LA TARDE<p> Un relato de Saïd Alami

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 LA TARDE

Saïd Alami

                                                                     Traducido del árabe por el autor

     Hay de todo. No falta nada: aquí está el aceite y aquí está el “saatar”(1), pan y té también. Todo está sobre una mesita cubierta por un periódico árabe. En el fondo del platito de cristal, lleno de aceite de oliva, aparece la fotografía de Omar Sharif; mientras que en el fondo del vaso de té se pueden leer con claridad las primeras dos palabras de un gran titular: “La Nación Árabe…”. El enunciado no estaba entero, porque las páginas que cubrían la mesa tampoco estaban enteras. ¡Cómo terminaría este enunciado! ¡Dónde estarán las otras partes del periódico! ¡Pero, qué importancia tiene ahora el cómo termina el enunciado ni dónde están las otras partes del periódico! Es un periódico de hace más de un mes y no trae nada nuevo. ¡Qué importancia tiene todo esto ahora! Lo importante es que el aceite, el “saatar” y el té están colocados encima de palabras escritas en letras árabes, y que en la habitación, sobre la cama, se apoltrona un tocadiscos en cuyo plato posa el disco de “Y pasaron los días”, de Um Kulzum(2), listo para empezar a girar. Todo está dispuesto.

     El chico cerró bien la puerta de la habitación y regresó a la mesa. Pero, de inmediato volvió y pegó su oreja a la puerta afinando el oído. Todo está bien, pues la casera está en el salón viendo la televisión. Está acostumbrada a ver la televisión a esta hora de la tarde y a veces le invita a verla con ella. Es una buena señora que intenta proporcionarle todo el bienestar posible, y tiene un gran corazón que asume con empatía el sufrimiento de la gente a su alrededor. Muchas veces le dice que no se entristeciera por estar lejos de los suyos  y que piense en el próspero futuro que le va a reunir con ellos.  Siempre dice que toda la gente, cualquiera que fuera su color, raza o religión, son hijos de Dios. Y le gusta llamarle hijo mío… ¡Hijo!... ¡Qué palabra más cálida y cuanto echaba de menos escucharla!  ¡Cuántas veces la había escuchado en su vida sin haberla prestado atención! Y ahora, anhela pronunciar la palabra “madre” o escuchar la palabra “hijo” dirigida a él.

    Volvió a su mesa y apoyó sus libros en la pared contigua antes de alargar la mano hacia el pan y cortar un trozo. Y cuando a punto estaba de remojarlo en aceite se puso de pie de nuevo al acordarse del disco. Puso en marcha el tocadiscos, el disco empezó a girar  y las melodías fueron arrullando su oído y su corazón, cariñosamente, mientras masticaba su primer bocado, sumamente feliz, meneando la cabeza a la derecha y a la izquierda, al unísono de las deliciosas melodías.

      Poco a poco, empezó a olvidarse de todo lo que le rodeaba, y no veía más que el aceite, el “saatar” y el té. ¡Ah, el té! Tomó un sorbo y volvió a menear la cabeza, extasiado como estaba  por la música, y en cuanto escuchó el primer verso de la canción: “… pasaron los días… y rodaron los días…”, dejó de masticar, con el bocado aún en su boca. Su corazón había correspondido al ritmo de la música, abriéndose de par en par, dejando fluir las letras dentro de él… ¡Que preciosos son estos momentos!…!realmente son maravillosos!... ¡Qué maravillosa es la soledad a veces! Maravillosa es cuando la deseamos y la encontramos. Sin embargo, que odiosa resulta cuando nuestros corazones están aplastados bajo su peso. No sé si darle gracias a Dios o maldecir mi suerte. ¿Darle las gracias porque me hizo conocer el significado de la soledad o maldecir mi suerte por haberme conducido a ella? ¿Dar las gracias a Dios por haberme hecho probar el sabor de la expatriación estando aún en el albor de mi juventud, o maldecir mi suerte que me hizo caer en sus redes sin poder deshacerme de ellas. ¡Qué feliz hubiera sido el ser humano si supiera distinguir el bien totalmente bueno, del mal totalmente malo… si pudiera discernir el bien que todo lo que contienen es bueno y que no hay bondad que no esté en él, del mal que todo lo que contiene es malo y no hay maldad que no esté en él. Si el ser humano tuviera tal discernimiento y tal cordura habría logrado la felicidad.

