cara congestionada. La preguntó por lo que sentía pero no recibía respuesta alguna, por lo que se precipitó hacia la calle en busca de ayuda.

    Al abrir Muhammad los ojos en casa de Kamel, el sol había empezado a echar sus rayos dorados sobre los siete montes sobre los cuales se levanta la eterna ciudad. Muhammad, que había pasado la noche entera esperando que amanezca y contando los minutos para ir a visitar a su madre, se levantó y se dirigió al balcón. Anhelaba ardientemente verla, pues desde que nació nunca habían dormido en distintas casas. La ciudad yacía extensa delante de sus ojos, envuelta en la quietud de aquella hora temprana de la mañana. Muhammad observó cómo se iba completando el disco del sol en el este mientras se elevaba encima de las casas extendidas sobre las laderas de los montes, embargándole una sensación de sosiego y esperanza, llenándose de ilusión de regresar a casa con su madre aquel mismo día.

     Y efectivamente,  pues no había acabado de ponerse el sol de Amman tras el horizonte, cuando Muhammad estaba preparando la cena para su madre, lleno de una desbordante felicidad, encontrando en atenderla la tranquilidad de su conciencia y la serenidad de su alma, estando muy necesitado de ambas cosas, ya que, el no haber acudido al campo de entrenamiento, donde le estaban esperando sus compañeros, y luego lo que había sucedido a su madre, le había causado un doloroso revés psicológico. En cuanto a Halima, sentía como si hubiera regresado a casa de un largo viaje, y a pesar de sentirse cansada, un desbocado deseo de vivir llenaba su corazón de ilimitada felicidad.

     Así pasaron los días, con Muhammad dedicado a atender a su madre, cuya salud fue mejorando día tras día. Halima sentía que estaba más cerca que nunca de su hijo, y volvió a sentarse a la puerta de su casa junto a su vecina, no pudiendo apenas creerse que todo había vuelto a ser como antes.  

*      *      *

     El verano tocaba a su fin, y la universidad abrió sus puertas para un nuevo curso, volviendo el joven a sus estudios y sus libros, intentando con todas sus fuerzas distanciarse de los pensamientos de luchar y combatir, siendo que la lucha era su máxima aspiración. Sin embargo no quería ser él mismo causante de acabar con su madre. Le asombraba que hubiera madres como la suya en un pueblo que ha sufrido lo indecible de tortura, aniquilación y destierro a manos de sus enemigos. Pues, se repetían a diario las historias de las madres que empujan a sus hijos a que se incorporen a las filas de los fedayines, siempre con una nueva historia de heroísmo. Sin embargo, pronto repasaba toda la lucha de su madre, intentando así comprender su insistencia en impedir su incorporación a la Resistencia, ella que no tiene familia ni esperanza, salvo él. 

    Pasaron varios meses hasta que un día la Universidad organizó una excursión para los estudiantes en la que visitarían algunas zonas del norte del país. Muhammad salió de su casa por la mañana temprano, con su madre de pie a la puerta de casa instándole a tener cuidado con eso y con aquello, tal como suelen hacer las madres con sus hijos sin importar que edad tienen estos, aconsejándoles tener cuidado con los coches cuando salen de casa, si son pequeños, y advirtiéndoles contra los “malnacidos” cuando son ya crecidos y endurecidos. Halima había pasado la mayor parte de la noche sin cerrar ojo, pues aquello de la excursión suponía un acontecimiento importante en su vida y en la de su hijo, quien no había salido en una excursión así nunca antes. La madre había preparado distintas comidas favoritas de su hijo, y le cargó de consejos y aleyas coránicas protectoras. Y una vez hubo desaparecido de su vista sintió ella un incontrolable deseo de darle alcance, sin embargo se encomendó a Dios y regresó a su cama en busca de algo de descanso.

    Aquella fue la última vez que Halima veía a su único hijo y niña de sus ojos. Pues Muhammad no regresó de aquel viaje. La tarde del día fijado para su regreso, ella le esperaba mientras charlaba con su vecina, sin apartar su vista del camino que lleva a su casa, observando a través de la ventana. Vio a lo lejos a dos hombres subiendo por el camino, sin apartar ambos la vista de su casa, hasta que se aproximaron y ambas mujeres se dieron cuenta de que su meta no era otra que la casa de Halima, cuyo corazón empezó a latir aceleradamente al oír golpes en su puerta. Al abrir, ambos hombres la saludaron, mientras ella leía en sus semblantes sombríos que eran portadores de una noticia que no quiso ni imaginar.

-       ¿Es Usted la madre del estudiante Muhammad Ashaij Yusef? –la preguntó uno de ellos, con aspecto de ser maestro, dirigiéndose a ella con un gran respeto y con un tono triste–.

     La mujer lanzó un sonoro suspiro y le fallaron las piernas, arrojándose en una silla cercana, mientras su vecina no dejaba de mirar fijamente a los dos hombres sin articular palabra, pues la sorpresa la había enmudecido. Pasado un momento, Halima contestó jadeando intensamente:

-       Sí, soy su madre. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Ha tenido algún percance? ¿Dónde está él ahora?

    El que habló en esta ocasión fue el otro hombre, que vestía con un uniforme militar, con una pistola al cinto.

-       Tu hijo, Muhammad, cayó mártir esta mañana, junto a otros compañeros suyos, en un ataque de la aviación israelí contra la ciudad de Irbid.

    Mientras los hombres se alejaban descendiendo por el camino, aparecía la silueta de un hombre que ascendía precipitadamente hacia ambas mujeres. Halima se levantó gritando, apenas pudiendo ver nada a través de sus lágrimas:

-       ¡Es él! ¡Es Muhammad que viene de lejos!

    Momentos después, Kamel se echaba a los pies de Halima, respirando agitadamente.

-       ¡Muhammad ha muerto! … ¡Cayó mártir, madre!… ¡Se cumplió lo que más deseaba! –repetía mientras lloraba amargamente–.

    La tarde invernal arrojó sus sombras sobre la ciudad montañosa, y desde el monte Al-Taj, parecía que las cimas de los otros montes de la ciudad se encontraban, igual que las otras partes de la misma, envueltas en la oscuridad, antes de caer la noche.  

(1)   Alá, o sea, Allah, en árabe, no significa otra cosa que Dios. El mismo Dios de las otras dos religiones monoteístas: cristianismo y del judaísmo.

1971

Traducción 2020

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