   El chico se acordó de su felicidad pasada, entre familiares, colegas y amigos… allá donde había nacido y donde cada piedra tiene un recuerdo en su corazón. Aquella era, realmente, felicidad…pero no sentía yo entonces su existencia. Ahora, lejos de ella, de la familia y de la patria, percibo su alma a mi alrededor, casi puedo oler su fragancia y vislumbrarla allí, detrás de los velos de la memoria. Ahora, transcurrido el tiempo y pasados los días…rodando… Ahora, cuando me separan de todo aquello años y distancias.

   Tomaba el aceite y el “saatar”… no por ser lo que son, sino porque aquel aroma le extasiaba y aquel sabor le embriagaba… y por aquellos acordes musicales que le embelesaban…todo eso lo transportaba sobre poderosas alas allá donde su familia, su tierra y los campos de su niñez. Efectivamente, y otra vez, esta manera suya de viajar a través del tiempo y del espacio, funcionó. Es el método en el que se refugia siempre que se siente desgarrarse desde sus entrañas de tanto añorar a su madre, a su padre, a sus hermanos, a su casa y a otros lugares testigos de su crecimiento en armonía con lo que le rodeaba, hasta que fue arrojado por el destino en esta habitación de esta casa de la calle General San Martin, no lejos de la Plaza de Toros, en la ciudad de Valencia, a la que también quiere tanto como cariño está recibiendo de ella.

    Sí, el método funcionó de nuevo. El chico se evadió de su mundo, olvidándose de todas sus penas, vislumbrando ya el rostro iluminado de su madre, la sonrisa radiante de su padre, como la había conocido desde niño. Resonaron en sus oídos las risas de sus dos hermanas pequeñas, y le vinieron a la memoria sus bromas y sus largas discusiones, lo que le hizo preguntarse ¿qué estarían haciendo en aquellos momentos? ¿Acaso están como yo sentados alrededor de la mesa para comer? …¿Qué estarían comiendo? ¡Qué maravillosas comidas esas que suele preparar su madre? La comida más deliciosa del mundo. Ojalá pudiera tener ahora un plato de “waraq dawali”(3) o “mahchi kusa”(4); cualquier guiso hecho por ella. La comida que le preparaba su madre no era simplemente un alimento, pues comía de sus manos cariño mezclado con comida. ¡Qué harto está de comer en restaurantes, y de estos sabores extraños a los que empezó ya a acostumbrarse!! Y qué harto está de comer sólo, en su habitación!  ¡Qué maravillosos eran aquellos momentos que pasaba con su familia alrededor de la mesa! ¡Y aquellas amenas conversaciones que se alargaban y continuaban por más de una hora después de haber terminado de comer, sin que ninguno de ellos abandonara la mesa.  Conversaciones que eran animadas siempre por mi padre. Él era quien provocaba la conversación, formulando una pregunta, o expresando su extrañeza o su admiración por una noticia o por un nuevo dato del que se había enterado. Y si mi madre, o alguno de mis hermanos, eran los que iniciaban la conversación, mi padre la retomaba de inmediato, con interés, comentando sus distintas facetas. ¡Para qué sirve una comida sin una animada conversación! ¡Qué placer puede tener una conversación sin la presencia de seres queridos!

    El disco dejó de girar, por lo que el chico se plantó él de pie de inmediato  y le dio la vuelta para escuchar la segunda cara. Se sentía en el mejor de los estados en medio de aquel ambiente que había  improvisado para sí mismo en aquella pequeña habitación. El ambiente de su casa y de su familia, allá, en la costa oriental de este mismo mar al que mira Valencia. ¿¡Hasta ese punto separa un mismo mar!? Sus recuerdos irradiaban una profunda felicidad en su alma, y la voz de Um Kulzum era necesaria para alimentar esa felicidad y mantenerla fragante en lo más recóndito de su ser.

    La música volvió a fluir de nuevo desde el tocadiscos, regresando el chico a su silla y su mesa, al aceite, al “saatar” y al té. En su habitación y en medio de aquel aislamiento se sentía a salvo. No conocía nada que le amenazara o atemorizara, sin embargo, se sentía seguro cuando entraba en su habitación, se sentaba a su mesa, sobre cuyos extremos se amontonaban los libros de medicina y los diccionarios. Rara vez abandonaba su habitación, y cuando lo hacía era para irse a la Facultad o para encargarse de algunos de sus recados, que eran bastante pocos. Su habitación era como si fuera su ermita. No había en ella, a parte de la silla y de la mesa, salvo un armario que le doblaba en edad y un estante donde había colocado más libros, todos eran novelas y colecciones de poesía que leía y releía con pasión. Y allí, cerca de la ventana, había colgado una fotografía de su familia con todos sus miembros al completo, apareciendo él en el centro, rodeado de ellos. Sobre otra pared había colgado el mapa del mundo árabe, y a su derecha una gran foto de Abdel Halim Hafez(5) junto a otra de Elvis Presley. Sobre la pared que queda enfrente de él cuando se sentaba a la mesa, había colocado un horario de las clases de la Facultad. Junto a la cama había una pequeña cómoda sobre la cual solía colocar el tocadiscos, y los discos en su interior. En la puerta detrás de él había colgado algo de su ropa. Este era su pequeño mundo que al acceder a él sentía seguro, y si no fuera porque podía salir de su habitación cuando quería la hubiera llamado celda, siendo que el nombre de celda le reconforta y le satisface, a pesar de lo que encierra de fealdad, y quizás esto se debía a que deseaba, desde que se percató de que se encontraba solo, no haber salido nunca de su casa para venir a este país ajeno. ¡Cuánto deseó al principio de su expatriación no salir nunca de esta habitación suya, ni acudir a la universidad, ni ver a nadie! Y hasta el momento presente, cada vez que pisa la calle, encontrándose con la gente, toda la gente, con semblantes de felicidad y satisfacción, como si estuvieran siempre en una especie de fiesta, como si el mundo estuviera exento de pesadumbres salvo las suyas, y de preocupaciones salvo la suya, que le embarga y no lo abandona. En la Facultad, hallaba a los chicos y chicas españoles con la jovialidad asomándose de sus ojos, y con la alegría formando parte de su temperamento. En cambio, en cuanto vislumbraba el rostro de un estudiante árabe percibía en él, sin demora alguna, los rasgos de tristeza, a pesar de la sonrisa que pudiera haber posado por unos momentos sobre su rostro. Y en cuanto ese estudiante se acercaba a él, le parecía que todos los complejos del mundo se acercaban a él. Aun así, no hallaba consuelo salvo en sus compañeros universitarios árabes, y cuando alguno de ellos viajaba a Jordania, enviaba con él modestos regalos para sus padres y hermanos. En cuanto a él, no podría viajar para visitarles antes de transcurrir otros dos años, ya que el coste del viaje es enorme y fuera de la capacidad económica de su padre. Cuando alguno de sus compañeros regresaba de visitar a sus familias en algún país árabe, no perdía ocasión para reunirse con él para luego escuchar del compañero de turno que ese iba a ser su último viaje a su país. Y solía volver de esas entrevistas con los que regresaban de oriente resonando en sus oídos sus dolorosas expresiones: “La situación en nuestro país es una porquería… la gente allí tiene los rostros sombríos”. Le hería profundamente no encontrar apenas entre sus compañeros que regresaban de visitar a sus familias quien dijera algo distinto acerca de la patria. Incluso mucho de ellos le anunciaban su intención de no regresar más a sus países, quizás para siempre. A menudo sufría por sus rudas palabras acerca de la situación de nuestra nación, por lo que muchas veces protestaba preguntándome ante ellos…¿Por qué?... ¿Por qué este cruel discurso acerca de la patria?...¿Acaso no están en nuestra extensa patria nuestras familias… tú padre y el mío…tu madre y la mía? Allí suenan las melodías que tocan lo más profundo de nuestros corazones… allí se cuentan los chistes que nos tronchan de risa…allí la comida tiene el aroma que evoca los recuerdos de nuestra niñez…allí resuenan las risas y la algarabía de nuestros pequeños… allí nuestros allegados, compañeros y amigos de nuestra infancia…allí conocemos los nombres de los árboles, las flores y las hierbas, en los campos y los montes que tantas veces hemos batido de pequeños y cuyos arroyos y cuevas conocemos…allí conocemos los nombres de todos los pájaros en cuya compañía nos creamos desde que supimos andar y perseguir a las mariposas…allí están mi abuelo y mi abuela y sus placenteras conversaciones …allí están las chicas que vimos crecer ante nuestros ojos y que de mozos arrebataron nuestras miradas… y allí palpitó el corazón por primera vez ante una mirada que nos había lanzado la muchacha de nuestros sueños…allí está el “saatar” en las casas…allí, cuando me despertaba por la mañana encontraba el sol reluciendo jovialmente, y la gente sonriente, igual como veo la gente aquí, con la diferencia de que allí formaba yo parte de aquella sonrisa, participaba de ella, mientras que aquí sonríen y no comprendo su sonrisa, y se ríen sin que su risa llegue a mi corazón. Y cuando se enconaba la discusión entre él y sus compañeros que regresaban de visitas a la patria, les decía en un tono de reproche que la auténtica vida del ser humano es la que lleva en su propia sociedad y en su tierra, pues entonces, y sólo entonces, es cuando vive su vida entera y plenamente, porque es cuando es él esa sociedad y es él su alegría y su tristeza, sin que tenga que fingir ni tenga que esforzarse, igual que la planta que crece entre sus congéneres... respirando y recibiendo risueña los rayos del sol, y meciéndose suavemente al son de las caricias de las brisas, y así crece y vive su vida de modo natural, incluso cuando sopla el viento, arrecia la lluvia y la golpea la nieve. Mientras, nosotros, los expatriados, no llevamos sino una vida artificial… que no es para la que hemos nacido, y si no fuera porque existe un tumulto de expatriados como nosotros, nuestra vida sería un infierno insoportable, pues la muerte en grupo siempre es más piadosa que la muerte en solitario. En cuanto a las difíciles circunstancias por las que atraviesa nuestra nación, el refrán español dice: “En todas partes cuecen habas”, y ninguna sociedad está exenta de males que hacen sufrir a los honrados de entre sus miembros. A causa de estas palabras suyas, que repetía a oídos de sus compañeros de entre los estudiantes árabes, algunos de ellos le acusan de ser sentimental, asegurándole que cuando vaya a visitar a su familia, habiendo pasado ya un largo período en este país, repetirá él estas mismas opiniones que ahora tanto le molestaba oír.

   Todos estos pensamientos le quitaron las ganas de seguir tomando aceite y “saatar”, levantándose para abrir el armario, de dónde sacó un fardo de cartas y buscó de entre ellas a una carta en concreto, que cuando la halló regresó con ella a su silla, absorto, lo que le impidió darse cuenta de que el disco había dejado de girar y la voz de Um Kulzum se había desvanecido. Abrió la carta y empezó a leerla otra vez, como había hecho anteriormente una vez tras otra, escrita de puño y letra de la chica que hizo temblar su corazón por primera vez, sumiéndose de nuevo entre sus fragantes palabras, aunque no hallando en ellas aquel encanto y aquella dulzura que percibía antes siempre que la leía o leía otras cartas de su amada, que le llegaban de su lejana tierra. Y no era porque había conocido a otras chicas en esta ciudad donde vive ahora, sino porque él ya no era aquel chico que había abandonado la casa familiar hacía dos años, cuando era aún mozo, con un corazón tierno que no había probado todavía el sabor de las heridas. Quisiera él que estas cartas volvieran conmoverle con la misma fuerza que lo hacían en los primeros tiempos de su expatriación. Lanzó un suspiro cuyo eco golpeó las paredes de la habitación, mientras plegaba la carta lentamente… ¿Qué habrá sido de ti, amor mío?...Un año entero lleva sin recibir nada de ella, desde que el padre de ella descubrió una carta que él la había enviado, prohibiéndola cualquier comunicación con su amado, no pudiendo ella más que obedecer....encargándose el transcurrir del tiempo del resto. ¿Acaso sigues recordando estas cartas y este amor al que despertó mi juventud y tu mocedad?

    Le invadió un intenso deseo de escribir a su familia, pues le había embargado tal sensación de amargura que le aprisionaba la garganta, sintiendo que ese viaje suyo sobre las alas del aceite y del “saatar” no había sido afortunado como otras veces, y en lugar de embriagarle había terminado llevándole a la amargura, la amargura que solía oprimirle la garganta la mayor parte del tiempo, hasta que acabó acostumbrándose y familiarizándose con ella.

   Abrió el cajón de la mesa, sacó una hoja y una pluma, y empezó a escribir a sus padres: “Querido padre, querida madre…”, pero unos golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento, sobresaltándose por un momento, como si estuviera despertándose, y al repetirse los golpes en la puerta, la abrió, encontrándose con la casera, diciéndole, sonriente y animándole:

-       Una chica al teléfono, pidiendo hablar contigo. Vamos, date prisa. Es Dolores.

    Al oírla, se le iluminó el semblante, sintiendo como si le hubieran echado un salvavidas antes de hundirse, apresurando sus pasos hacia el teléfono, que al cogerlo escuchó la voz de su amiga y única fuente de cariño que le fortalecía en este país, quien le decía después de haberse saludado:

-        ¿Qué te pasa, cariño? Tu voz no me gusta. ¿Te ocurre algo?

-        Claro que no, Dolores –dijo intentando recuperar el tono alegre al que la había acostumbrado–. No te preocupes, estoy bien. ¿Cuándo te veré?

-        Ahora. Inmediatamente, cariño.

    Su anhelo por verla no era menor que el de ella. No dejaba de intentar convencerse a sí mismo de que su relación con ella era mera amistad, al tiempo que sentía que su amor por ella crecía y reverdecía en sus corazón, y que ya no soportaba estar separado de ella.

     Volvió rápidamente a su habitación y cerró la puerta tras de sí, permaneciendo por unos momentos recorriendo la vista a su alrededor. Le invadió el sentimiento de estar íntimamente ligado a esta habitación, deseando por un instante no salir de allí. Miró los platos de aceite y “saatar”, y al vaso de té vacío, recordando todo el hermoso sueño que había vivido en la última media hora, a pesar de la amargura en la que había ido a parar.

     Antes de abandonar su habitación para dirigirse a la plaza del Caudillo, donde le esperaba Dolores, echó otra mirada a su mesa, y dirigiéndose a ella dijo, con voz audible y alegre:

-       Hasta luego. No tardaré.

    Cerró la puerta de la habitación detrás de él, mientras le llegaba la voz de la casera, contestándole desde su asiento en el salón, saliendo él de la puerta de casa:

-       Hasta luego. Adiós.

Valencia, 1972.

Publicado en la colección de relatos (La Asamblea المؤتمر) de Saíd Alami.

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(1)     Saatar o Zaatar: mezcla de, principalmente, tomillo secado (a veces orégano o ambas plantas juntas) y zumaque, que es machacada hasta convertirla casi en polvo, y luego mezclada con sésamo tostado, sal y un poco de aceite de oliva. Tradicionalmente, forma parte permanente de los desayunos y meriendas en Palestina, Jordania, Líbano y Siria.

(2)     Um Kulzum (Um Kulthum): Gran cantante egipcia (1898-1975). La música de sus canciones era compuesta por los más grandes músicos de Egipto.

(3)     Waraq dawali: Guiso típico de la región de la Gran Siria, hecho de hojas de parra rellenas generalmente de una mezcla de arroz, carne picada y algunas especias.

(4)     Mahchi kusa: Calabacines rellenos de una mezcla de arroz, carne picada y especias. Región de la Gran Siria.

(5)    Abdel Halim Hafez: Gran cantante egipcio (1929-1977) que, actualmente, a los 43 años de su muerte, sigue siendo el más escuchado por el público árabe.

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